Alquimia

Érase una vez un matrimonio evangélico de avanzada edad, con cuarenta años a la espalda de asistencia fiel a la misma iglesia, que era un modelo a seguir en todo.

Bueno, en todo menos en las furibundas discusiones que protagonizaban en su conflictiva convivencia. Los vecinos marujas se frotaban las manos cada vez que eso ocurría.

“Ya están esos puritanos otra vez armando escándalo”. “Esta vez sí, esta vez llegarán a las manos y llamaremos a la policía”. Y los más sensatos “¡vaya ejemplo de cristianos!”.

Pero entremos en casa de esta pareja una vez acabado el griterío. Amainada la tormenta, reposan pacíficamente en el sofá de la sala de estar cogidos de la mano y comentando lo vivido.

― ¿Crees que es necesario que escenifiquemos tantas discusiones para acabar después más enamorados de lo que estábamos?

― Yo no escenifico nada, todo lo que digo lo siento.

― Ya, ya, y yo también, pero ¿qué sentido tiene lo que hacemos?

― Hacemos alquimia.

― ¿Qué?

― La alquimia consiste en transformar en oro todos los metales.

― O sea, que ahora seríamos tremendamente ricos con tanto oro.

― Sí, y de hecho lo somos espiritualmente. Los metales son esa adversidad suspendida en el éter de donde tomamos lo peor para proyectárnoslo. A continuación la alquimia, que es el amor, neutraliza toda esa toxicidad, la lleva cautiva y volvemos a ser nosotros en un aire más salubre, áureo.

― Pues no sé si será del aire o del viento, el caso es que sorprendentemente con tus imprecaciones das de lleno donde más me duele.

― Pero como eres muy inteligente, sabes que mi amor por ti sobrepasa toda esa turbiedad.

― No sigas, no sigas que ahora me debería enfadar contigo y tengo mucho sueño.

― Buenas noches, amor.

― Buenas noches, cielo.