Revelación

Aquel estudio dominical se centró en la parábola del fariseo y el publicano.

El publicano rogaba en el templo “sé propicio a mí pecador”, y el fariseo sacaba ventaja del publicano “no soy como ese”. Éste descendió a casa justificado antes que aquel.

― ¿Alguien se ha identificado con el fariseo? ―preguntó el pastor al auditorio

Nadie levantó la mano.

― ¿Alguien está de acuerdo con la actitud del publicano? ―volvió a preguntar.

Todos alzaron la mano.

―Perdonadme que os diga pero no os creo. Esta parábola tiene trampa, porque hace que todos estemos de acuerdo en justificar al publicano, pero no nos damos cuenta que nuestro pensamiento más íntimo puede ser el del fariseo, y es inconsciente, no lo llegamos a ver ni verbalizar. El publicano se sincera, el fariseo se engaña a sí mismo. ¿Quiere alguien sincerarse en esta mañana?

Así concluyó el sermón aquel domingo. Al despedir a los fieles en la puerta de la iglesia, el pastor advirtió que un querido hermano salía con los ojos enrojecidos.

― ¿Qué te pasa Agustín? ―preguntó el pastor.

― Gracias por no creerme, ahora comprendo al publicano, mi vida es de suficiencia y soberbia.

― ¿Quieres que te acompañe a casa?

Agustín accedió y por el camino el pastor aún fue más explícito. Y esta vez no le leyó la Biblia, leyó el Tao: “Conocer al otro es sabiduría, conocerse a sí mismo es revelación”.

―Considérate agraciado por esta revelación Agustín, porque esto no sucede todos los días.