Unamuno vivió obsesionado por el pensamiento de la muerte y por el sentido sin sentido de la vida.
El segundo tomo de las obras completas de Unamuno, de Editorial Escelicer, está dedicado a su proyección novelística. Después de Paz en la guerra y Amor y pedagogía el índice del tomo señala El espejo de la muerte y, entre paréntesis, la indicación (novelas cortas).
Aún cuando incluyo esta obra en mis comentarios a todas las novelas de Unamuno he de decir que Espejo de la muerte no es exactamente una novela. Es una colección de 25 cuentos, de los cuales 12 fueron publicados en periódicos de Madrid, tres en Bilbao, dos en Buenos Aires y ocho están sin datar.
Unamuno practicaba el cuento. En De estos y aquellos dice: “No pocos cuentos son novelas abortadas, con lo que a menudo ganan, pero otras veces pierden, y así un cuento que no sea más que un núcleo de novela, como cuento es imperfecto, como es imperfecta la novela que no sea más que estiramiento de un cuento”. Eleanor Krane Paneker dice en Los cuentos de Unamuno que el gran vasco escribió a lo largo de su vida 84 cuentos.
Dos temas obsesionaban a Unamuno según sus más autorizados biógrafos: la religión y la muerte. De los 25 cuentos incluidos en El espejo de la muerte, 16 rozan estos temas.
Matilde, quien abre las páginas de El espejo de la muerte, se quejaba a la madre por falta de pretendientes: “¡Cómo estaré, madre, cómo estaré que ni por compasión, me han retozado los mozos. Se pasó la noche llorando. Y la Virgen de la Fresnada, madre de compasiones, oyendo los ruegos de Matilde a los tres meses de la fiesta se la llevaba a que la retozasen los ángeles”.
Ramón Nonato se pegó un tiro. Antes de darse así la muerte había pagado su última deuda. No faltó quien dijera: “Le ha suicidado su difunto padre”.
El viejo de Cruce de caminos, cuidado por su nieta María, muere casi en los brazos de ella. Así lo cuenta Unamuno: “Murióse aquella tarde el pobre anciano, el caminante que alargó sus días; la niña, con los dedos que cogían flores del campo le cerró ambos los ojos, guardadores de ensueño de otro mundo… Y el viejo fue a la tierra; a beber bajo de ella sus recuerdos”.
En El amor que asalta, el matrimonio compuesto por Anastasio y Eleuteria se encierra en el sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. De no dar señales algunas de vida el fondista forzó la puerta. “Encontráronle en el lecho, juntos, desnudos y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón.
–¿Pero los dos?, exclamó el fondista.
–Los dos, contestó el médico.
–¡Entonces eso es contagioso!, y se llevó la mano al lado izquierdo del corazón”.
Triste fue el final de Bonifacio: “Golpe aquí, golpe allí, se fue redondeando, se casó, tuvo hijos, y cuando fue padre halló la originalidad tan buscada que, con ser tan común, eres la más rara. Sus últimas palabras fueron: Conque ¡adiós, hijos míos!”.
Celestino el tonto oye decir que su amigo Pepe había muerto como un pajarito. Se fue a la Iglesia, se arrodilló ante un Cristo, y después de persignarse varias veces, repetía: “¿Quién lo ha matado? Dime quién lo ha matado. Y recordando vagamente a la vista del Cristo que un día, allí sin quitarle ojo, había oído un sermón que aquel crucificado resucitaba muertos, exclamó:
–¡Resucítale! ¡Resucítale!”
La Beca es una historia triste. Agustinito era hijo de padres exigentes, egoístas, interesados sólo en que Agustinito consiguiera una beca, ganará unas oposiciones y les solucionara el diario vivir. Pero Agustinito muere del poco comer, del poco dormir, inclinado los codos frente a los libros. El médico, don José Antonio, explica así la muerte de Agustinito: “Un crimen más, un crimen más de los padres. ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal. ¡Mentira!, ¡mentira!, ¡mentira!”
La historia de Juan Manso la termina Unamuno con un punto de ironía, muy característico en él. Juan Manso era un bendito de Dios. Se murió, “que fue el único acto comprometedor que efectuó en su vida”. En las alturas no le querían. Ni en el cielo, ni en el infierno, ni en el purgatorio, ni en el limbo lo querían. Un día que vio al Señor paseando por el jardín del paraíso, le gritó:
“–¡Señor, Señor!, ¿no prometiste a los mansos vuestro reino?
–Sí, pero a los que embisten (alusión a los toros bravos) no a los embolados.
Y le volvió la espalda”.
En Una visita al viejo poeta Unamuno dialoga con un poeta imaginario sobre la fama, la vanidad, la superficialidad de la vida y de la gloria.
“–¿No le ha tentado la gloria?, pregunta el joven literato. Y el viejo poeta responde: ¿Qué gloria? ¡Ah sí, la gloria!
–¡Qué vida!, murmura el joven literato”.
Y el viejo poeta que lo oye saca de sus adentros la filosofía del pesimismo. En un largo párrafo pone en cuestión la vanidad de la fama y el sentido de la vida.
–“Ya se que ustedes disertan mucho acerca de la vida, y dicen que hay que amarla; pero la tienen de querida y no de esposa. ¡La vida! ¡En ella me he enterrado, muerto en vida en ella misma! ¡Hay que vivir! ¿Y para qué? Esto es, ¿para qué? ¿Para qué todo?, dígamelo, ¿para qué? ¿Para qué?”
Conociendo la obra de Unamuno está claro que el gran vasco habla de sí mismo a través del viejo poeta. En el último cuento de El espejo de la muerte, que titula Y va de cuento, insiste sobre el tema: “Aquí sería buena ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad de esta vida perecedera y la vanidad de sus dichas… Todo se acaba en este mundo miserable”.
Como dije al principio de estas letras, Unamuno vivió obsesionado por el pensamiento de la muerte y por el sentido sin sentido de la vida. “La fe en la inmortalidad es irracional”, dice en el capítulo sexto de El sentimiento trágico de la vida.
Y en el mismo libro, propone: “¡Ea! A vivir esta vida pasajera, que no hay otra”.
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