Es indudable que cada especie del planeta es portadora de una belleza especial.
Y creó Dios los grandes monstruos marinos,
y todo ser viviente que se mueve,
que las aguas produjeron según su género,
y toda ave alada según su especie.
Y vio Dios que era bueno. (Gn. 1:21)
El término hebreo, hattannînim, הַתַּנִּינִ֖ם, traducido por “monstruos marinos” en algunas versiones bíblicas, aparece varias veces en el Antiguo Testamento (Gn. 1:21; Job 7:12 y Sal. 148:7).
Probablemente se refiere a los grandes animales que habitan en los mares, tales como ballenas, cachalotes, tiburones, u orcas. Es cierto que las misteriosas profundidades oceánicas han excitado desde siempre la imaginación humana y que la creencia en monstruos marinos enormes y terroríficos ha sido algo común en los diversos pueblos marineros.
Sin embargo, lo cierto es que todavía hoy los océanos están habitados por criaturas reales que perfectamente podrían entrar en la categoría de monstruos del mar.
Desde los calamares enormes del género Architeuthis, de más de 500 kg de peso y 18 metros de longitud, a los pulpos gigantes del Pacífico Norte (Enteroctopus dofleini) con sus casi 300 kg y 9 metros de largo, pasando por los peces sable de las profundidades (Regalecus glesne), algunos de los cuales alcanzan los 17 metros. Todavía hoy existen seres acuáticos sorprendentes, no sólo por su tamaño sino también por sus características extraordinarias.
Asimismo, la paleontología ha descubierto enormes monstruos marinos que vivieron en el pasado, antes de la extinción de los dinosaurios, que vienen a corroborar la existencia de un antiguo y exuberante ecosistema marino.
Por ejemplo, hubo reptiles acuáticos de hasta 15 toneladas de peso, como los elasmosaurios del género Aristonectes que surcaron los mares del Cretácico y cuyos fósiles se han hallado en la Antártida;[1] o el propio Elasmosaurus encontrado en estratos de Japón y en Texas, con sus 14 metros de largo y su cuello largo y flexible formado por más de 70 vértebras.
Otros reptiles marinos de aspecto monstruoso fueron los ictiosaurios como el Shonisaurus, de finales del Triásico, con aspecto general de delfín pero de 15 metros de longitud;[2] o reptiles escamosos como los Plotosaurus; ballenas enormes de 25 metros como Basilosaurus de finales del Eoceno y, en fin, peces teleósteos voraces, con aspecto general de sardina pero de hasta seis metros, como los del género Xiphactinus, que bien podrían haber pasado por auténticos monstruos de los mares.
Llamar “monstruos” no solo por su tamaño sino con ánimo peyorativo a tales especies biológicas, perfectamente adaptadas a su medio ambiente, no parece del todo justificado.
Si se las estudia bien, se descubre que cada una de sus partes sugiere estar diseñada para realizar funciones precisas y necesarias a su subsistencia.
Hay inteligencia detrás de cualquier animal que se escudriñe y, aunque desde la perspectiva humana no podamos entender quizás su razón de ser o por qué funciona o funcionaba como lo hacía, es indudable que cada especie del planeta es portadora de una belleza especial.
Aunque también hay violencia en la naturaleza, no se puede negar que en general los animales y las plantas llenan el mundo de hermosura. Aquello que hacen o producen, se recicla continuamente y añade mayor atractivo al mundo natural.
En cambio, no siempre se puede decir lo mismo de los seres humanos. Es verdad que la humanidad ha alcanzado grandes logros, pero también ha estropeado la Tierra, extinguido especies biológicas y generado montañas de residuos o fealdad.
Por lo tanto, es lógico que algunos se pregunten acerca de quiénes son los verdaderos monstruos de este mundo.
[2] Dixon, D. et al., 1991, Enciclopedia de Dinosaurios y Animales prehistóricos, Plaza & Janes, Barcelona, p. 80.
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