Aunque hubo algunas huellas de compromiso social a principios del siglo XX en el ámbito protestante, el primer impulso en esta dirección fue el Sector de Responsabilidad Social de la Confederación Evangélica de Brasil (CEB), creado en 1955.
No pasaba por nuestra mente que el testimonio cristiano debía darse en el contexto de la historia cotidiana. Que lo más importante para comprender la acción de Dios, para acompañarla fielmente, es estar envuelto existencialmente en los acontecimientos contemporáneos. […] [Richard] Shaull insistía en que se diera prioridad a la práctica.
Julio de Santa Ana, “Richard Shaull, teólogo y pionero ecuménico” (1985)
La ética social comenzó a interesar a las iglesias evangélicas latinoamericanas a partir del inicio de la segunda mitad del siglo pasado. Antes de esa época, su discurso religioso predominante era casi completamente individualista y conversionista, por lo que la atención estaba centrada en el cambio de las personas para así acceder, progresivamente, a un cambio social como consecuencia del impacto del mensaje cristiano. Fueron necesarias varias conferencias evangélicas continentales, desde la realizada en Buenos Aires en 1949, luego en Lima en 1961 (mismo año en que se originó el movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina), hasta la celebrada nuevamente en la capital argentina en 1969 para poder afinar la visión de las diferentes iglesias en camino a una mayor contextualización social y política. A ello se refiere Raimundo César Barreto Jr. en la introducción del libro basado en su tesis doctoral, Evangélicos y pobreza en Brasil. Encuentros y respuestas éticas (São Paulo, Editora Recriar, 2019), para lo cual cita los planteamientos de Paulo de Góes (en la tesis Del individualismo al compromiso social: la contribución de la Confederación Evangélica Brasileña para la articulación de una ética social cristiana, 1989) y Rubem Alves (Protestantismo y represión, 1979) al respecto. Ambos autores, refiere, han señalado que “el protestantismo brasileño, dada su herencia histórica individualista, siempre tuvo dificultad para articular una ética social” (p. 25). El caso brasileño no fue muy diferente al resto de los países iberoamericanos, pues en todos ellos lo protestante/evangélico siempre se caracterizó por un comportamiento restringido a la vida individual de los creyentes, más que a fomentar la preocupación por los problemas sociales. Barreto comenta que ello no impidió que hubiese una “moral colectiva protestante en el contexto brasileño” surgida de un ethos determinado.
Aunque hubo algunas huellas de compromiso social a principios del siglo XX en el ámbito protestante, el primer impulso en esta dirección fue el Sector de Responsabilidad Social de la Confederación Evangélica de Brasil (CEB), creado en 1955. Esta iniciativa fue profundamente influida por el trabajo del misionero presbiteriano estadunidense Richard Shaull (1919-2002), cuyo centenario de nacimiento se ha cumplido este año. Más tarde, la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL) fue la instancia que intentó articular una propuesta teológica —más conservadora— para el ejercicio de la responsabilidad social del pueblo evangélico mediante la idea central de la “misión integral de la iglesia”. Ambos movimientos, más allá de sus diferencias teológicas contribuyeron a fundamentar el pensamiento social del protestantismo brasileño.
Los 21 años de la dictadura militar hicieron que hubiera un reajuste en la mentalidad evangélica ante las necesidades sociales del país, lo que ocasionó el retraimiento de las primeras iniciativas y que algunas iglesias apoyaran al régimen autoritario. Fue hasta mediados de la década de los 80, “en un periodo marcado por la restauración de las instituciones democráticas en el país” que “muchos evangélicos que permanecieron callados durante la dictadura comenzaron a emerger como nuevos actores de la vida pública” (p. 28). Se trataba ahora, para algunos de ellos, de ocupar el espacio público (mediante las “bancadas evangélicas” de legisladores/as) con el propósito de cuidar los intereses de las estas iglesias y de desarrollar agendas morales conservadoras similares a las de la derecha evangélica estadunidense. Así lo explica el autor: “Tales agendas se orientaron por una teología evangélica volcada hacia la conquista espiritual de la sociedad a partir de la influencia evangélica sobre los medios y la elección de representantes evangélicos para ocupar espacios de poder en los diversos niveles del gobierno, sin preocuparse por la reflexión ético-teológica característica de los movimientos evangélicos anteriormente citados” (p. 28).
Una de las grandes preocupaciones coyunturales del autor, quien en esta segunda edición no duda en referirse al actual presidente brasileño como muestra de la perspectiva esbozada en las líneas anteriores, es el tipo de teología política que fundamenta esta manera de actuar, lo que conduce a que el libro aspire a desglosar las controversias y debates éticos producidos por esa nueva presencia evangélica en los espacios sociopolíticos, dado que entran en juego también la dignidad y la existencia misma de grupos minoritarios que pueden ser, eventualmente, víctimas de algunas determinaciones impuestas por dicha presencia. Se requiere, añade el autor, “una reflexión ético-social que sea capaz de contribuir al redescubrimiento del papel de las comunidades evangélicas en el contexto del desafío de la preservación ambiental y de la construcción de una sociedad menos injusta” (p. 29). Para ello, dedica las páginas restantes de la introducción a discutir la naturaleza y las características de la ética social, particularmente aquella que se ha manifestado en la conducta de la bancada evangélica en el congreso brasileño. Esta representación política, observa, se ha aliado en los últimos años a otros grupos conservadores (de terratenientes y productores de armas, entre otras) “para implementar propuestas que impactan negativamente a poblaciones históricamente marginadas y empobrecidas —en su mayor parte identificados en el censo como prietos y pardos— tales como la reducción de la edad de responsabilidad criminal, la flexibilización de derechos laborales, cambios en la demarcación de tierras indígenas y la desregulación ambiental” (p. 33).
Muchos de esos grupos, agrega Barreto, desempeñaron un importante papel en el proceso que condujo a la destitución de Dilma Roussef en 2016 y fueron la base para encumbrar a Jair Bolsonaro. Éste, a su vez, ha impulsado una serie de políticas que no restringen el control de la venta de armas ni la disminución de la violencia policial en contra de comunidades pobres y negras, principalmente, así como el control ideológico de la educación (algo que ha sido muy evidente en el último año) por medio del amordazamiento de profesores y el desmantelamiento de las universidades públicas. Barreto y quien escribe estas líneas coincidieron en septiembre pasado en una de ellas (Juiz de Fora), en donde una funcionaria de la misma se expresó abiertamente en contra de dicha política de control. Si bien no todos los evangélicos apoyan estas medidas, el desarrollo de ellas no sería posible sin el apoyo de estas comunidades.
En medio de todo, reconoce el autor, han surgido otros proyectos de inspiración evangélica en algunas denominaciones y de manera más amplia, aun cuando no deja de observar que algunas son hasta contradictorias entre sí. Al parecer, hay un número creciente de personas que se oponen a las ideas conservadoras dominantes. A ese tipo de grupos le presta atención el libro también. Además, el autor explica que no ignora el importante telón de fondo que representa la teología católica de la liberación en todo esto, dado que existe un diálogo profundo con ella. Lo mismo sucede con el diálogo interreligioso. Sobre aquella teología se destaca que hubo algunos antecedentes protestantes desde los años 50, con lo que el perfil del libro es más bien ecuménico en su búsqueda de definir la impronta más típicamente evangélica en la acción social. Todo ello sin olvidar el contexto religioso actual en el que se da un encuentro entre la espiritualidad típicamente carismática (pentecostal y “neopentecostal”) y la praxis sociopolítica progresista que rescata la herencia profética del legado protestante. Para eso, el autor define lo que es la práctica sociopolítica progresista, basándose en tres criterios: “a) promueve la reorganización de la vida de quienes han sido arruinados por las injusticias del orden social; b) presupone la experiencia de empoderamiento que lleva a individuos y comunidades a moverse de una situación de destitución hacia una mayor autonomía sobre su destino; y c) implica una participación activa en los esfuerzos organizativos más allá de las fronteras de la iglesia con el fin de promover cambios sociales más amplios” (p. 37).
Con todo esto como trasfondo, se explica que el libro se estructura mediante una variación de la tipología usada por el teólogo metodista José Míguez Bonino (1924-2012) en su estudio del protestantismo latinoamericano a partir de los “rostros” del mismo. En este caso, serían tres los analizados en cuanto a la acción social contra la pobreza: el ecuménico, el evangelical y el pentecostal. Los dos primeros capítulos que preceden a esos abordajes son: “Cara a cara frente al pobre” y “Richard Shaull”. Luego siguen los tres capítulos en cuestión, en términos de “respuesta” y, finalmente, el último se ocupa de “una ética social evangélica progresista”. Es así como se despliega en este volumen una sólida revisión de las bases con que se ha combatido la pobreza en Brasil en nombre del Evangelio de Jesucristo, empresa que, evidentemente, demanda una genuina comprensión, por una parte, de las necesidades humanas concretas, y por la otra, de los postulados auténticamente derivados de la enseñanza bíblica sobre la justicia social, particularmente aquellos que plantean un acercamiento estructural a las diversas problemáticas humanas.
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