Nuestras experiencias más dolorosas, nuestros orígenes, todo ello son factores que nos influyen. Pero no tienen el lugar que se les ha dado en nuestra sociedad global materialista.
La pregunta que plantea la historia de Tonya Harding es la de si podemos, o no, sobreponernos a nuestras propias circunstancias, los marcos en los que nacemos, vivimos la niñez, conocemos la juventud y seguimos creciendo y desarrollando ese proceso al que llamamos ‘vida’, y que para muchos no resulta más que una involución, aunque no saben adonde.
Una historia, la de su vida temprana y su precipitada carrera como patinadora artística, que se ha convertido en morbo para muchos, y de la que solo unos pocos han conseguido extraer una reflexión que sea relevante para todos. Entre ellos está el director de cine australiano Craig Gillespie, con su película Yo, Tonya (2017). En realidad no es un biopic convencional porque Gillespie estructura su guión y el desarrollo de la trama a partir de fragmentos de entrevistas reales a la propia Harding, su madre LaVona, su primer marido Jeff Gillooly, un amigo de éste que decía ser su guardaespaldas y su entrenadora.
Lo que se plantea en Yo, Tonya no es tanto una historia narrada para espectadores, sino un esfuerzo mayor, que no se limita a la cuestión de la empatía, sino que trata de generar el pensamiento de unas circunstancias personales reflejadas en los hechos que le ocurren a otra persona. A diferencia de la película producida para televisión Tonya and Nancy: The Inside Story (1994), donde el efecto de la representación acaba afectando el mensaje, el realismo de la cinta de Gillespie lo golpea fácilmente a uno y le lleva a reconocer cuándo es la impulsiva Tonya, y cuándo la amargada madre, o en que momento es como el maltratador Jeff o el conspiranoico de su amigo.
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[photo_footer]Margot Robbie interpreta a Tonya Harding en la película de Gillespie / Fotograma de la película.[/photo_footer]
Hay tres elementos con los que la Tonya Harding que interpreta Margot Robbie, en uno de los papeles por los que probablemente será recordada su carrera cinematográfica, convierte su historia en un alegato universal: el origen, la conciencia de clase y el estatus socioeconómico. “Nunca me disculparía por crecer pobre o ser campesina. Que es lo que soy. En un deporte donde unos malditos jueces quieren que seas una versión anticuada de lo que se supone que es ser una mujer”, dice Harding en uno de los fragmentos del guión.
Ella representa una especie de colisión entre dos mundos. El del don innato y el del interés estético, el de la capacidad sometida a la superficialidad, el acento rural de Oregón en mallas de colorines y con flecos de brillantes. Como dice el personaje de Diane Rawlinson, su entrenadora, en un momento de la película: “Las personas amaban a Tonya, o la detestaban, así como las personas aman Estados Unidos o lo detestan”.
Eso es algo que la película transmite bien. La idea de que, al final, la realidad de provenir de una familia de clase media baja, rota desde la niñez, con un padre que se fue de casa dejando a una madre despótica que trabaja como camarera en uno de esos bares de carretera estadounidenses para pagar unas clases de patinaje inaccesibles, acaba pesando más que el hecho de ser la primera mujer en lograr hacer el movimiento triple axel.
Parece como si la relación de actos y consecuencias fuese un realidad inmanente en la vida de la desdichada y ambiciosa Tonya. Una espiral en bucle, como la imagen de Pedro siendo ‘zarandeado como trigo’ antes de la caída, y que conduce a la lesión de Nancy Kerrigan, lo que para algunos ha sido uno de los mayores escándalos de la historia deportiva de Estados Unidos.
En 1994, Kerrigan, competidora de Harding y a la vez compañera en el equipo olímpico, fue atacada por un individuo sin identificar. Lo que le provocó una lesión que la obligó a retirarse del campeonato nacional, que acabó ganando Tonya. Semanas después, el entonces marido de Harding, Jeff Gillooly, aceptó declararse culpable junto tres personas más. Sin embargo, Harding acabó salpicada y asumiendo la culpabilidad de conspirar para obstaculizar el juicio contra los atacantes. En 2008, la ex-patinadora aseguró en su autobiografía, The Tonya Tapes, que quiso contactar al FBI pero que no lo hizo después de que Gillooly la amenazase de muerte y fuese violada en grupo por él y por otros hombres. Una acusación que Gillooly ha desmentido.
“La violencia era lo único que yo conocía, de todas formas”, dice el personaje de Tonya al final de la película de Gillespie, después de introducirse en el mundo del boxeo femenino tras ser excluida del patinaje. “Quieren alguien a quien amar y alguien a quien odiar. Y los que me odian siempre dice: ‘Tonya, di la verdad’. Pero no existe tal verdad. La vida solo hace lo que quiere”.
[photo_footer]LaVona Harding, la madre de Tonya, es interpretada por Allison Janney en un papel que le valió el Oscar a la Mejor actriz secundaria. / Fotograma de la película.[/photo_footer]
Somos excluyentes y aislacionistas. Hay una predisposición generalizada en cada uno para crearse una idea propia de la realidad y retroalimentarse con ella misma. Por eso, en un mundo de patines bañados en tinte de oro y abrigos de bisonte, parecía no haber lugar para alguien como Harding, igual que tampoco lo había para Kerrigan en el de la rivalidad feroz alimentada por una madre violenta como era el de Tonya.
En 2017, el músico Sufjan Stevens publicó una canción que envió a los productores de Yo, Tonya para que la utilizasen, los cuales acabaron descartándola. En ella canta a una Tonya Harding a la que trata de estrella en un mundo “frío”, y de la que “solo Dios sabe lo que es”. “Solo un poco de basura blanca de Portland, confrontaste tu dolor como si no hubiese mañana, mientras el resto del mundo solo reía”, dice otra estrofa de la canción.
En el evangelio, Jesús le muestra a Pedro que él no es trigo zarandeado, a pesar de que las circunstancias quizá sí lo requiriesen y, luego, su caída lo confirmase para la ocasión. Nuestras experiencias más dolorosas, nuestros orígenes, nuestra clase, todo ello son factores que nos influyen y que pueden llegar a modelarnos de forma evidente. Pero no tienen el lugar que se les ha dado en nuestra sociedad global materialista, de definir la totalidad de nuestro ser y de lo que somos.
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El apóstol Pablo hablaba de un gozo que permanece en medio de debilidades y de flaquezas (2 Corintios 12:10), precisamente porque no está sujeto a nuestros esfuerzos y ambiciones, a la superación de nuestros sufrimientos, para seguir permaneciendo. Porque todos sufrimos, y todos flaqueamos ante las muestras de que esa concepción de la realidad que nos hemos hecho tiene grietas. Entonces, la hoja del patín está suspendida en el aire y reluce ante la atención de todos. Y al caer de nuevo al hielo, puede que se tuerza. Y si aguanta, ¿cómo saber que no se torcerá más adelante? A quienes podemos ser zarandeados como trigo en cualquier momento nos es necesaria una voz, la voz del que solo puede decirnos que no ha dejado de trabajar para que creamos que, en realidad, no lo somos (“...para que tu fe no falte...”).
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