Pocos herederos contemporáneos del humanismo habrán prestado, quizá, tanta atención en concreto a la libertad religiosa y de conciencia como Stefan Zweig lo hace en Castellio contra Calvino: conciencia contra violencia. Aunque no sería justo disociar la sensibilidad del autor por recuperar uno de los principales conflictos internos del protestantismo, después de la Reforma, de su circunstancia personal. 

El libro apareció en 1936, justo cuando la Alemania nazi prohibió sus libros y tres años antes de que comenzase su periplo en el exilio que lo acabaría llevando a Brasil, donde se suicidó en 1942. Fruto de ese contexto, y recuperando también el tono que había ya manifestado antes con obras como la biografía de Erasmo de Rotterdam, Zweig retrocede en la historia de Europa, el mismo continente que en ese momento él ve amenazado por la exaltación de la violencia y la intolerancia de la ideología nacionalsocialista, para recuperar un episodio respecto al que conserva un impacto personal: la muerte en la hoguera de Miguel Servet.

Con una clara voluntad de establecer un punto de relación entre esa muestra de intolerancia ocurrida  hace cinco siglos, y el escenario de entreguerras en el momento en el que escribe, dice que “es necesario recordar una y otra vez al mundo que quienes construyen sus dominios sobre las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder”. Y para tratar de arrojar algo de luz en el lector acerca de los dos bandos que intenta diferenciar, el de los humanistas y el de los fanáticos, el de los libre pensadores y el de las personas de partido, el de los tolerantes y el de los intolerantes, Zweig reproduce la historia de la confrontación entre el reformador Juan Calvino y el también teólogo protestante reformado Sebastián Castellio.

Una cuestión de persecución

Que Zweig toma parte a favor de Castellio y se esfuerza por remarcar su animadversión respecto a Calvino, es algo visible desde la primera página del libro. Para Zweig, Calvino es “el dictador del protestantismo” o “el verdugo del espíritu”. Y lo dice después de repasar de forma detallada episodios como su llegada a Ginebra, su correspondencia con Servet y su papel en la definitiva ejecución del español, a quien, por cierto, dibuja como un errante quijote que encuentra deleite en vivir siempre contra la corriente. “En estos dos hombres”, dice de Castellio y Calvino, “se enfrentan en ese momento la Reforma liberal, que reclama la libertad de cada hombre en cuestiones religiosa, y la ortodoxa”. 

[destacate]Al final, la historia misma de nuestra existencia es la historia misma de la intolerancia.[/destacate]Sin embargo, el libro de Zweig no es un libro, aunque a veces quiera parecerlo, de discusión teológica ni de enfrentamiento doctrinal. El escritor se centra en aquello que para él, humanista e ilustrado, y para su momento, de un régimen nazi establecido y que avanza hacia su expansión territorial, es relevante recordar. Y eso, tiene que ver con la persecución de las ideas, de la conciencia, de la creencia religiosa. “Allí donde un Estado o un sistema reprimen violentamente la libertad de culto, para aquellos que no quieren someterse a la violación de su conciencia, solo existen tres caminos”, asegura. El primero, dice, es “combatir abiertamente el terror estatal y convertirse en mártir”. El segundo, “someterse en apariencia y camuflar la verdadera opinión”. Y el tercero, añade, “la emigración”, en alusión al destino de Castellio y a su propia partida de su Austria natal antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Zweig estructura su defensa de la libertad de conciencia recurriendo a muchas de las palabras que Castellio utiliza en su correspondencia indirecta, primero, y directa, después, con Calvino tras el asesinato de Servet, algunas de ellas tan célebres como: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Aunque también se aventura a expresar sus conclusiones propias: “¿Quién tiene derecho a juzgar las ideas de un hombre? ¿A equiparar sus convicciones internas y privadas con un delito común? No lo tiene el Estado, las autoridades. Del César depende, según la Biblia, únicamente lo que es del César”. 

La historia de la intolerancia

Al final, el de Zweig, es un libro que bien puede expresar un sentimiento común; el de la abrumante sensación que genera la visión y el testimonio de la intolerancia entre nuestra existencia. De hecho, retrocediendo en el tiempo hasta el episodio de Servet, Calvino y Castellio, mientras escribe desde una Alemania nazi que todavía no ha eclosionado ante el mundo entero, el autor relata la realidad de que, al final, la historia de nuestra existencia es la historia misma de la intolerancia. La de Caín matando a su hermano, la de los pueblos conquistados, la de la atroces guerras medievales, la de las dictaduras de principios de siglo y, también, la de nuestros días actuales en tantos sentidos.

La de Castellio preguntando a su adversario, después de que éste le acusase de ladrón y amigo de herejes: “¿Es que no ves, Calvino, lo terrible que es apelar al testimonio divino en unas acusaciones que han sido inspiradas exclusivamente por el odio y la rabia? Pero también yo invoco a Dios”.

¿Qué tendrán los tiempos que avanzan, con una apariencia irremediable de confrontación en confrontación, hacia desenlaces, en ocasiones, más intolerantes que los que les precedieron? Quizás Zweig se hizo una pregunta similar, abrumado por el régimen que, en tanto que judío, lo declaraba como infrahumano, pero también por el recuerdo de la historia y de episodios como el que narra en su libro. “Allí donde un hombre o un pueblo están poseídos por el fanatismo de una única ideología, nunca hay espacio para el entendimiento y la tolerancia”, señala. 

Quizá el escritor austríaco encontrase consuelo en la memoria de estas palabras de Castellio, o al menos en lo que representan: “Sé que quienes me acusan son grandes y poderosos, pero también Dios es poderoso, Él, que juzga sin hacer distinción entre unas personas y otras”. De hecho, también muestra que, al final, el recuerdo es importante para advertir las marcas de la intolerancia que siguen manifestándose en nuestro presente, y cómo la libertad religiosa, de conciencia, de espíritu, quizá una de las más hostigadas en el actual momento, son un elemento del que no podemos desprendernos sin que de ello dependa una parte fundamental de nuestra existencia. “Solo la idea de la libertad espiritual, idea de todas las ideas, que por ello no se rinde ante ninguna otra, resurge eternamente, porque es eterna como el espíritu”. Y, sin embargo, no dejamos de perseguirla.