Los hijos se incorporan a la familia como continuidad de una historia de amor que se inició entre sus padres antes de que formasen parte del proyecto familiar. Una historia de amor que los propios hijos enriquecen.
Un fragmento de “La familia, un lugar de sanidad y crecimiento”, de Josep Araguàs (Andamio editorial, 2013). Puede saber más sobre el libro aquí.
Aunque las parejas de nuestra generación afirman unirse por amor, lo cierto es que, con frecuencia, este amor es visto como algo que caduca, que siempre tiene un final o que no es eterno. Este encuadre sitúa a las parejas en una flagrante contradicción. Por una parte, la intensidad con que se inicia la relación y, por otra, su temporalidad. Esto último planea sobre la pareja siempre como un mal presagio. Las propias circunstancias de la vida o los cambios que las personas experimentan pueden llevar al desgaste de la relación.
Solo un amor comprometido entre los padres –ese amor que se esfuerza a llegar y a luchar hasta el final, concede una gran seguridad existencial y emocional a los hijos.
Sí deseo subrayar que el amor no solo no deja de crecer, sino que nunca deja de ser, y que es el mejor antídoto para cualquier tipo de decepción y crisis. El amor es el mejor cemento para unir las relaciones entre los miembros de una familia. Por supuesto, no estoy abogando por un amor casual o impulsivo, sino por un amor que trasciende los sentimientos, aunque los usa como vehículo de expresión, y que se basa en una decisión firme de seguir amando hasta el final, a pesar de los momentos de dificultad.
Los hijos se incorporan a la familia como continuidad de una historia de amor que se inició entre sus padres antes de que ellos mismos fueran concebidos o formasen parte del proyecto familiar; una historia de amor que los propios hijos enriquecen con su aportación y de la cual son al mismo tiempo beneficiarios.
Por lo tanto, no es cierto que la convivencia mate el amor o que el amor aparezca de vez en cuando en nuestras vidas, sino bien al contrario; el amor se nutre con el paso del tiempo, con la superación de las crisis y con la convergencia de nuestras historias en un mismo proyecto familiar.
Frente a un modelo familiar en el que las normas de entrada, mantenimiento y salida del vínculo se han "flexibilizado tanto, resulta imprescindible recuperar el sentido de compromiso profundo como ingrediente esencial del amor. De lo contrario, seguiremos dando lugar a uniones tremendamente frágiles y vulnerables.
Aunque hemos de reconocer que verbalizar el compromiso cuesta poco, y más en momentos en que nos encontramos especialmente emocionados, es bien cierto que el auténtico compromiso solo es evidente al final de nuestra vida. El compromiso habla de una actitud de constancia a lo largo de la vida, que se traduce en fidelidad, en sacrificio y en amor incondicional.
En términos familiares, el único compromiso que queda vigente hoy, casi de forma incuestionable, es el vínculo con los hijos, mayormente por parte de las madres, ya que el divorcio entre la pareja muchas veces implicará (por desgracia) un divorcio también de la paternidad.
La gran aportación de la fe cristiana en esta área deriva del concepto de pacto. No solo es un concepto jurídico o contractual entre dos partes que se avienen a un acuerdo, sino que nos habla de un compromiso vital y existencial ante Dios, que deriva en un compromiso entre las tres partes (Dios, padres e hijos).
De la misma forma que el matrimonio nos hace entrar en un pacto de indisolubilidad, la paternidad/maternidad nos lleva a otro pacto, por el cual nuestra vida queda ligada para siempre y de forma inamovible a la de nuestros hijos. Este pacto se expresa, no solo en darles bastante o mucho, sino en darnos a nosotros mismos en beneficio de ellos.
A través del pacto, Dios se convierte en el paradigma de esposo/esposa o padre/madre. Su forma de amarnos, de sostenernos a lo largo de la vida y de tratarnos a pesar de nuestras muchas limitaciones y errores es el poderoso modelo a seguir, a partir del cual construimos nuestra forma de actuar con los hijos.
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