La Escritura indica que el oso era relativamente frecuente en Israel durante la época del Antiguo Testamento.
David le respondió:
“Sí, yo soy el pastor de las ovejas de mi padre,
pero cuando un león o un oso viene a llevarse algún cordero del rebaño,
yo salgo tras el león o el oso, y lo hiero y lo libro de sus fauces.
Si el animal me ataca, con mis manos lo agarro por las quijadas,
y lo hiero hasta matarlo.
No importa si es un león o un oso, tu siervo los mata.
Y este filisteo incircunciso es para mí como uno de esos animales,
porque ha provocado al ejército del Dios vivo”. (1 S. 17:34-36)
El oso que se cita en la Biblia corresponde a la subespecie Ursus arctos syriacus, que antiguamente habitaba en Tierra Santa hasta su extinción en 1917.
El reverendo Henry B. Tristram, explorador y naturalista inglés del siglo XIX, explica en su “Historia Natural de la Biblia” que, en cierta ocasión, vio al oso pardo sirio al sur del monte Hermón, en un escarpado barranco próximo al lago de Genesaret, y que los agricultores de la zona le contaron que algunos ejemplares bajaban frecuentemente del monte para alimentarse en sus cultivos, con el consiguiente destrozo de los mismos.[1]
No obstante, en la actualidad, al haberse reducido su hábitat natural, ya que los bosques han sido talados por los humanos y los ejemplares cazados durante siglos, únicamente se le encuentra en algunas regiones montañosas abiertas, desde Kazajstán y Turquía a Irak e Irán.
Es muy parecido al oso pardo europeo, del que solo difiere por su tamaño algo más pequeño y por el color más blanquecino de su pelaje. A pesar de su apariencia torpe, es ágil y rápido ya que puede nadar, trepar y correr hasta alcanzar los 40 km/h.
Se trata de un animal omnívoro que se nutre de cualquier tipo de alimento, incluida la carne, la hierba y los frutos. En hebreo, oso es dob, דּוֹב; en árabe, dub; en persa, deeb y en griego, arktos, ἄρκτος.
[photo_footer] El oso pardo sirio mencionado en la Biblia se extinguió en Israel en 1917, y hoy sólo puede verse en el zoo de Jerusalén. Aunque todavía existe en libertad en ciertas regiones desérticas, desde Kazajstán y Turquía hasta Irak e Irán. / Antonio Cruz.[/photo_footer]
La Escritura indica que el oso era relativamente frecuente en Israel durante la época del Antiguo Testamento. El pueblo lo temía debido a su agresividad, su poderosa musculatura, así como a la fuerza y peligrosidad de sus zarpazos.
Eventualmente, algún oso solitario o alguna hembra con sus crías salían de los bosques y se aproximaban a los campos humanos en busca de hortalizas frescas o de animales domésticos fáciles de capturar.
Lógicamente esto preocupaba a los agricultores y ganaderos por lo que, en ocasiones, había enfrentamientos. Pero tales desafíos entrañaban sus riesgos y era menester tener valor para hacerlo, tal como explica el joven David en el texto superior (1 S. 17:34-36).
Los osos habitualmente evitan el contacto con los humanos pero, si se les molesta, tienen hambre o se les quitan los oseznos, se vuelven muy peligrosos (Is. 11:7; Am. 5:19; 2 S. 17:8; Pr. 17:12; 28:15; Os. 13:8).
Incluso, en ocasiones, cuando están enfurecidos, pueden hacer numerosas víctimas y no precisamente para alimentarse de ellas, como ocurrió cerca de Bethel, lugar en el que dos osos salieron del bosque y despedazaron a cuarenta y dos muchachos que se burlaron de Eliseo (2 R. 2:23-24).
También en la visión de las cuatro bestias del libro de Daniel, el oso figura como un carnívoro devorador que simboliza el poder de Media y Persia (Dn. 7:5). Por último, el libro de Apocalipsis se refiere también a los pies del oso, como una de las características de la monstruosa bestia simbólica que subía del mar (Ap. 13:1-2). Las uñas de las patas delanteras de los osos constituyen sus armas más peligrosas con las que matan a sus víctimas.
Los osos presentan unas almohadillas en las patas que reducen notablemente la fricción al caminar. Son muy silenciosos. Esto les permite pasar desapercibidos y acercarse sigilosamente a sus presas.
La mayoría de las especies de osos del hemisferio norte hibernan en el invierno, es decir que pasan los meses fríos en un estado de sueño en el que la temperatura corporal baja y así también el ritmo cardíaco, lo que les permite pasar los tiempos difíciles en los que no hay alimentos, en un estado en el que gastan muy poca energía.
Durante la hibernación no se despiertan, no comen, no beben, ni defecan. Viven de las grasas que han acumulado durante la temporada cálida.
La famosa historia de David, el joven pastor que se atrevió a enfrentarse a Goliat, el enorme hombre de guerra filisteo, ha representado desde siempre la valentía y el arrojo fundamentados en la fe en Dios y en la confianza propia (1 S. 17).
Un modesto pastor de ovejas se muestra más valiente que todo el ejército israelita formado por hombres de guerra experimentados. Hasta cierto punto, era lógico que Saúl dudase que aquel joven desconocido pudiera vencer al gigantón filisteo. ¿Acaso no podría tratarse solo de arrogancia e inconsciencia adolescente?
No obstante, David insiste en su experiencia personal y afirma que de la misma manera que Dios le había librado de leones y osos, en varias ocasiones, también ahora le libraría de Goliat.
El joven pastor nunca permitía que cualquiera de estas fieras le arrebatara una oveja de su rebaño y era capaz de arriesgar su vida por salvarlas. ¡Qué clara imagen y tipo de Cristo, el buen pastor que dio su vida por sus ovejas!
[1] Tristram, H. B. 1883, The Natural History of the Bible, London, p. 49.
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