Doy a conocer algunas perlas anotadas en su blog personal por uno de los escritores cristianos más prolíficos y valiosos en lengua castellana.
Desde que conocí su obra, hace ya cerca de tres lustros, he sabido admirar la escritura del inglés-vallisoletano Stuart Park. A sus eruditos y, a la vez, pedagógicos libros en torno a pasajes bíblicos, ahora suma un blog personal donde ha empezado a ‘colgar’ estas diáfanas y admirables reflexiones. Va la enhorabuena de este empedernido lector suyo. (A. P. A.)
LA FE DEL CARBONERO
En el uso cotidiano, este dicho popular hace referencia a personas que «adoptan creencias sin necesidad de explicaciones que demuestren que son acertadas, y que no exigen pruebas ni saben de argumentos».
Podría pensarse, por lo tanto, que la «fe del carbonero» es comparable a la fe de un niño, pero no lo es, ya que la fe de un niño se fundamenta en evidencias de fiabilidad que se sustentan en el seno de la familia o la escuela, y pueden desmoronarse ante la incoherencia de sus progenitores o la torpeza de sus maestros. Cuando Jesús dijo que «de los niños es el reino de los cielos» no tenía en mente una fe «ciega», sino la que nace de una confianza sincera basada en la fidelidad de Dios.
Parece claro, por lo tanto, que en el mejor de los casos la «fe del carbonero» necesita añadir conocimiento si ha de sobrevivir en medio de los avatares de la vida; pero si se trata tan solo de una religiosidad rutinaria, irreflexiva, de conveniencia, nada tiene que ver con la fe de Cristo, y no prosperará.
Para ilustrar el asunto de la fe –y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid–, permitidme hablaros de un diminuto visitante alado que frecuenta nuestro balcón en Asturias en busca de los frutos secos que dejamos preparados para ellos allí. Ayer por la mañana, sin ir más lejos, entró sin pensárselo en el comedor, donde quedó atrapado entre la contraventa y el cristal, incapaz de encontrar salida. Lo liberé enseguida y huyó despavorido, no sé si para contar su aventura a sus congéneres entre las ramas de los árboles frondosos que embellecen el lugar. Se trata de un pájaro de hermoso colorido cuyo nombre en latín es Parus major, un título grandioso para un pájaro tan pequeño, de la familia Paridae; en castellano –lo habréis adivinado– es conocido por un nombre más modesto: el carbonero.
Hablaremos, pues, de la fe del carbonero a partir de la experiencia vital de aquel pájaro pequeño, que mucho nos puede enseñar. El propio Señor Jesús evocó la cotidiana actividad de las aves del cielo en contraste con la ansiedad que atenaza al ser humano en su fatiga y afán: «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» –dijo–, y el Doctor Martín Lutero sentenció:
Mirad, él convierte a las aves en maestros de escuela y profesores nuestros. Es para nosotros una vergüenza grande y permanente que en el Evangelio un gorrioncillo débil y vulnerable sea un teólogo y un predicador para los más sabios de los hombres. Tenemos tantos maestros y predicadores como pajarillos hay en el cielo. Su ejemplo vital nos abochorna. Cuando escuchas a un ruiseñor, por tanto, escuchas a un excelente predicador. (…) Es como si dijera: «Prefiero estar en la cocina del Señor. Él ha hecho cielo y tierra, y él mismo es el cocinero y el anfitrión. Cada día alimenta y nutre a innumerables pajarillos de su propia mano» (1521).
Nos sentimos legitimados, pues, a considerar la fe del carbonero como espejo en el que mirar la nuestra propia, por si nos pudiera enseñar alguna valiosa lección.
LA FE DEL CARBONERO (2)
El hombre del carbón
Antes de entrar en el mundo del pequeño pájaro que ha inspirado, sin saberlo, la cabecera de estas reflexiones, conviene volver a la expresión popular que pretende retratar una fe sencilla –que puede ser sincera, o por el contrario, meramente superficial–, para preguntarnos: ¿Por qué se elige el oficio de carbonero para retratar este tipo de religiosidad?
Allá por los primeros años de la década de los 60, antes de ir a la universidad vivía con mis padres en una casa adosada de ladrillo rojo típica del condado de Lancashire en el norte del país. Preston, mi ciudad natal, fue cuna de la revolución industrial, que hizo muy ricos a unos pocos pero condenó a muchos a vivir en la pobreza. Nuestra casa carecía de WC interior, y hubo que cruzar un pequeño patio exterior para acceder a él, lloviera o hiciera frío, y el norte de Inglaterra no es conocido por una climatología benigna, precisamente. Cada dos meses, en invierno, llamaba a la puerta trasera que daba acceso al patio un señor fornido, de poca conversación, las manos y el rostro ennegrecidos y con la parte superior de su cuerpo protegida por un tipo de funda de cuero, llevando sobre su encorvada espalda un pesado saco de carbón.
No sé si aquel señor era un hombre de fe, o no, pero mi padre lo era, aunque no tenía estudios formales y se había puesto a trabajar a los 14 años. (De él he hablado en mi libro autobiográfico La palabra suficiente). Compensaba su falta de formación académica con la lectura de su Biblia y de libros de teología, además del Lancashire Evening Post, el periódico vespertino local cuyas esquelas le entretenían, aunque no sé muy bien por qué. Leía sentado en su sillón junto a la lumbre que calentaba el salón merced al oficio del «hombre del carbón».
Menciono esto porque la llamada fe del carbonero podría dar la impresión de que alguien sin letras solo puede aspirar a un nivel de comprensión espiritual pobre o limitado. Y esto no es cierto. Recuérdese que la mayoría de los discípulos del Señor eran pescadores, hombres «sin letras y del vulgo», y que el propio Jesus de Nazaret fue tildado despectivamente en su día de «hijo de carpintero».
Estos prejuicios han perdurado. Los reformadores aspiraban a poner la Biblia en manos de cualquier «mozo de labranza», mientras que el inquisidor Melchor Cano (1509-1560) denunció el hecho nocivo de llevar la lectura de la Biblia «a mujeres de carpinteros», sin recordar que la Virgen Madre del Señor lo era, y que en su Magníficat mostró un conocimiento espiritual superior.
Escribió S. Pablo que las sagradas Escrituras nos pueden hacer «sabios para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús», y en algunas cosas el pequeño Parus major es más inteligente que algunos doctores de la ley. A él volveremos sin demora en nuestra próxima entrega.
LA FE DEL CARBONERO (3)
El azar, que es la raíz de la libertad.
(Unamuno)
Nuestro pequeño carbonero no razona, ni se dedica a la filosofía, ni tiene conciencia de su propia trascendencia ni de la ajena –no está capacitado para ello–; pero es muy inteligente y tiene un sentido práctico de la vida encomiable.
En la época de cría los padres trabajan de sol a sol en la construcción del nido, cuidando de sus crías, avisándoles de peligros, cumpliendo sin complejos con su efímera vocación. Peligros hay, y muchos: gatos, roedores y aves rapaces constituyen una amenaza constante y resulta casi milagrosa su capacidad de supervivencia, siendo tan frágiles y vulnerables. Mi amigo el escritor José Jiménez Lozano (Premio Cervantes 2002) evocó este trance en un poema memorable (Pájaros 2000):
Hoy ha pasado
La sombra de un halcón por mi ventana,
Persiguiendo a un pajarillo volandero;
Y he amparado a éste, pero
¡qué sombra tan terrible han visto
Estos pequeños, redondos ojos, tan hermosos!
Yo también le he visto, hermano pájaro.
¡Hermano pájaro! Y lo es. Pertenece a la misma Creación que nosotros, ocupa un lugar en el ecosistema insustituible, aporta belleza y placer a nuestra rutinaria y azarosa vida. Le debemos nuestro cariño, y nuestra protección. (Este año una pareja de mirlos ha hecho su casa en nuestro jardín en Valladolid y, ¿hay algo más hermoso en el mundo que los huevos moteados de un pájaro pequeño en un nido?)
¡Y he amparado a éste! –confiesa el poeta amigo– pero el pequeño pajarillo volandero no lo sabe, y desconfiará de la mano salvadora durante el resto de sus días, al igual que mi carbonero asturiano atrapado entre la contraventana y el cristal. No es extraño, porque el hombre también ha hecho muchos males a los pájaros, y lo saben. Lean, si no, su denuncia formal aportada por el señor Jiménez Lozano, en su ‘Aviso de los pájaros a un Doctor amigo (Elegías menores, Valencia 2002):
Los señores pájaros, pinzones, mirlos y otros,
hicieron llegar en otoño de 1534, al Doctor Martín Lutero,
una denuncia, y queja, acerca de que Wolfgang Sieberger, su fámulo,
había comprado redes para cuando ellos, los señores pájaros,
pasaran por Wittenberg. La queja
estaba fundamentada, y se argüía en ella
que esperaban que el Doctor Lutero convenciese a su criado
de que pusiera unos cuantos granos en el lugar de las redes,
y de que no apareciese por allí antes de las ocho ante meridiem:
y citaban a Mateo 6, 26. Mas los señores cuervos y los mirlos
añadían en un codicilo aparte su opinión firmísima
de que no hay hombre fiable, ni uno solo. Remitían
a Romanos 3, 10, y aseguraban
que ellos no se pondrán al alcance del hombre nunca, porque
Pablo tenía razón: ni uno solo justo. Y ellos eran,
Naturalmente, paulinos.
Pablo tenía razón, y los pájaros también, aunque pensándolo bien, nosotros podríamos enseñarles a ellos una pequeña lección, ya que la mano tan temida por el pequeño pajarillo volandero resultó ser salvadora, y recuerda la hermosa frase del profeta antiguo respecto del amor de Dios por su pueblo: «En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, y los trajo, y los levantó todos los días de la antigüedad» (Isaías 63:9).
¿Y nosotros? ¿No podemos vencer nuestra ancestral desconfianza hacia la mano salvadora de Dios? El asunto se complica, y mucho.
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