La interpretación es el bisturí del cerebro que recorta la palabra. Y todo que se queda como era. Pero el poema es una palabra mágica que llama la vida escondida en nosotros.
Entre 1981 y 1983, el teólogo protestante brasileño Rubem Alves (1933-2014) comenzó a colaborar en la revista Tempo e Presença, dirigida por su amigo Jether Pereira Ramalho. En el núm. 183, de junio de 1983, publicó un texto (en un formato literario que después denominaría como crónica) acerca de la forma en que es posible aproximarse a la poesía. En los años posteriores a su separación de la Iglesia Presbiteriana y al alejamiento del ambiente teológico formal, en el que desarrolló una fecunda labor, la orientación de su escritura paulatinamente se estableció como un antecedente firme de lo que después se conocería como teopoética. La valoración de la poesía como forma de conocimiento y apropiamiento del mundo, su cambio de lenguaje (ya anunciado desde su tesis doctoral, en 1968, y cuyos primeros frutos surgieron en Hijos del mañana, 1972), hacen de este texto, desde su título (Magia), un auténtico manifiesto estético personal que desembocaría en una intensa producción literaria. Con todo, el sabor y el saber teológicos aparecen una y otra vez en esta nueva forma de expresión que dejó una profunda huella en su país, adonde también desplegó un esfuerzo educativo de enormes proporciones. Esta traducción va acompañada de algunas acotaciones que permiten situar lo dicho por Alves en el contexto de su vida y obra.
Vamos a jugar a “la escuelita”. Es una clase de portugués y la profesora, más moderna, quiere hacer pensar a los niños. Trajo un poema. Quiere hacer pensar a esas cabecitas. Es necesario que las ideas sean claras y distintas. [Una idea que R.A. repetirá insistentemente para referirse al lenguaje formal de la ciencia.] Que se sepa bien lo que se ha leído. Concientización. [Sin referirse explícitamente a Paulo Freire, Alves esboza una crítica sutil a la corriente pedagógica de este gran autor.] Y dice: “Mucha atención. Voy a comenzar la lectura”. Y habla, con voz firme, con las sibilancias y las erres arrastradas. Para que los sonidos no engañen a los oídos, que éstos no engañen a la razón, y ésta no engañe al cuerpo.
Na noite lenta e morna, morta noite sem ruído, um menino chora.
O choro atrás da parede, a luz atrás da vidraça
perdem-se na sombra dos passos abafados, das vozes extenuadas.
E no entanto se ouve até o rumo da gota de remédio caindo na colher.
Um menino chora na noite, atrás da parede, atrás da rua,
longe um menino chora, em outra cidade talvez,
talvez em outro mundo.
E vejo a mão que levanta a colher, enquanto a outra sustenta a cabeça
e vejo o fio oleoso que escorre pelo queixo do menino,
escorre pela rua, escorre pela cidade (um fio apenas).
E não há ninguém mais no mundo a não ser esse menino chorando.
[Carlos Drummond de Andrade (1902-1987), “Menino chorando na noite”. Drummond es uno de los mayores poetas brasileños del siglo, dueño de un estilo que, mediante diversos registros, actualizó la expresión lírica y la llevó a grandes alturas debido a su fuerte ímpetu experimental.]
[En la lenta y tibia noche, la muerta noche sin ruido, un niño llora.
Llanto al otro lado de la pared, tras el vidrio.
Pasos ahogados, voces extenuadas, se pierden en la sombra.
Sin embargo, se escucha hasta el rumor de la gota de medicina al caer en la cuchara.
Un niño llora en la noche, tras la pared, tras la calle,
un niño llora a lo lejos, tal vez en otra ciudad,
en otro mundo tal vez.
Y veo la mano que sostiene la cuchara mientras la otra mano sostiene la cabeza.
Y veo el hilo aceitoso que escurre por el mentón del niño,
escurre por la calle, escurre por la ciudad (apenas un hilo).
Y no hay nadie en el mundo a no ser ese niño llorando.
“Un niño llora en la noche”.
Traducción: José Emilio Pacheco, en Letras Libres, México, núm. 46, octubre de 2002,]
Terminó la lectura. Ella mira sonriente, a punto de asignar la tarea.
—Vamos a interpretar...
Fluyen, en el aire, los pensamientos no dichos, sobreentendidos.
Interpretar. ¡Ah! Si ella hubiera dicho “el gis es blanco” no sería necesaria ninguna interpretación. La interpretación es algo que se dice después de oír una cosa confusa. Luz que se enciende en la oscuridad. Este hilo aceitoso que escurre por la barbilla del niño, y escurre por la calle, y escurre por la ciudad, por supuesto que necesita ser interpretado. En caso contrario, un alma desinformada llamaría a los bomberos para limpiar y los choferes comenzarían a derrapar en el aceite que se untó en el asfalto. Es preciso decir que eso es una figura del lenguaje. Una cosa dicha de forma nebulosa, porque el escritor, pobre hombre, no se acordó de las palabras claras y distintas. [Nuevamente la frase mencionada.] Si hubiera leído sobre Descartes, seguramente no se habría dedicado a la poesía. Preferiría el habla científica, los análisis de los dolores, cada cosa en su lugar, los aceites en los recipientes y en los estómagos, y en la calle los paquetes enmarañados de cigarros, las llantas, las tarjetas de visita. El remedio aceitoso no vive allí. Pobre poeta. Confuso. Vamos en su auxilio, interpretaciones a la orden. Para espantar las brumas y poner luz en la sombra.
Interpretación: el poeta describe una escena nocturna, de un niño enfermo que toma un remedio aceitoso. Accidentalmente, éste se derrama sobre su barbilla. Sus palabras indican que tal escena perturbó sus sentimientos. Tanto así que tiene alucinaciones, visiones del remedio que se esparce sobre la ciudad y del niño llenando el mundo entero. Debe ser una pesadilla.
¡Ah! Como son mejores las palabras claras y distintas. [Nueva mención de la crítica al lenguaje formal.] Dicen las cosas tal como son realmente, sin deseo y sin emoción. Antes, al leer el poeta, la viscosidad del remedio lamía las manos de la gente, y el quejido débil del niño retorcía nuestros nervios. Pero ahora, desapareció la confusión. Todo mundo sabe que el texto con palabras claras y distintas debe ser mejor que el texto confuso. Por lo tanto, podemos dejar definitivamente el poema en la papelera y quedarnos con la interpretación…
Sólo que parece que algo se perdió. Antes, el texto pedía ser repetido. Y yo lo leía y releía, y cada vez que lo hacía, el cuerpo entero me dolía, nostalgia, neuralgia, nerviosismo… ¡Ah! El poema me entraba en la carne y me hacía estremecer. [En estos años, Alves había sido impactado por la lectura de El arco y la lira, de Octavio Paz, especialmente el capítulo “La revelación poética”. De allí procede mucho de su pensamiento sobre la poesía.] Ahora, la interpretación se encuentra en la gaveta. Definitiva. Léase una vez. Nunca más. No puede ser repetida. No deseo volver a ella.
Cosa extraña: que sean justamente las palabras oscuras y misteriosas del poema las que me seducen, mientras las otras, verdaderas y exactas, me dejan inerte.
No, los poemas no son para ser interpretados. El texto claro no es mejor que el texto oscuro. Ciertamente, una idea nebulosa es mejor que dos de claro sol. Porque las ideas luminosas ponen fin a la conversación, mientras que las nebulosas invitan a intercambiar confidencias.
Interpretar: decir aquello que el autor quería decir, pero no dijo. Interpretamos el poema, el cuadro, la música… “Lo que quiso decir era…”. La arrogancia de quien sabe más. Los poemas no son para ser entendidos. Quien entiende no entendió. Los poemas son como cosas: viejos árboles, a cuya sombra nos sentamos, sin entender. Caquis translúcidos que chupamos, lamemos, mordemos, sin interpretar. Rostro al que apoyamos es el nuestro, sin decir una sola palabra clara y distinta, porque esto rompería el encanto. [“Sobre dioses y caquis” (1987, prólogo a la primera edición de su tesis doctoral en portugués: Da esperança) es el título de un texto fundamental de Alves, testimonio apasionado de su “conversión” a un nuevo lenguaje expresivo.]
Una vez estaba con mi hermano. Y conversábamos sobre las cosas de la vida, la religión y la poesía, cuando él, de repente, me preguntó: —Rubem, ¿realmente crees en las cosas que escribes? [Otro autor que impactó a Alves fue el francés Paul Valery, cuya frase: “¿Qué sería de nosotros sin las cosas que no existen?”, citaría frecuentemente.]
Claro que es medio difícil creer, porque hace mucho que luché con Descartes, huyo de las ideas claras y distintas, prefiero las palabras que dejan al lector con esa extraña sensación de no saber si entendió o no, porque no es para ser entendido… Creer en la poesía, ¿es posible? Allí, frente a ambos estaba la botella de vino, el rojo luminoso del vaso eucarístico de Salvador Dalí, muchos lugares, michas lluvias, muchos cantos solitarios de pájaro en cada vaso. Tomé el vino y pregunté: —¿En qué necesitas creer para tomar el vino?
Medio espantado, respondió:
—En nada, es claro. Basta el vino. Es bueno, bonito, produce alegría…
Agregué:
—Lo mismo pasa con las palabras. No es necesario creer. Creer es algo de la cabeza. Pero las palabras son para el cuerpo. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra…”. Tomamos el vino no porque creamos en él sino por lo que hace con nuestros cuerpos. [En La teología como juego, cuyo título en portugués fue Variaciones sobre la vida y la muerte. El hechizo erótico-herético de la teología, 1981, Alves comenzó a dar forma a una fase creativa de su pensamiento al referirse a una “teología del cuerpo”. Por ello también fue pionero de lo que en inglés se conocería como body theology.]
Para quienes viven en el cuerpo, la palabra es algo que se recibe como quien come una uva. Algo para comer y beber. Nos quedamos con ella por lo que hace con nosotros. Las cosas buenas que despierta en lo más profundo, la alegría, el cuerpo que se expande para sentir los dolores y las esperanzas de los demás… ¿No fue eso lo que hizo el poema? Nos sentimos bien allí, en el cuarto, en la noche, en el muérdago, en el llanto… Las palabras hacen crecer nuestro cuerpo, nuestros ojos, los oídos, la nariz, la boca... Todo se hace más sensible. Olores nuevos, murmullos en los oídos, colores y gestos, mundos submarinos que ahora se ven. Decían Gandhi y Tagore que las masas hambrientas esperan un poema, poema que es alimento… Dirán que es magia. Eso mismo… La interpretación es el bisturí del cerebro que recorta la palabra. Y todo que se queda como era. Pero el poema es una palabra mágica que llama la vida escondida en nosotros. [En 1983 apareció Poesía, profecía, magia. Meditaciones, la primera de sus recopilaciones de textos marcados por el nuevo estilo de hacer teología, a contracorriente de lo que se esperaba de él como uno de los fundadores de la teología de la liberación.]
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