Nació en la Picardía, esa marca tantas veces hollada por cascos de caballos invasores y que siempre vuelven a enderezarse como la hierba que, pisoteada, renace con nuevo vigor
Un fragmento de “Antología de Juan Calvino. Legado y transcendencia”, de Leopoldo Cervantes-Ortiz, ed. (Clie, 2019). Puede saber más sobre el libro aquí.
Lucien Febvre
Soy un historiador y vengo a hablarles de historia. Soy un hombre del siglo xx y vengo a hablarles de un hombre del xvi. ¿Es preciso decirlo? Temo que algunos de ustedes se pregunten: “¿A santo de qué? Calvino, el calvinismo, eso es agua pasada. Que, a lo sumo, interese a europeos de Europa, a franceses, a ginebrinos, bueno; ¿pero a nosotros, en São Paulo, en Brasil, trasplantados a este otro continente? Puede resultar agradable hojear una tarde de invierno un viejo álbum de fotografías familiares amarillentas. En cambio, hojear el álbum del vecino es aburrido. Incluso cuando, como ustedes, señores, se cuenta con una Reforma —pero hecha para ustedes, a su medida, de acuerdo con sus necesidades y su clima…”.(2)
“¿A santo de qué?”. Responderé brevemente. En todos nuestros pasos, en todas nuestras empresas, en todas nuestras conductas, ¿acaso no sentimos, acompañándonos, la presencia de cuantos hombres y cuantas mujeres nos han precedido? ¿Seremos por ventura como aquellos hongos de que habla Saint-Simon, que nacen de pronto una noche sobre una capa de estiércol, o bien los herederos de un esfuerzo infinito? No hijos de nuestras obras: hijos de las generaciones que pacientemente han ido acumulando las reservas de que gracias a ellas disponemos. ¿Nosotros, descendientes directos? Desde luego. ¿Nosotros, todos los hombres que pertenecemos a una misma cultura? También, sin duda alguna. No existen sólo los legados materiales. Hay bienes comunes a los que se da el nombre de moral: me refiero a la actitud ante la vida y ante la muerte. Y os pertenecen a los brasileños tanto como a nosotros los franceses.
Sigo respondiendo. Cuando uno se cansa de vivir, de malvivir, en las grandes ciudades superpobladas, opresivas, despiadadas, uno sube a las cumbres. Va a buscar el aire puro de las montañas —el aire sano de las almas grandes que lo han sacrificado todo, lo han dado todo, por ser hombres y por hacer más hombres. Va a vivificarse, a regenerarse en la proximidad de un héroe. Nosotros vamos a pasar unos instantes en compañía de Juan Calvino…
Y termino de responder. Estamos en São Paulo. Ustedes son brasileños. Y yo, un francés, vengo a hablarles de Calvino. De un francés. Pero también podría hablarles de Lutero, un alemán. Y de Zwinglio, el de Zúrich. Y de aquel alsaciano, Martín Bucero, que al final de su vida fue a predicar la Reforma a la Gran Bretaña y transmitió su legado a John Knox. Todos estos hombres, alineados, figuran en el “Muro de la Reforma” de Ginebra —el muro de los fundadores, el muro de los héroes. La diversidad misma de sus orígenes nos recuerda que la Reforma no ha sido, no es una obra pequeña, reducida a la escala de las naciones; que ha sido y es algo que sobrepasa las fronteras, cierta forma nueva de sentir y practicar el cristianismo, nacida poco a poco, en el Viejo Mundo, de una misma inquietud, de una misma insatisfacción básica; de tal modo que es ahí donde reside su grandeza: en la propia universalidad de su acción religiosa y moral.
Calvino, ese Calvino cuya repercusión fue universal, no por ello dejó de ser —lo decía hace un momento— un francés en toda la extensión de la palabra, un verdadero, un auténtico francés de pura sangre; tan francés como Lutero fue alemán o, por decirlo así, como Erasmo fue “hombre de todas partes”. Es francés Calvino por sus orígenes. Nació picardo, hijo de esa provincia fronteriza, la Picardía, de esa marca tantas veces hollada por cascos de caballos invasores y que siempre vuelven a enderezarse como la hierba que, pisoteada, renace con nuevo vigor.(3) Una raza de hombres difíciles de manejar, dispuestos siempre a la rebelión, a menudo herejes, hasta tal punto que, en la Edad Media, decir su nombre era decir “de la cáscara amarga”, en lo religioso y en lo social. Añado: en Picardía, Calvino, cuyo verdadero apellido era Cauvin (pues Calvin no es sino la retranscripción francesa del latín Calvinus que traducía Cauvin), era hijo de Noyon, típica ciudad pequeña del norte de Francia, de casas bajas, un poco tristes, dominadas por una catedral como tantas otras de nuestro país —o, más bien, como tantas que había antes: ¡han padecido tanto por las violencias y la incuria! Todavía durante la última guerra Noyon participó sobradamente de las desgracias que, una vez más, se abatieron sobre Francia —y la propia casa de Calvino desapareció en la tormenta.
Calvino nació a la sombra de esta catedral.(4) No es que los Cauvin fueran sedentarios, pequeños burgueses replegados sobre sí mismos. El abuelo era marinero fluvial: duro oficio de hombres fuertes, bien curtidos, acostumbrados a desplegar iniciativas y a cargar con responsabilidades —viajeros perpetuos que iban sobre el agua de ciudad en ciudad, cambiando de horizonte y palpando muchas costumbres ajenas. Los hijos salieron despiertos. Dos de ellos se fueron a París, donde abrieron talleres de cerrajería; cuando Calvino marchó a estudiar a la gran ciudad pudo visitar a sus tíos. El tercero, Gérard, siguió una profesión que, desde nuestros prejuicios, llamaríamos más noble. Se instaló en Noyon mismo como escribano. Un matrimonio bastante afortunado con una Lefranc, hija de un mesonero de Cambrai, le ayudó en sus primeros pasos. Comenzó a trabajar para los canónigos de la catedral y a ganarse una clientela de eclesiásticos considerables. Pero la dote de su esposa no incluía la suavidad de carácter. No pasó mucho tiempo antes de que Gérard se peleara con el capítulo, y con el tal éxito que murió excomulgado, no por motivos de orden religioso, sino por cuestiones de interés, de gestión y de relaciones cotidianas.
En una palabra, estos Cauvin eran gente de carácter entero, inflexible y que nunca daba su brazo a torcer cuando creía tener razón.
Heredero de una de esas familias populares que, entre los franceses, parecen haber ido ahorrando, acumulando las dotes, constituyendo en cierto modo moneda a moneda un fuerte capital humano para colocarlo entero, en su día, a cargo de uno de sus miembros, Calvino tenía todas las características esenciales de la idiosincrasia francesa. La sobriedad. La medida. Una lógica imperiosa y soberana. Un sentido crítico alerta y temible. Sobre todo, el don de saber elegir.
NOTAS
(1). Esta conferencia fue pronunciada en São Paulo, Brasil, en la Universidad Mackenzie, bajo los auspicios del Instituto de Cultura Religiosa (septiembre de 1949). No se escribió. Se publicó, tomada taquigráficamente y traducida al portugués en la Revista de Historia de São Paulo, vol. 5, no. 12, octubre-diciembre de 1952, pp. 254-267. La he reconstruido.
(2). Sobre el protestantismo brasileño, ver los notables estudios de E. G. Léonard: L´Illuminisme dans un protestantisme de constitution récente, París, P.U.F., 1953, in-8.°, y, anteriormente, “L´Eglise presbytérienne du Brasil et ses expériences ecclésiastiques”, (en Études évangéliques, publicados por la Faculté libre de théologie protestante, Aix-en-Provence, 1949, in-8.°).
(3). Michelet, en su Tableau de la France, destaca el carácter peculiar y el papel de las provincias periféricas. “Las extremidades son opulentas, fuertes, heroicas, pero a menudo tienen intereses diferentes del interés nacional.” Mezclan a lo francés algo de lo extranjero, de modo que tenemos, frente a Alemania, una Francia alemana; frente a España, una Francia española; frente a Italia, una Francia italiana… Opiniones rápidas, discutibles, pero que no hay que olvidar.
(4). Sobre todos estos comienzos de Calvino, cf. el libro ya antiguo, pero clásico, de Abel Lefranc, Le jeunesse de Calvin, 1888. Cf. también las “Recherches sur la formation intellectuelle de Calvin” de Jacques Renouard, en Cahiers de la revue d´histoire et de philosophie religieuse, núm. 24, Estrasburgo, 1931.
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