Pocas veces ante las Sagradas Escrituras somos capaces de percibir cómo el golpe mortal de la inspiración sagrada coincide con el de la inspiración poética de grandes dimensiones.
Señor, a lo largo de todas las generaciones,
¡tú has sido nuestro hogar!
Antes de que nacieran las montañas,
antes de que dieras vida a la tierra y al mundo,
desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios.
Salmo 90.1-2, Nueva Traducción Viviente
I
Cuando a la grandeza y profundidad espirituales las acompaña la belleza en la expresión, estamos delante de un portento religioso, estético y afectivo. Entre tantos ejemplos, es el caso del Salmo 90, porque pocas veces ante las Sagradas Escrituras somos capaces de percibir cómo el golpe mortal de la inspiración sagrada coincide con el de la inspiración poética de grandes dimensiones. El recientemente fallecido crítico literario judío estadunidense Harold Bloom (nacido en 1930) se encargó de subrayar durante toda su labor la enormidad de las intuiciones religiosas y humanas de la Biblia Hebrea. Para ello, interrogó hondamente las intenciones de los escritores y encontró que su efectividad literaria, aunada a la intensidad de su reflexión teológica, es la causa de la sobrevivencia de estos monumentos a la fe y a la poesía: “Toda poderosa originalidad literaria se convierte en canónica”.[1] Walter Brueggemann sugiere “que se lea el salmo como si Moisés estuviera ahora en Pisgá (Dt 34). Ha llegado hasta el final. De pie mira la tierra prometida a la que se ha encaminado toda su vida. Ahora cae en la cuenta de que no entrará allí. Abraza esa dolorosa realidad de que su pretensión de toda la vida de fidelidad se parará en seco en su disfrute. Se somete a esa realidad que viene de Dios, pero eso no detiene su anhelo”.[2]
Este salmo indaga luminosamente en los abismos del tiempo guiado por el faro de la eternidad divina que, a duras penas, podemos concebir como una realidad medianamente comprensible. Desde sus primeras palabras somos llevados por el oleaje de la poesía sagrada que observa a Dios desde la transitoriedad y no puede más que quedar extasiada: “Señor, a lo largo de todas las generaciones / ¡tú has sido nuestro hogar! / De generación en generación. / Antes de que nacieran las montañas, / antes de que dieras vida a la tierra y al mundo, / desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios” (1-2; el v. 2 recuerda lo dicho en Job 38.8). El auténtico hogar no es un lugar, es una persona: “Yahvéh es casa. La sed de lugar se resuelve en el don de comunión. Moisés, carente de tierra, puede celebrar tal lugar en una relación”.[3] Estamos, dice el poeta creyente, ante las puertas de la eternidad (ese misterio al que decía Jorge Luis Borges, “no estaba acostumbrado”, porque los seres humanos no podemos acostumbrarnos tan fácilmente a ella…), ante la distancia inconmensurable y prácticamente insalvable de la eternidad divina. Nuestra proverbial finitud marca un sendero solamente superable gracias a la encarnación del Hijo de Dios en el mundo. “Puede haber melancolía, aun desilusión, pero el salmo es una meditación no tanto sobre la futilidad y la muerte como sobre el poder de Dios aun frente a la realidad humana”.[4]
La labor redentora de Dios, como encuentro histórico con la humanidad, es incansable: “Haces que la gente vuelva al polvo con solo decir: / ‘¡Vuelvan al polvo, ustedes, mortales!’” (3). La desproporción entre nuestro lugar en el mundo y en la historia con ese Ser inabarcable es inmensa: “Para ti, mil años son como un día pasajero, / tan breves como unas horas de la noche” (4). Es el misterio del tiempo que tanto desveló a Borges (“El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”).[5] La ligereza con que los seres humanos pasamos por el mundo es como una serie de metáforas que el salmo desarrolla limpiamente y que muestran cómo Dios nos ve transcurrir desde su lenta e imperceptible eternidad: “Arrasas a las personas como si fueran sueños que desaparecen. / Son como la hierba que brota en la mañana. / Por la mañana se abre y florece, / pero al anochecer está seca y marchita.” (5-6). En Mesoamérica, un equivalente para estos versos es, entre muchos otros, el poema de Nezahualcóyotl que dice: “Como una pintura / nos iremos borrando, / como una flor / hemos de secarnos / sobre la tierra, / cual ropaje de plumas / del quetzal, del zacuán / del azulejo, iremos pereciendo. / Iremos a su casa”, que también expresa el sentimiento de limitación y finitud de la especie humana como un todo.[6]
Si la ira de Dios no nos consume, agrega el salmista, sí nos entristece, nos atormenta, nos constriñe: “Nos marchitamos bajo tu enojo; / tu furia nos abruma. / Despliegas nuestros pecados delante de ti / —nuestros pecados secretos— y los ves todos.” (7-8). Nuestras acciones ponen en riesgo siempre nuestra vida ante esa justicia inmarcesible. En aquellos tiempos, el enojo divino era causa de un ostentoso y santo terror: “Vivimos la vida bajo tu ira, / y terminamos nuestros años con un gemido” (9). La finitud se multiplicaba en la conciencia de los creyentes. Pero es allí asonde aparece, precisamente la paradoja de la duración, en una época en que se vivía tan poco: “¡Setenta son los años que se nos conceden! / Algunos incluso llegan a ochenta. / Pero hasta los mejores años se llenan de dolor y de problemas; / pronto desaparecen, y volamos” (10). Justo aquí, en el lugar bíblico que también conmovió a alguien como Carlos Monsiváis, podemos decir con él: “Se vuelven proteicos la furia y la desesperación, la esperanza y el júbilo comunitarios, el deseo y el placer de asir como se pueda las experiencias. Detente, oh momento, eres tan bello por tan imposible de evocar con justeza. ¿Y qué es lo determinante entonces? Aquello donde —por así decirlo— uno ya no distingue entre sentimientos y razonamientos”.[7]
70 u 80 años, aquí, son poco o son mucho, son los que Dios mismo quiere que sean: espacio de gracia, de amor derramado a manos llenas, de la experiencia decantada y asimilada progresivamente en el devenir que cada persona debe experimentar cotidianamente. Allí está Dios presente todo el tiempo, con su ¡No! contenido por la obra de Jesucristo, pero con el ¡Sí! Alentado siempre por la obra del Redentor de por medio:
El No que nos hace frente es el No de Dios. Lo que nos falta es también aquello que nos ayuda. Lo que nos limita, eso es nueva tierra. Lo que elimina toda verdad mundana, eso es también lo que la fundamenta. ¡Porque el No de Dios es total, por eso ese No es también su Sí! De ese modo, tenemos en la fuerza de Dios el panorama, la puerta, la esperanza. […]
Los que cargan con el peso del No divino serán llevados por el Sí divino, que es mayor. […]
El No de Dios es sólo la otra cara del Sí de Dios, vuelta inevitablemente a este hombre en este mundo.[8]
II
“¿Quién puede comprender el poder de tu enojo? / Tu ira es tan imponente como el temor que mereces” (11): situados ante la omnipresencia del furor divino, esa ira que amenaza con disolvernos en la nada, brota del corazón humano, tan limitado y precario, la única posibilidad para situarnos ante esa eternidad incomprensible: tratar de aprender a valorar nuestros días en su justa medianía, sí, pero también en su eventual grandeza dirigida por nuestro Creador, Sustentador y Salvador: “Enséñanos a entender la brevedad de la vida, / para que crezcamos en sabiduría” (12). Porque el único asidero para capear el temporal de la vida y sus vicisitudes es la sabiduría que viene del Eterno, del Absoluto, de Aquel que nos hace vivir siempre a su lado con la esperanza de que la vida es eso, no un valle de lágrimas para condolerse, sino un sendero de luz en el que más vale que cerremos los ojos y mantengamos la fe en las promesas para no perdernos (F. Kafka).
Por todo ello, Brueggemann, en su magistral acercamiento al poema, ha escrito:
Sugiero que el “corazón de sabiduría” en el v. 12 no es simplemente el de alguien que es realista acerca de la transitoriedad humana y de la culpa sino el de alguien que sabe que existe “sentimiento de hogar” en el gobierno de Dios. Ese es el carácter esencial y la señal definicional de la situación humana. Una tal lectura de la realidad va contra la evidencia, aun contra la evidencia ofrecida en el salmo mismo. Un “corazón de sabiduría” que no es capturado por la evidencia, que no se impresiona excesivamente por los datos al alcance sino aquel que presta atención a la persistente realidad del señorío de Yahvéh.[9]
Esa búsqueda de conocimiento, de profundización ante la cortedad de la vida es resultado de la influencia del enfoque sapiencial, que se entrecruza creativamente con el tono lírico de la plegaria: “La sabiduría trata de ir al fondo de las cosas y descubrir lo oculto; penetra en lo más recóndito de la vida humana con una sonda inexorable. El Salmo 90 muestra las repercusiones que tienen las ideas sapienciales en un cántico de lamentación de la comunidad [10]:
Una vez que en los v. 1-12 se ha profundizado en lo que es la penitencia y el lamento, prorrumpen las peticiones en los v. 13ss. Nos revelan el hambre de misericordia y bondad que tiene el pueblo de Dios, que lleva sufriendo ya tanto tiempo. Yahvé se ha ocultado. Todas las peticiones le ruegan insistentemente que vuelva a manifestarse; que se muestre como el Señor que es de la historia. Sin la intervención eficaz de Dios, toda actividad humana es vacía y carente de fundamento (v. 16s). Por eso, la comunidad ora encarecidamente para que la bondad de Yahvé vuelva a dar fundamento a toda actividad de la vida.[11]
Hans-Joachim Kraus explica ese trasfondo: “…la situación que dio lugar al Sal 90 no está especificada concretamente. No se habla de opresión por parte de enemigos, de plagas de langostas, de epidemias o de otras cosas por el estilo. Lo único que llegamos a saber es que una grave carga pesa sobre el pueblo (v. 13); que desde hace años no se experimentan más que sufrimientos (v. 15), y que todas las obras humanas se hallan paralizadas sin esperanza (v. 17)”.[12] El poema avanza hacia una súplica imprecatoria de tono comunitario que bien podría corresponder a otras épocas de la historia del pueblo: “¡Oh Señor, vuelve a nosotros! / ¿Hasta cuándo tardarás? / ¡Compadécete de tus siervos!” (13).
“La mañana (v. 14) es el momento en que Dios da su respuesta y presta su ayuda (cf. Sal 46.6; 143.8)”[13]: “Sácianos cada mañana con tu amor inagotable, / para que cantemos de alegría hasta el final de nuestra vida” (14). “¡Danos alegría en proporción a nuestro sufrimiento anterior! / Compensa los años malos con bien” (15). La comunidad solicita que, después de mucho tiempo de desgracias, pueda disfrutar de una época de alegría que dure lo mismo. “Yahvé es convocado a dar un giro. Es trabajo de Yahvéh convertir la miseria en gozo. La siguiente palabra ‘ten piedad’ (naham) es la usada en Is. 40:1 para el término del exilio. Este lenguaje busca un acto transformante de Yahvéh y no duda que se le pueda conceder”.[14] “Permite que tus siervos te veamos obrar otra vez, / que nuestros hijos vean tu gloria” (16): Pero el momento decisivo acontecerá cuando Yahvé actúe visiblemente, pues lo había ocultado, y haga resplandecer su gloria sobre los descendientes. Entonces todo lo que suceda tendrá, gracias a esa acción, nuevos fundamentos y prosperidad. “Y que el Señor nuestro Dios nos dé su aprobación / y haga que nuestros esfuerzos prosperen; / sí, ¡haz que nuestros esfuerzos prosperen!”: la acción humana es proyectada hacia el ámbito del bienestar. La acción humana productiva alcanzará así formas de trascendencia influidas por el impulso divino. La frase final del salmo (“la obra de nuestras manos confirma”, RVR 1960)
seguramente se refiere a los bienes y logros humanos. Israel sabe que Dios puede bendecir el trabajo de nuestras manos […] la petición terminal aquí no es la del que cede al poder majestuoso de Dios (como se podría esperar con un “corazón sapiencial”) sino la de querer que a esta yerba que languidece se le dé durabilidad. Esta última petición, junto con todo el lamento, parece volar contra los clamores de la primera parte del salmo. […]
El autor ha concluido que nuestra situación no se definió finalmente por el polvo y la hierba sino por alguien que nos hace sentir en casa salvos. […] La entrega testamentaria de la soberanía divina es lo que permite la aserción humana que en otros contextos podría aparecer como presunción prometeica. Pero aquí es una respuesta de fe a Dios. En medio de la realidad el tú de Dios invita al Israel orante a avanzar en la esperanza.[15]
La transitoriedad humana (y de sus obras) puede ser transformada por el toque divino para recibir una orientación que traspase el tiempo. El poeta Rainer Maria Rilke (en traducción de Sergio Cárdenas) se asomó a sus ventanas etéreas para afirmar:
Los años se van
Los años se van... y pues sí, es como en el tren:
Nos adelantamos a todo y los años se quedan
como el paisaje detrás de los cristales de este viaje
que el sol aclaró o empañó la helada.
Cómo se ordenan los sucesos en el espacio:
algo se vuelve prado, algo árbol se vuelve,
algo a construir el cielo se fue a ayudar...
la mariposa y la flor existen, ninguna miente:
la transformación no es una mentira...
(Poemas consumados, 1906-1926)
A la memoria del Pbro. Abel Clemente Vázquez, pastor, amigo y promotor, con inmensa gratitud
Notas
[1] Cf. H. Bloom, El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas.Barcelona, Anagrama, 1994, p. 35.
[2] W. Brueggemann, El mensaje de los salmos. México, Universidad Iberoamericana,p. 169.
[3] Ibíd., p. 167.
[4] Íbíd., pp. 167-168.
[5] J.L. Borges, “Nueva refutación del tiempo”, en Otras inquisiciones. [1952], Obras completas 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 771.
[6] Nezahualcóyotl, “Como una pintura nos iremos borrando”, en Poemas. Barcelona, Linkgua Ediciones, 2019 (Poesía, 158), pp. 46-47.
[7] C. Monsiváis, “Los días de nuestra edad”, en La Jornada, 4 de mayo de 2008,www.jornada.com.mx/2008/05/04/index.php?section=cultura&article=a03a1cul.
[8] Karl Barth, Carta a los Romanos. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1998, pp. 86, 89, 474.
[9] W. Brueggemann, op. cit., p. 169.
[10] H.-J. Kraus, Los Salmos. II. 60-150. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1995 (Biblioteca de estudios bíblicos, 54), p. 326.
[11] Ibíd., p. 328.
[12] Ibíd., p. 322.
[13] Ídem.
[14] W. Brueggemann, op. cit., pp. 169-170.
[15] Ibíd., pp. 171, 172.
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