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El camino a la vida eterna, de C.H. Spurgeon

El creyente más maduro y preparado para el Cielo es el más consciente de sus propias deficiencias y carencias.

FRAGMENTOS 28 DE MARZO DE 2019 21:05 h

Un fragmento de “El camino a la vida etenera”, de C.H. Spurgeon (Peregrino, 2012). Puede saber más sobre el libro aquí.



 



Dos cosas esenciales



«Testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hechos 20:21).



 



Esta era la orientación práctica de la enseñanza de Pablo en Éfeso y en cualquier otro lugar. En su enseñanza en las iglesias no eludió nada que les fuera útil; y el mayor beneficio que esperaba pudieran recibir de su instrucción en todo el consejo de Dios es que experimentaran «arrepentimiento para con Dios, y fe en nuestro Señor Jesucristo». Este era el gran objetivo del Apóstol, y espero que sea también el de todos los que somos maestros de la Palabra. […]



Ningún asunto puede sobrepasar en importancia al arrepentimiento y la fe, y estos han de ser expuestos con mucha frecuencia ante nuestras congregaciones.



Pablo dio testimonio acerca «del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo»; lo que yo creo que quiso decir con esto es lo siguiente: como embajador de Cristo, aseguraba al pueblo que mediante el arrepentimiento y la fe obtendrían salvación. Proclamó misericordia en el nombre de Dios para todo aquel que abandonara su pecado y siguiera al Señor Jesús. Con muchas lágrimas, añadía su testimonio personal a su mensaje público. Podía decir con toda veracidad: «Me he arrepentido y sigo arrepintiéndome», y añadir: «Pero creo en Jesucristo como mi Salvador; descanso sobre el único fundamento, confío solo en el Crucificado». Su testimonio público, con su solemnidad y su testimonio personal, con su conmovedora gravedad, formaban una poderosa evidencia de estos dos puntos: «El arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo».



Querido amigo, igual que los judíos y griegos de antaño, tampoco nosotros podemos hoy prescindir de estas cosas. Son esenciales para la salvación. Algunas cosas son opcionales, pero no estas. Existen ciertas cosas necesarias para el bienestar del cristiano, pero estas lo son para su existencia misma. Si no tienes arrepentimiento para con Dios y fe en el Señor Jesucristo, no tienes parte ni suerte en este asunto. El arrepentimiento y la fe han de ir juntos para complementarse. Me gusta compararlos con una puerta y su marco. Una puerta, sin un marco de la que colgar, no es en absoluto una puerta; del mismo modo que un marco sin puerta tampoco sirve para nada. Lo que Dios unió no lo separe el hombre; y a estas dos cosas —arrepentimiento y fe— Dios las ha hecho inseparables. Me gustaría predicar de tal modo que llegaras a ver y a sentir que necesitas con urgencia arrepentimiento para con Dios y fe en nuestro Señor Jesucristo; pero aun así, consideraría haber fracasado si no llegaras a experimentar ambas cosas. Quiera el Espíritu Santo plantar estas dos preciosas dádivas en nuestros corazones; y si ya están ahí, quiera Él sustentarlas y llevarlas a una perfección mucho mayor […].



El verdadero arrepentimiento se orienta hacia Dios. Cuando el hijo pródigo regresó a su casa, […] lo que dijo fue: «Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo». La figura con que el Señor representa al pecador que regresa se nos traza aquí con los claros colores de un retorno al Padre, un arrepentimiento para con Dios […].



Pecador, has de arrepentirte ante Dios o tu arrepentimiento no será más que ilusión; porque ahí reside la esencia del arrepentimiento: el verdadero arrepentido se da cuenta de que ha desechado a Dios. Aunque jamás haya sido ladrón o adúltero, el hecho es que Dios me ha hecho y yo soy una criatura suya; y si durante veinte, treinta o cuarenta años no le he servido, todo este tiempo le he estado robando lo que tenía derecho a esperar de mí. ¿No te ha creado Dios y te ha mantenido con vida, dándote además todo cuanto has necesitado hasta hoy sin recibir nada de ti? […] Escucha el clamor del Señor: «Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí». Aquí es donde reside el pecado.



Por otra parte, el verdadero arrepentido se da cuenta de que ha falseado el carácter de Dios. Cuando ha sufrido una leve aflicción ha pensado que Dios era cruel e injusto. Los paganos desfiguran a Dios cuando adoran a sus ídolos; nosotros lo hacemos mediante nuestras murmuraciones y quejas; lo hacemos también cuando pensamos que el pecado es algo deseable, y cuando sentimos fastidio en el servicio del Señor. ¿No has hablado alguna vez como si Dios fuera el culpable de tu infortunio, cuando has sido únicamente tú quien lo has causado? Hablas de Él como si fuera injusto, cuando solo tú lo eres, y vil […].



 



C.H. Spurgeon



El hombre arrepentido se da cuenta de que la mayor de todas sus ofensas consiste en haber afrentado a Dios. Quizá perteneces al numeroso grupo de los que desestiman el hecho de ofender a Dios, como si de algo sin importancia se tratara; consideras mucho más importante el ofender a los hombres. Si yo te llamo «pecador», no reaccionas; pero si te llamo «delincuente», te levantarás indignado y negarás la acusación. Un delincuente, en el sentido normal del término, es alguien que ha afrentado a sus semejantes; pecador lo es quien ha agraviado a Dios. No te importa ser llamado pecador porque tienes en poco ofender a Dios; pero que te llamen delincuente o infractor de las leyes humanas, eso sí te molesta, porque estimas mucho más la opinión de los hombres que la de Dios. Y, sin embargo, si lo pensamos con detenimiento, sería mejor, infinitamente mejor, transgredir cada una de las leyes humanas —si esto pudiera hacerse sin transgredir la ley divina— que desobedecer el más pequeño de los mandamientos de Dios. ¿Es que no sabes que has estado viviendo en rebeldía para con Dios? Has hecho las cosas que Él te ha mandado que no hicieras, y has dejado de hacer aquellas que quiere que hagas. Esto es lo que has de sentir y confesar con pesadumbre; sin esto no puede haber arrepentimiento.



En las fibras más esenciales del arrepentimiento, en su propia médula, está la percepción de la mezquindad de nuestra conducta para con Dios; en especial nos percatamos de nuestra ingratitud hacia Él a pesar de todos sus favores y misericordias. Lo que más abruma al corazón arrepentido es esto: que Dios nos haya amado de un modo tan extraordinario, y que haya recibido una respuesta tan miserable a cambio. La ingratitud, el peor de nuestros males, hace que el pecado sea sobremanera pecaminoso. Sentir pesadumbre por haber correspondido tan indignamente al Señor es una gracia espiritual. Una sola lágrima de tal arrepentimiento es como un diamante de gran valor, preciosa para el Señor.



El verdadero arrepentimiento es también para con Dios en este sentido: que se juzga a sí mismo por la medida que es Dios mismo. No nos arrepentimos porque nos consideremos malos en relación con un amigo a quien admiramos, sino porque no somos santos como lo es el Señor. La perfecta ley de Dios es la expresión de su carácter perfecto, y el pecado consiste en cualquier falta de conformidad con la ley y el carácter de Dios. Si te juzgas a ti mismo según los cánones de tus semejantes, probablemente estarás contento contigo mismo; pero si lo haces según la perfecta santidad del Señor, ¡cuántas razones encontrarás para despreciarte! No habrá profundo arrepentimiento hasta que nuestra norma sea la perfecta rectitud, hasta que formemos nuestros juicios para evaluarnos según el carácter de Dios. Cuando contemplamos la perfección del Dios tres veces santo, y después nos miramos a nosotros mismos, clamamos con Job: «Ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y cenizas» […].



Pecador arrepentido, ¡puedes creer en el Salvador! Aunque la vida se te esté haciendo difícil bajo esa conciencia de culpa, y te sientas hastiado de ti mismo y te aborrezcas; aun bajo el esfuerzo y la carga del temor, y mientras la pesadumbre te abate cuando te ves delante del Señor; aun bajo tales circunstancias puedes poner tu confianza en el Señor Jesucristo. Y puedes hacerlo antes de que llegue la paz de conciencia, y el descanso inunde tu corazón; antes aun de que la esperanza resplandezca en tu espíritu; ahora, en tu ansiedad, cuando te sientes cercano a perecer, puedes ejercer fe en Aquel que vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. No hay ninguna ley contra la fe; ningún decreto celestial que prohíba al pecador creer y vivir.



Encontrarás valor para creer al recordar esto: primero, que aunque hayas ofendido a Dios —y este es el principal motivo de tu gran preocupación—, el Dios a quien has agraviado ha provisto un sacrificio expiatorio. Dios mismo ha sido el promotor de la muerte de nuestro Señor Jesucristo como sacrificio en nuestro lugar. El Ofendido muere para liberar al ofensor. Dios mismo cumple el castigo que establece su ley para poder así perdonar con justicia, y también para, aun siendo el Juez de todos, poder expresar su amor paternal mediante la remisión del pecado.



Cuando estés mirando a Dios con lágrimas en los ojos, recuerda que es también el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, y que ese Dios que está ofendido amó al mundo de tal manera «que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda mas tenga vida eterna».



Considera también que este sacrificio expiatorio fue presentado por el culpable; de hecho no podía haber expiación donde no había culpa; hubiera sido superfluo hacer expiación si no había habido ninguna falta. Cristo murió por el hombre como pecador: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Te ruego, pues, que cuando sientas tu pecaminosidad con mayor intensidad, aprecies también con mayor claridad que el sacrificio del Calvario fue para ti. La cruz fue levantada por los pecadores y, también por los pecadores, el Hijo eterno de Dios derramó su vida hasta la muerte. ¡Ojalá que tú que oyes y te lamentas de tu pecado puedas entender esto, y gozarte en el método divino por el que el pecado es quitado de en medio!



 



Portada del libro.

Recuerda, sin embargo, que en tu arrepentimiento debes ir a Dios con fe en su querido Hijo. Ya sé que he dicho antes que puedes ir; discúlpame por haberlo planteado de este modo porque esto es, tan solo, la mitad de la verdad. Dios te manda que creas. El mismo Dios que te dice: «No hurtarás», te dice también: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo». Este es el mandamiento, que creas en Jesucristo a quien Él ha enviado. Dios no plantea la fe como una opción: se te ordena aceptar como válido el testimonio de Dios. Por tanto, siendo ya un rebelde, no persistas en tu rebeldía negándote a creer en el testimonio del propio



Señor. Recuerda que no puede haber reconciliación entre Dios y tú a menos que creas en Jesucristo, a quien Dios ha dado para que sea el Salvador, y a quien ha comisionado con este propósito […]. Has de mirar a Jesús, el Sustituto, el Sacrificio, el Mediador, el Hijo de Dios. «Nadie viene al Padre —dice Jesús— sino por mí». Ninguna fe en Dios salvará al pecador excepto si la ejerce mediante nuestro Señor Jesucristo. Pretender acercarse a Dios aparte del Mediador designado es, nuevamente, ultrajarle al rechazar su método de reconciliación. No hagas esto; acompaña tu arrepentimiento para con Dios con fe en nuestro



Señor Jesucristo; creyendo de este modo, tienes todas las garantías […].



El arrepentimiento y la fe nacen ambos del mismo Espíritu de Dios. No sé cuál de estas dos cosas viene primero; para ilustrarlo recurriré de nuevo a mi bien conocida ilustración de la rueda: cuando el carro comienza su movimiento, ¿cuál es el radio de la rueda que se mueve primero? No lo sé. De igual modo, el arrepentimiento y la fe son inseparables […].



El arrepentimiento se acrecienta también en gran medida con el crecimiento de la fe. Me temo que algunos se imaginan que, puesto que se arrepintieron al principio de su conversión, ya nada tienen que ver con el arrepentimiento. Pero no es así: cuanto más elevada es la fe, más profundo el arrepentimiento. El creyente más maduro y preparado para el Cielo es el más consciente de sus propias deficiencias y carencias. Mientras estemos aquí ejercitándonos activamente en la gracia, la percepción de nuestra indignidad se hará cada vez más intensa. Si nos creemos demasiado grandes para el arrepentimiento, eso significa que hemos llegado a ser demasiado orgullosos para la fe. Quienes dicen que han dejado de arrepentirse confiesan que se han apartado de Cristo. El arrepentimiento y la fe se desarrollarán juntamente, mediante su estímulo recíproco: cuanto más experimentes la carga del pecado, más te apoyarás en Jesús y más sentirás su poder para sostenerte. Cuando el arrepentimiento mida medio metro, la fe medirá también medio metro.



Pero también el arrepentimiento estimula el crecimiento de la fe. Querido amigo, nunca creeremos completamente en Cristo hasta no tener una clara percepción de nuestra necesidad de Él; esto es el fruto del arrepentimiento. En la medida en que aborrezcamos más al pecado, amaremos más a Cristo y confiaremos más en Él. Cuanto más se hunde el yo, más se eleva Cristo; como los dos platillos de una balanza, uno ha de bajar para que el otro pueda subir: el yo ha de hundirse en el arrepentimiento para que Cristo pueda elevarse en nosotros mediante la fe […].



Cuando alguien profesa tener fe pero no siente dolor por sus pecados ni percibe su propia indignidad, se convierte en una persona sana en su percepción mental de la doctrina, conocedora de la letra y capaz de demostrar su ortodoxia mediante argumentos y explicaciones apostólicas; sin embargo, cuando a todo esto añadimos los efectos calmantes del verdadero arrepentimiento, tal persona llega a ser mansa, humilde y fácil de tratar. Cuando alguien se arrepiente en la misma medida en que cree, es tan tardo para defenderse a sí mismo como valiente para contender por «la fe que ha sido una vez dada a los santos». Afirma su propia pecaminosidad con la misma firmeza que sostiene la capacidad salvadora del Señor, y frecuenta tanto el valle de la humillación como las cimas de la certeza.



Cuando sentimos pesadumbre por nuestros pecados no cabe la jactancia por los privilegios que la fe nos otorga. Un antiguo puritano nos dice que cuando un santo es hermoseado con las riquezas de la gracia como lo es el pavo real con su plumaje multicolor, hará bien en no envanecerse sino recordar su pecado innato al ver sus patas negras, y sus muchas faltas en la aspereza de su voz. El arrepentimiento nunca permitirá que la fe se pavonee, aun si esta así lo deseara. La fe alegra al arrepentimiento y el arrepentimiento modera a la fe; ambos se complementan. La fe mira al trono y el arrepentimiento se apega a la cruz. Cuando la fe dirige su mirada, con todo derecho, hacia la Segunda Venida, el arrepentimiento se ocupa de que esta no olvide la Primera. Cuando la fe es tentada a convertirse en presunción, el arrepentimiento la hace descender a sentarse de nuevo a los pies de Jesús. Querido amigo, nunca intentes separar a estos dos compañeros que se complementan el uno al otro de un modo más maravilloso del que yo tengo tiempo de contar. Aquella conversión en la que todo es gozo y no hay dolor alguno por el pecado es muy cuestionable. No creo en una fe sin arrepentimiento, así como tampoco creería en un arrepentimiento que dejara sin fe en Jesús a quien lo experimenta. Del mismo modo que eran dos los querubines que miraban hacia el propiciatorio, así también lo son estas dos virtudes inseparables, y nadie ha de atreverse a quitar la una o la otra […].



Quiero, pues, que mis últimas palabras sean una repetición de la receta del Evangelio para el pecado. Ahí va: confía en la sangre preciosa de Cristo y confiesa tu pecado por completo y de todo corazón, y abandónalo. Has de recibir a Cristo por la fe y aborrecer todo camino de maldad. El arrepentimiento y la fe han de mirar a la sangre y al agua que brotaron del costado de Jesús para limpiarnos del poder y la culpa del pecado. Ruego a Dios que mediante estos dos dones de incalculable valor puedas recibir los méritos del Salvador para salvación eterna. Amén.



Se recomienda leer los siguientes pasajes de la Escritura en relación con lo expuesto anteriormente: Hechos 20:17-27; Salmo 51.


 

 


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