El Autor de la vida fue el Dios del Sinaí y el Dios del Calvario.
El filósofo y enciclopedista francés de origen alemán Paul H. D. D’Holbach, ya citado en otros artículos, dice en La biblia del ateo que “un ateo es un hombre que destruye quimeras que son dañinas para la raza humana”.
Quimera es aquello que se supone a la razón no siéndolo.
A este propósito conozco una historia en torno al huevo y la gallina. Un joven ateo proponía a una anciana casi analfabeta unos razonamientos que ella rechazaba.
La anciana estaba manipulando un par de huevos para una tortilla, cuando recibe la visita de un joven vecino suyo y tratan el tema religioso. Dice el joven:
—Antes yo creía en Dios, pero después de estudiar filosofía, ciencia y matemáticas, he dejado de creer en Él y en todo lo que dice la Biblia. Ahora soy ateo.
—Bien, –dice la mujer–. Yo no he estudiado nada de eso, pero ¿puedes decirme de dónde ha salido este huevo que tengo en mis manos?
—De una gallina, claro –respondió el joven.
—¿Y de dónde salió la gallina?, –preguntó la señora de nuevo.
—De un huevo, –contestó el joven ateo.
—¿Entonces qué fue primero? – Insistió la mujer.
—La gallina, claro, –respondió el vecino.
—¿Me está usted diciendo que la gallina existió sin que hubiera huevo?
—Oh, no, –cedió el joven confundido–. Quise decir que el huevo fue primero.
—¿Y cree usted que el huevo pudo haber existido sin la gallina?
—De acuerdo, señora, la gallina fue primero.
—¿Y quién hizo la primera gallina?
El joven ateo, atolondrado, dijo a la mujer.
—¿Dónde quiere ir usted a parar con toda esta historia del huevo y la gallina?
—Muy simple –respondió la mujer convencida–. El que creó el primer huevo o la primera gallina es el que creó el mundo.
Usted no puede explicar la existencia de un simple huevo sin recurrir a Dios. ¿Y quiere explicar la existencia del mundo sin Dios? Su ateísmo no aguanta ni una sola prueba.
Esta historia muy simple, lo sé, nos introduce en un tema más profundo: el origen de la vida.
Los creyentes sabemos que primero fue la gallina; contaba entre los animales que Dios creó, según Génesis 1:25: “Hizo Dios animales de la tierra según su género”.
El primer libro de la Biblia afirma, de acuerdo al texto citado, que todas las especies vivientes fueron creadas por Dios, lo mismo que el hombre, a quien después de haberlo formado del barro insufló en él una naturaleza espiritual.
Esto que los ateos llaman leyendas de primitivos está científicamente demostrado: todas las especies animales descienden unas de otras a partir de los primeros seres unicelulares.
Hasta finales del siglo XVII el occidente cristiano, incluyendo Europa y las dos Américas, la que habla inglés y la que se comunica en español, no dudaba del origen divino de la vida.
Las primeras dudas surgen en Francia a mediados del siglo XVIII, con Denis Diderot, ateo, quien anunció “una gran revolución en el campo de la ciencia biológica”.
Le sigue otro ateo, George Louis Leclere de Buffon, casi al mismo tiempo que Diderot. Buffon fue más explícito. En su obra Historia del hombre señala la posibilidad de que la vida no sea obra de Dios y que el hombre “descendiera por evolución de un ser primitivo”.
La polémica ya suscitada sobre el origen de la vida se extiende a Inglaterra. Erasmus Darwin, abuelo de Charles, publica entrado el siglo XVIII dos importantes libros sobre el tema entonces en discusión: Zoonomía y El templo de la naturaleza. En esta segunda obra escribió: “¿Sería demasiado imaginar que durante el gran espacio de tiempo desde que la tierra existe, tal vez millones de años antes del comienzo de la historia humana, todos los animales hayan derivado de una célula viva procedente de la Gran Causa?”.
Los libros de Erasmus Darwin, médico de cierta fama en Inglaterra, causaron gran impacto. Por un lado afirma que el origen de la vida existía antes del comienzo de la historia humana, a saber, antes de Dios, antes de la Biblia.
Por otro lado sugiere que “el origen de la vida se debe a una célula viva procedente de la Gran Causa”. ¿Dios? El ateísmo darwinista tiembla pronunciar su nombre y le busca sustitutos.
El verdadero padre del ateísmo evolucionista fue sin duda Charles Robert Darwin (1809-1882). En principio estuvo destinado a la carrera eclesiástica. Su padre, médico al igual que el abuelo, quiso hacer de él pastor anglicano y al efecto lo envió a la Universidad de Cambridge para que iniciara estudios de teología. Pero Darwin se inclinó por las ciencias biológicas y naturalistas. Terminados los estudios en Cambridge su amigo J. S. Henslow le indujo a aceptar el puesto de naturalista en una expedición científica de la nave Beagle.
El viaje duró cinco años. A su regreso a Inglaterra Darwin publicó tres libros en los cuales llegaba a negar el origen divino de la vida: el primero fue La transmutación de las especies. El segundo, más conocido, en 1850, Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural. Y el tercero, definitivo, cuando el científico tenía 61 años, en 1871, Origen del hombre y selección en relación con el sexo.
Los principios ateos de este libro ignoran a Dios como autor de la vida y dicen que descendemos de “un cuadrúpedo peludo, provisto de cola y de orejas aguzadas, probablemente de costumbres arbóreas y que habitaba en el antiguo continente”, África. Pero no es el mono el padre de la vida. En el mismo libro Darwin añade: “A su vez, este siminoide, como todos los vertebrados, debe remontarse, en su origen primero, a un animal acuático semejante a la ascidia, hoja en forma de urna de mar”.
Aquí tenemos la creencia del ateísmo darwinista: la vida no se originó en el huerto de Edén, sino en el fondo del mar. Pero ni Darwin ni seguidor alguno de su doctrina han podido explicar de dónde salió ese animal acuático. Para originar la vida tuvo que haber sido un ser vivo, pero ¿quién le dio vida? ¿Quién lo colocó en las profundidades marinas? ¿Cómo y por qué saltó a tierra? Son preguntas que el ateísmo darwinista no ha podido ni puede explicar. El ateísmo darwinista trata de rebajar al hombre a un nivel animal semejante al gorila o al orangután. Se empeña en ignorar que los seres humanos somos poseedores de una doble naturaleza, material y espiritual. Somos cuerpo, pero somos también alma o espíritu. Nuestra vida proviene de Dios. Él nos creó. Descendemos de Él. Los ateos tienen su propio estribillo. Descendemos de un animal acuático que fue evolucionando hasta convertirse en orangután. Por consiguiente, Dios resulta inútil. Sostiene que la materia inanimada de otras épocas llevaba en si la capacidad de producir la vida.
Pero no es así como se formuló el origen de la vida.
El origen y desarrollo de la vida humana está claro en las páginas de la Biblia. Y es preciso saber que la Biblia, palabra inspirada por el Espíritu de Dios, confronta y descompone absolutamente todas las doctrinas del ateísmo, tanto del viejo ateísmo como del nuevo. Es cuestión de hacer la prueba. “Si dispusieres tu corazón, y extendieres a Él tus manos… la vida te será más clara que el mediodía” (Job 11: 13-17); porque “en Dios está el manantial de la vida” (Salmo 36: 9).
El origen de la vida no está en la célula marina.
El origen de la vida no está en el azar, ni en la casualidad.
El origen de la vida no está en la moderna teoría del Big Bang.
El origen de la vida no está en el gorila ni en el orangután.
Desde el pórtico del antiguo templo en Jerusalén, el apóstol Pedro, con la valentía que da la fe, dice a los judíos que la escuchaban, refiriéndose a Cristo: “Vosotros matasteis al Autor de la vida” (Hechos 3: 15). El Autor de la vida fue el Dios del Sinaí y el Dios del Calvario.
Nada más. Nadie más.
Salvador de Madariaga, ministro en el Gobierno de la segunda República, embajador de España en Washington y representante en el Consejo de la Sociedad de Naciones, en su libro Retrato de un hombre de pie, explicando la diferencia entre el creyente en Dios y al ateísmo evolucionista, dice: “Las patas traseras del mono no le sirven para nada. Está condenado a mirar siempre hacia abajo, mientras que el hombre se yergue en su vertical elevando los ojos al Creador”.
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