Los arqueólogos creen que el origen de la domesticación de animales probablemente estuvo relacionado con los primeros asentamientos permanentes en el Creciente Fértil, tal como indica la Biblia.
E hizo Dios animales de la tierra según su género,
y ganado según su género,
y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie.
Y vio Dios que era bueno.
(Gn. 1:25)
En la Biblia existen varios términos hebreos para referirse al ganado criado por el ser humano con finalidades alimenticias o laborales.
En primer lugar está la palabra éleph, אֶלֶף, que significa literalmente “ganado” o “grupo de animales domesticados” (Dt. 7:13) como las vacas, bueyes, caballos, asnos y camellos.
Después, se emplea también behemah, בְּהֵמָה, que significa “bestia muda” y suele darse también a todos los cuadrúpedos en general (Gn. 1:25; 2:20; Nm. 20:4; Sal. 78:48).
La traducción al griego de este término es thremma, θρέμμα, que denota “todo aquello que se alimenta”. Este concepto griego se emplea, por ejemplo, en la conversación que mantuvo Jesús con la mujer samaritana (Jn. 4:12).
Y, en tercer lugar, está la palabra miqneh, מִקְנֵה, que significa “propiedad” o “posesión” y se refiere al ganado de menor tamaño, como las ovejas y cabras que constituían la posesión principal de las tribus nómadas que se mencionan en la Escritura (Gn. 4:20; 13:2; 31:18; 34:23; 46:6; Ex. 9:2ss.; Nm. 32:1; Dt. 3:19; 1 Cro. 4:39; Job 1:3,10).
Los arqueólogos creen que el origen de la domesticación de animales como ovejas, cabras, bueyes y cerdos tuvo lugar hace alrededor de 10.000 años y que, probablemente, estuvo relacionada con los primeros asentamientos permanentes en el Creciente Fértil, tal como indica la Biblia.
Restos de tales animales han sido localizados desde Canaán (Jericó), el sur de Turquía (Catal Hüyük) y hasta Mesopotamia y el Golfo Pérsico.
El libro de Génesis afirma que uno de los hijos de Ada (una de las esposas de Lamec), llamado Jabal, “fue padre de los que habitan en tiendas y crían ganados” (Gn. 4:20); que las riquezas de los nómadas solían contarse por el número de cabezas de ganado que poseían (Gn. 13:2) y que algunos de los principales conflictos entre los ganaderos venían precisamente por la competencia por los pastos y el agua que necesitaban los animales (Gn. 13:7; 29:2).
Los toros castrados o bueyes eran usados como herramientas de labranza, tal como los actuales tractores, para arar la tierra o trillar el grano (Dt. 25:4).
Una de las peores desgracia que podía acaecerle a un ganadero era una plaga sobre su ganado (Ex. 9:1-3). Como los ganados determinaban las ganancias de las familias patriarcales, también las ofrendas a Dios se hacían por medio de los sacrificios de ganado y, además, éste debía ser sin defectos físicos (Ex. 34:19; Lv. 1:2; 1:5; 22:19; 27:32 Dt. 14:23).
Del ganado se obtenía carne, leche y la lana de la que se realizaban los vestidos y las tiendas. Las familias tenían la costumbre de criar un becerro, cebándolo más que la los demás, con el fin de matarlo en festividades especiales (1 S. 28:24: Lc. 15:23).
El misionero presbiteriano irlandés, Josias Leslie Porter (1823-1889), quien viajó por las tierras bíblicas, escribió la siguiente descripción acerca de cómo era el pastoreo en Basán, durante el siglo XIX:
“Mientras permanecíamos allí sentados, de repente las colinas silenciosas que había a nuestro alrededor se llenaron de sonidos y de vida. Frente a nosotros, los pastores comenzaron a hacer desfilar sus ovejas por las puertas de la ciudad; las teníamos al alcance de la vista, de modo que comenzamos a observarlas con atención y a escuchar sus sonidos. Miles de ovejas y cabras, salieron apiñadas precipitadamente por la abertura y luego se agruparon en unas masas densas y confusas de cuerpos. Los pastores permanecieron juntos todo el tiempo mientras salían las ovejas, y cuando hubieron salido todas, las separaron, llamando cada uno a las suyas con un sonido peculiar, reconocido únicamente por su ganado y tomando cada uno su propio camino. Por unos momentos, pareció como si la masa de cuerpos balando fuera presa de una convulsión general: cada oveja empujaba en medio de una confusión absoluta; pero poco a poco se fueron separando, y cada una fue tomando la dirección indicada por su correspondiente pastor, formando unas hileras interminables que fluían como ríos detrás de cada líder. Todo un espectáculo que para mí fue una de las imágenes más vivas que pueda contemplar el ojo humano de lo que el Señor nos dice en uno de sus mensajes recogidos en el evangelio de Juan: “El portero le abre la puerta, y las ovejas oyen su voz. Llama por nombre a las ovejas y las saca del redil. Cuando ya ha sacado a todas las que son suyas, va delante de ellas, y las ovejas lo siguen porque reconocen su voz. Pero a un desconocido jamás lo siguen; más bien, huyen de él porque no reconocen voces extrañas” (Jn. 10:3-5). Ninguno de los pastores tenía el aspecto pacífico y plácido que por regla general se asocia con la vida y costumbres del pastoreo; daban más la impresión de guerreros marchando al campo de batalla: un largo rifle colgando de la espalda, una daga y abultados pistolones en el cinturón, una reducida hacha de guerra o un palo con una bola de pinchos en un extremo en su mano. Tal era su equipamiento, y sus ojos brillantes y feroces, de los que se desprendía una mirada grave, daban a entender muy claramente que estaban dispuestos a utilizarlo con habilidad en cualquier momento.”[1]
[1] Spurgeon, C. H., 2015, El tesoro de David, CLIE, Viladecavalls, Barcelona, p. 670.
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