Toda piel humana tiene el mismo brillo a los ojos del creador y puede llegar a resplandecer como lo hizo la de Moisés, después de entablar diálogo con Dios.
Los castaños solamente se citan en la Biblia (RVR1960 y demás versiones derivadas) en dos ocasiones.
La primera tiene que ver con la estrategia empleada por Jacob contra Labán para cobrarse las ovejas y cabras manchadas (Gn. 30:37), mientras que la segunda corresponde a la alegoría del cedro y de los cipreses del libro de Ezequiel que encabeza esta entrada.
Sin embargo, estudios posteriores han demostrado que el término hebreo armón, עַרְמוֹן, que aparece en tales textos no se refiere al castaño sino al “plátano” (Platanus orientalis) muy común en Tierra Santa.
Por supuesto, no a los bananos ni a los plátanos de Canarias sino al plátano de sombra u oriental, especie arbórea de aspecto parecido a los arces que suelen plantarse al borde de los caminos y carreteras en Europa.
Los castaños no florecen actualmente en el clima de Israel ni en Mesopotamia ya que su área de distribución comprende solamente desde Europa hasta las regiones septentrionales de Turquía, mientras que el plátano oriental llega desde Europa hasta el Himalaya, cubriendo toda la región del Creciente Fértil.
Esta palabra hebrea usada para el árbol del plátano, armón, עַרְמוֹן, se tradujo al griego de la Septuaginta precisamente por πλάτανος (plátanos) y posteriormente al latín de la Vulgata por platanus.
El plátano oriental es un árbol de corteza suave que se descama a trozos fácilmente, proporcionándole al tronco un aspecto de puzle multicolor o de paleta de pintor de tonos verdoso-parduzcos.
Semejante característica viene reflejada en la propia etimología de la palabra hebrea que conecta con el arameo, aram, ערם, cuyo significado es “ser desnudado” y también con el árabe, aram, “despojar la envoltura”.
Desde luego, estas propiedades encajan mucho mejor con el plátano oriental que con el castaño europeo. Y así figura en numerosas versiones españolas de la Biblia (NVI, NBLH, LBLA, CST, PDT, BLP, BLPH y TLA).
No obstante, dado que el castaño sigue apareciendo en la versión Reina-Valera de 1960 y otras derivadas de ella, se mencionarán brevemente algunas de las principales características de esta especie vegetal.
El castaño (Castanea sativa) es un árbol que alcanza fácilmente los 30 metros de altura y pertenece a la gran familia de las Fagáceas, con más de 400 especies distribuidas por todo el mundo.
Es famoso por sus frutos, las castañas, que son comestibles y, durante los períodos de carestía, supusieron un alimento de supervivencia para las poblaciones humanas. Es originario de la Europa meridional y del norte de Asia Menor.
Aunque posteriormente se ha introducido en muchos países por todo el mundo. El tronco es derecho y, en los mayores ejemplares, puede alcanzar un diámetro de hasta dos metros. La corteza es lisa, pardusca a grisácea en los ejemplares jóvenes y castaño oscura en los viejos.
Se agrieta longitudinalmente pero nunca se descama. Las hojas son estrechas y alargadas, con unas dimensiones máximas de 8 por 22 centímetros. Su borde es serrado con dientes agudos.
Las flores masculinas están dispuestas en filamentos blanquecinos de hasta 20 centímetros, mientras que las femeninas son mucho más pequeñas y están repletas de pelos sedosos. Las castañas están cubiertas por una capa de largas espinas ramificadas, por lo que hay que recogerlas con guantes o con mucho cuidado.
Por lo que respecta al árbol, que la mayoría de los traductores de la Biblia considera que era al que se referían los antiguos escritores bíblicos, el plátano oriental (Platanus orientalis), cabe decir que su corteza es notablemente diferente a la del castaño, ya que presenta abundantes descamaciones de diferentes colores (ver PLÁTANO).
Podría hacerse cierta analogía entre la corteza de los árboles y la piel de las personas. La primera sirve a los botánicos para diferenciar a las distintas especies arbóreas, mientras que la piel humana, por desgracia, todavía es excusa para el racismo y la xenofobia.
No obstante, tales actitudes no pueden justificarse de ninguna manera. Ni la ciencia, ni la ética, ni tampoco los valores cristianos respaldan ninguna discriminación racial, ni mucho menos racista del ser humano.
Hoy sabemos que existen etnias humanas fácilmente clasificables por su aspecto físico externo, pero no existen las razas. La insignificante proporción de genes del ADN no permite una clasificación racial de la humanidad.
La ciencia ha confirmado que todas las personas pertenecemos a una misma raza humana, tal como afirmó hace más de dos milenios el médico evangelista Lucas, al decir que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres” (Hch. 17:26).
De manera que toda piel humana tiene el mismo brillo a los ojos del creador. Y, desde luego, toda piel puede llegar a resplandecer como lo hizo la de Moisés, después de entablar diálogo con Dios (Ex. 34:29).
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