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Protestante Digital

 
 

Lazos de oro, de Elina Delwyn

Allí sentados, intranquilos, los dos niños esperaban a que se desarrollaran los acontecimientos. De vez en cuando, uno de los cristales superiores de la ventana temblaba y chirriaba con el viento que lo empujaba con fuerza.

FRAGMENTOS 20 DE AGOSTO DE 2020 18:00 h
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “Lazos de oro”, de Elina Delwyn (Editorial Peregrino, 2020). Puede saber más sobre el libro aquí.



Era una mañana fría y oscura, y unos nubarrones se acercaban amenazantes sobre un pueblo rural de Gales. El viento empujaba los árboles, haciendo que sus largas ramas se doblaran sobre los tejados. Las verjas traqueteaban sin control y por mitad de la calle rodaban algunas tapaderas de cubos de basura de metal. Era una tormenta tremenda, menos mal que casi todo el mundo se había refugiado en el interior de las casas.



En una casa modesta en la parte alta de la calle vivían dos niños, Carwyn y Owen, quienes en este día de tormenta estaban sentados en silencio, pensativos, esperando en su dormitorio. No era una habitación muy sofisticada. Había dos camas con cabeceros de madera; una cómoda con cajones y un espejo grande encima; una mesa y una silla en el rincón, y una estantería en la que se amontonaban una fila desordenada de libros y algunos coloridos trenes de madera. En esa época, la televisión todavía era una novedad y la gente aún disfrutaba de escuchar la radio, leer, montar en bicicleta y estar al aire libre; y normalmente, en días de lluvia, la mayoría de los niños estarían absortos en un libro o jugando a juegos de mesa. Sin embargo, lamentablemente, hoy no era uno de esos días normales.



Allí sentados, intranquilos, los dos niños esperaban a que se desarrollaran los acontecimientos. De vez en cuando, uno de los cristales superiores de la ventana temblaba y chirriaba con el viento que lo empujaba con fuerza y, en ocasiones, se oían fuertes golpes de una rama de un árbol que se balanceaba y chocaba contra el marco.



—¿Crees que se va a romper? —Preguntó Owen, con indiferencia.



—No; creo que no —dijo Carwyn, también distraído.



—Nunca he visto llover así —dijo Owen después de que la rama golpeara con fuerza varias veces más.



El sonido del viento enfurecido, que rugía ferozmente, puso un abrupto final a su tediosa conversación. Y aun así, por inquietante y desconcertante que fuera esa tormenta, a ambos les preocupaba más la que se gestaba en su interior.



Ambos se habían puesto muy elegantes. Owen llevaba sus mejores pantalones, una camisa blanca y una chaqueta marrón oscura. Llevaba el pelo bien peinado, con una raya pronunciada en el lado derecho. Pero tenía la cara sucia y los ojos hinchados, rojos y doloridos. Su habitual sonrisa alegre se había tornado en un ceño fruncido.



Carwyn también llevaba su mejor ropa; unos pantalones marrón oscuro, una camisa azul y una chaqueta negra. Tenía una oscura mata de rizos y, aunque su cara no estaba sucia, también tenía los ojos rojos y las mejillas muy pálidas. Así que, a pesar de estar muy bien vestidos, a los dos se les veía terriblemente tristes, y mientras miraba las gotas de lluvia deslizarse por la ventana, las lágrimas de Owen volvieron a derramarse.



—No llores más —le dijo Carwyn con cariño—. Tenemos que ser valientes hoy. Todo el mundo nos va a estar mirando.



—¡Me da igual que me vean llorar! —soltó Owen abruptamente—. No… no puedo evitarlo… y no quiero marcharme de esta casa e irme con un tío al que ni siquiera conocemos… ¡No quiero irme de aquí! ¿Por qué nos tenemos que marchar? ¿Por qué Papá se tuvo que…



Dejó la frase sin terminar. No podía decir esa espantosa palabra que siempre sonaba tan terrible y tan definitiva.



—Él no… —Carwyn hizo una pausa y respiró profundamente—. Papá no murió a propósito. Fue un accidente. Él nunca quiso dejarnos así, Owen. Y ahora la tita Violet dice nuestro tío es muy rico. . . y tiene una casa muy grande donde podemos hacer cosas nuevas; cosas que nunca podríamos hacer aquí con ella. Ella cree que seremos muy felices cuando lleguemos a conocerlo.



 Carwyn intentaba sonar positivo, pero a él también le costaba afrontar todo lo que había ocurrido durante los últimos días. Hacía tan solo una semana todo era absolutamente diferente, pensó. Recordaba cuando salió con su padre a buscar pinceles y pintura para terminar el caballito de juguete que habían tallado con esmero de un bloque de madera. Recordaba el entusiasmo de su padre y sus tiernas palabras de ánimo: «Va a ser muy especial cuando esté terminado. Iremos a por botes pequeños de pintura de varios colores, y después le daremos una última capa de barniz. Será una pieza excelente cuando esté terminada, ya lo verás, Carwyn». Eso fue lo que dijo. Pero ya su padre no estaba, y el caballito había quedado allí a medio pintar, esperando el toque final de una mano experta.



Frustrado, caminó hacia la ventana. El viento estaba amainando un poco, permitiendo que los árboles se enderezaran.



—Carwyn… Owen… ¿estáis preparados? —les llamó la tía Violet. Entró en la habitación con prisa y se dirigió directamente hacia Carwyn. Tomando con suavidad su cabeza entre sus manos, forzó una sonrisa y, mirándole de arriba abajo le dio su aprobación.



—Estás bien así.



Entonces se giró hacia Owen. Con una mano, se secó discretamente una lágrima que se le escapaba del ojo derecho y, con la otra, le tomó de la mano y tiró con cuidado de él para ayudarle a ponerse de pie.



 —Vaya, qué guapo estás, jovencito.



Al verle las mejillas sucias, cogió un pañuelo de su elegante bolso negro y, sin decir nada, le limpió la cara llena lágrimas. Sabía que no había palabras que pudieran hacerle sentir mejor, y cuando terminó de limpiarle la cara, lo abrazó con fuerza entre sus tensos brazos. Y, por extraño que pudiera parecer, su tierno abrazo pareció estrecharle en lo más hondo de su dolor. Finalmente lo soltó con dulzura y le arregló el pelo con las puntas de los dedos. Intentando mantener la voz firme, miró por la ventana.



—Al menos no llueve tanto como antes —dijo suavemente. Entonces se acercó al espejo, comprobó que su sobrio gorro ovalado no estuviera torcido, se estiró la falda que le llegaba a la rodilla, e intentó relajar la tensa expresión de su cara. Cerró los ojos, aún de cara al espejo, y suspiró:



—Va a ir todo bien.



Entonces se giró hacia los rostros inexpresivos de los niños y añadió:



—Vamos, es la hora. Está todo preparado.



Llamó a los chicos con un breve movimiento de la cabeza; estrechó firmemente el hombro de Carwyn y le indicó con un gesto que fuera él delante; mientras, Owen la tomó de la mano y fueron juntos detrás.



Había mucha gente en el salón. Cuando se giraron para mirar a los chicos, todos se quedaron en silencio. Se levantaron a una y, colocándose en fila, les dieron un apretón de manos a los niños, antes de llenar la estrecha entrada que daba a la puerta. Algunos susurraban con suavidad: «si puedo ayudar en algo, por favor venid a verme»; y otros decían: «lo siento mucho»; pero otros no decían nada. Y para dos niños de siete y diez años, todo parecía muy extraño e irreal.



Cuando todos se hubieron marchado, la tía Violet cerró la puerta, para después llevarles a un solemne coche negro que habían alquilado para ese día. El conductor llevaba un traje negro, un sombrero negro cuadrado y guantes negros. De pie, serio e imponente, les sostuvo la puerta abierta para que se sentaran en la parte de atrás. La tía Violet se sentó entre los niños, tomando a ambos con fuerza de la mano. Para intentar bajar la tensión, charló de forma desenfadada sobre nada en particular y, aunque Owen no seguía el hilo de todo lo que iba diciendo, se alegraba mucho de que estuviera junto a él.



Delante iba otro vehículo, el coche fúnebre, donde reposaba el sencillo ataúd de su padre, cerrado y con una corona de claveles blancos encima. Detrás de ellos iban algunos coches más que llevaban a las personas mayores a la iglesia, mientras la mayoría recorría el corto trayecto a pie. Eso no fue un inconveniente, la gente estaba acostumbrada a caminar bajo la lluvia, y la iglesia estaba solo al final de la calle.



El chófer condujo muy lentamente, y para cuando llegaron, casi toda la gente estaba ya sentada en silencio en los bancos. Frenó detrás del coche fúnebre y los niños vieron como seis hombres cargaban el ataúd sobre los hombros. Tres hombres a cada lado caminaron con paso lento y firme hasta finalmente dejar a su padre sobre una larga mesa frente al púlpito. Y mientras el órgano tocaba un himno alentador, los niños y su tía les seguían. Todavía la agarraba fuertemente de las manos.



El ministro de la iglesia, que era muy amigo de la familia, empezó a compartir algunos momentos que había vivido junto a su padre a lo largo de los años. Recordó el día de su boda y lo emocionado que estaba Thomas, su padre, de tener a Agnes, su madre, junto a él.



—No recuerdo haber visto a una pareja tan feliz… los dos resplandecían de emoción durante toda la ceremonia —dijo con una risa—. Sin duda, esos dos estaban hechos el uno para el otro.



También habló de lo duramente que había trabajado para ayudar a construir la capilla y lo dispuesto que había estado siempre a ayudar a quien lo necesitara.



—Siempre era de los primeros en echar una mano. Nada era demasiada molestia para él. Se podía contar con él, era un hombre de palabra. Un buen amigo y un buen vecino—el pastor sonrió aunque con seriedad.



Los niños escuchaban con cierta distancia, y al mirar la caja de madera, lo único que Carwyn pudo hacer fue desear que su padre no hubiera ido a trabajar aquel terrible día.



Sabía que se habría levantado a las cinco de la mañana para preparase para ir al trabajo. En la penumbra, se habría puesto la ropa y se habría preparado una taza de té caliente con tostadas y huevos revueltos antes de disponerse a leer un ratito. Su asiento preferido estaba al lado de la ventana, con vistas al jardín, y Carwyn sabía que esos momentos de reflexión al comienzo del nuevo día eran una parte vital de la rutina de su padre. Más tarde, después de lavar la taza y el plato, se habría preparado la comida para llevar y habría salido en su vieja bicicleta hacia la mina. En otra época, su madre, le habría preparado el bocadillo y le habría dado un beso antes de marchar. Pero eso no había ocurrido desde hacía siete años. La tía Violet les había contado que después de nacer Owen, la salud de su madre se había deteriorado. Y antes de que este cumpliera un año, ella había muerto. Carwyn recordaba llorar y llamarla por las noches, pero claro, ella nunca volvió. La tía Violet respondía en su lugar.



 Se giró para mirar a su tía, sentada muy recta entre él y su hermano, y reconoció lo especial que era, y cuánto la quería. Y aunque hoy se la veía tan elegante con su traje de tweed oscuro, sabía que estaba destrozada por dentro, esforzándose en poner buena cara. El accidente de su padre había sido un golpe horrible para todos ellos.



 Cambiando de postura en el incómodo banco de madera, se volvió para seguir escuchando lo que decía el pastor.



 —Todos sabemos que Thomas era un buen trabajador y que siempre se esforzaba al máximo en la mina.



 En ese momento, por alguna razón, se le vino a la mente una imagen de la bicicleta de su padre. Era vieja, pero su padre siempre había dedicado tiempo a mantenerla a punto; la bici le permitía recorrer la caminata de cuarenta minutos en la mitad de tiempo. Y con su bufanda y guantes hechos a mano —entrañables recuerdos de la ternura y cuidado de su madre— partía con buen ánimo en esas mañanas heladas.



 Al imaginarse a su padre llegar al trabajo alrededor del amanecer, Carwyn se preguntó si habría visto algo de luz del sol ese día. A su padre siempre le había encantado salir al sol. Normalmente jugaban al fútbol los sábados por la tarde. Su padre tenía movimientos muy buenos y hacía pases muy hábiles; pero no podía jugar mucho tiempo porque empezaba a toser y a quedarse sin aliento. A menudo decía: «Eso es lo que te hace trabajar en esa horrible mina, hijo mío —solía decir—. Si tienes oportunidad de trabajar en cualquier otra cosa, ¡aprovéchala! Cualquier cosa es mejor que este trabajo. Este trabajo te hace viejo antes de tiempo». Y Carwyn sabía que, a los cuarenta y dos años, su padre se sentía viejo y agotado.



 Para entonces, el pastor había dejado de hablar, y varios hombres se turnaban para compartir algunas palabras acerca de su amigo que había partido. El Sr. Ben Hughes habló de cómo su padre cantaba lo más alto que podía cuando estaba harto en el trabajo. Esto traía una sonrisa sincera a muchas de las caras tristes.



 —No tenía la mejor voz del mundo, pero cantaba con tal pasión que siempre me hacía sentir mejor —dijo con añoranza.



Después fue el Sr. Jack Morgan, a quien los niños conocían como «El Jack». Con una expresión bastante sombría, compartió lo que ocurrió la última tarde en la mina.



—Estuvimos charlando acerca de los chicos mientras nos comíamos el bocadillo. Estaba muy orgulloso de vosotros dos —dijo, mirando hacia Carwyn y Owen—. Siempre os tenía en mente, y deseaba que disfrutarais el colegio y que os fueran bien los estudios. En fin, después de comer trabajamos como de costumbre, y el día estaba a punto de terminar, cuando sucedió el accidente.



Su voz se debilitó. Se despejó la garganta y siguió a duras penas.



—Una de las vagonetas se soltó y se deslizó raíl abajo… y antes de pudiéramos quitarnos del medio… era… era demasiado tarde —hizo una pausa—. Yo estuve con él hasta el final.



Volvió a mirar fijamente a Carwyn y a Owen.



—Habló de vosotros dos. Quería que supierais que él siempre quiso lo mejor para vosotros. Os quería muchísimo.



Intentó forzar una sonrisa, pero no pudo; incapaz de añadir nada más, volvió lentamente a su asiento.



Después de cantar uno de los himnos favoritos de su padre, terminó el culto. Ya solo quedaba dar el último adiós en el cementerio.



Dejó de llover, y la pequeña congregación miró a los niños echar un clavel blanco sobre el ataúd mientras lo bajaban a la tierra. Y entonces, inesperadamente, cuando estaban a punto de irse, el sol se asomó sobre una oscura nube y brindó algo de brillo sobre aquel panorama sombrío.



Al sentir ese repentino resplandor de luz en la cara, los niños no pudieron evitar mirar al cielo. Cálidos y centelleantes, los rayos calmaron sus mejillas húmedas, acariciándolas con un tierno beso de esperanza. Y les hizo bien, como el inesperado susurro de un secreto feliz que despeja la tristeza.



Pronto estaban de vuelta en casa, donde la gente, sentada en el salón, comía tarta y bebía té. Owen se quedó pegado a su tía, mientras que Carwyn se sentó en el sillón preferido de su padre, casi como si estuviera guardándole el sitio.



Echó un vistazo a la habitación, y era como si pudiera ver la sombra de su padre, y mientras imaginaba cómo hablaría y cómo se reiría, una nueva ola de dolor brotó en su interior. Al pensar que su padre no iba a volver nunca a casa, de pronto se sintió absolutamente solo. Le sobrecogieron unas punzadas de temor durante varios largos segundos. Entonces, desconcertado por una mezcla de emociones confusas que hervían en su mente, se sintió repentinamente muy irritable e interrogador. «¡Cómo podían estas personas estar llenándose de sándwiches y tarta en un momento como este!», pensó, y simplemente mirar la comida le enfadaba.



—¡Carwyn! —le llamó la tía Violet—. Carwyn, ven por favor. Me gustaría que conocieras a alguien.



Carwyn se levantó despacio, cruzando el salón hasta llegar hasta donde su tía y Owen estaban de pie junto a un caballero de pelo blanco.



—Carwyn, cariño, este es tu tío Peter. Está deseando conocerte —dijo tiernamente con los ojos llorosos—. Tiene todo preparado para vosotros. Estoy segura de que os acostumbraréis a vuestro nuevo hogar enseguida.


 

 


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