Encarnar la ternura significa también volver a ser como niños y niñas, como nos lo enseñó Jesús. Significa vivir de la ilusión, de la inocencia y de admirar todo lo que les rodea.
Un fragmento de “Ternura, la revolución pendiente. Esbozos pastorales para una teología de la ternura”, de Harold Segura y Anna Grellert (2018, Editorial Clie). Puedes saber más sobre el libro aquí.
Ponernos en su mirada
Eso quiere decir que para que nos miren a los ojos nunca tengan que ver hacia arriba, no solo físicamente sino en cuanto a la relación afectiva y formativa. La horizontalidad es requisito para experimentar la ternura. El que nos sintamos en su mundo, en su nivel y en igualdad de valor y posición, en todos los procesos provee un puente directo para que fluya la ternura. La jerarquía y los roles en los procesos formativos obstaculizan la vivencia de la ternura, pues colocan a las personas en condiciones de distancias y de interacciones con barreras emocionales, de poder, de obediencia, de normas y de racionalidades que invisibilizan la humanidad, la particularidad y el amor.
Más que controlar, es sentir con el otro lo que provee acompañamiento. Más que exigir la atención y el obligar mediante el poder, es escuchar lo que construye el diálogo. Dar ternura es mirar frente a frente a ese otro u otra que fui, que soy y seré. Recordar que los niños y las niñas también nos enseñan y que eliminar esa sed de estatus y jerarquía, que caracteriza a las personas adultas, nos ayudará a crear el vínculo de la ternura.
En sus miradas se encuentra la conexión a ese universo propio de ellos, lleno de fantasía y juegos. Es al mirar ese universo cuando la ternura brotará, mientras ellos contemplan con los ojos abiertos y dispuestos a aprender.
Siempre, en cada actividad que planifiquemos, en cada encuentro en el que participemos, debemos dar un lugar importante a la voz de las niñas y los niños, sentarnos a su lado, a su nivel, agacharnos si es el caso, mirarlos de frente es básico si queremos dar ternura. Cara a cara, como iguales, escuchándolos y respaldándolos para que su mirada y sus palabras se valoren al igual que las de las personas adultas. Encarnar la ternura Tenemos que empezar por recordar que tenemos un cuerpo, luego, que este siente, y, entonces, entender que este necesita moverse, necesita afecto y seguridad.
Encarnar la ternura significa también volver a ser como niños y niñas, como nos lo enseñó Jesús. Significa vivir de la ilusión, de la inocencia y de admirar todo lo que les rodea. Es revivir el cuerpo, la capacidad de disfrutar, experimentar las sensaciones más cotidianas, recuperar la capacidad de asombro, fortalecer el vínculo del cuerpo con lo que nos rodea, especialmente con las demás personas. Todo eso nos ayuda a recuperar nuestra capacidad de sentir a fin de vivenciar la ternura.
Si no recuperamos nuestro cuerpo no podremos encarnar la ternura. Necesitamos apropiarnos de nuestro cuerpo y de la capacidad de dar y recibir afecto para poder concretar la ternura en nuestras relaciones. Si recuperamos la capacidad de sentir y aprendemos a celebrar nuestros sentidos, comprenderemos mejor a la infancia, nos meteremos con más facilidad en el mundo de los niños y las niñas. Y no solo eso, sabremos enseñar la ternura con nuestro ejemplo, mediante el disfrute del afecto y la promoción de la ternura en todas las relaciones interpersonales.
Sin esta capacidad física de sentir y disfrutar el afecto no podemos explicitar el amor mediante la ternura. Es fundamental experimentar el amor de maneras concretas en todas las relaciones y en las actividades que se programen en todos los procesos formativos o pastorales. Es en lo concreto que los niños y las niñas adquieren el sentido de las cosas.
Encarnar la ternura en nuestro propio cuerpo nos permite tomar conciencia de las necesidades e inquietudes de nuestros niños y niñas durante los encuentros en la iglesia. Ya que no son solo cerebros y ojos lo que se nos acercan, sino cuerpos llenos de energía y sensaciones, el abordaje que hagamos en la planificación de las actividades —incluso en los discursos y las temáticas para la preparación de personas responsables de esta población— debe ser holístico. Debemos tomar en cuenta no solo los objetivos por alcanzar en el aprendizaje, sino también aquellos por alcanzar en la dinámica de interrelaciones y de participación. Así aseguraremos la vivencia de la ternura en los procesos.
Seguir al maestro de la ternura
Como creyentes y seguidores de Jesús apreciamos sus enseñanzas y las valoramos como mensaje de vida y de amor. Quizá los textos en los que más se evidencia que él es un maestro de la ternura son aquellos en los que se hace referencia a la forma en que tocaba a las personas para sanarlas o para protegerlas. Y para nuestro interés en este libro, lo más representativo de su ternura lo leemos en los textos en los que demanda cuidado y especial trato a los niños y las niñas. En ese momento histórico en el que las niñas, los niños y adolescentes no eran más que objetos, Jesús, con su amor a las personas desfavorecidas, inició su revolución de amor. Hablamos de revolución porque la ternura constituye en sí una revolución en medio de una cultura con altos grados de estructura racional, con dinámicas de poder y violencia.
Jesús acogió amorosamente a quien lo buscaba, a la persona que estuviera enferma, abandonada, bajo el severo juicio social y religioso, incluso si estuviera muerta. Y no solo la acogía, también le daba afecto físico; él siempre tocaba o se dejaba tocar (como algunos relatos nos muestran), con caricias, con el soplo de su aliento, hablando de frente, protegiendo.
Jesús mismo amonestó a sus discípulos porque ellos no habían entendido bien su revolución de amor, pues todavía no se habían percatado del lugar tan importante que ocupan los niños y las niñas en el Reino. Así que, en nuestros lugares de trabajo pastoral o formativo, debemos reflejar esa ternura de Jesús; debemos hablar, mirar, tocar y proteger como él; dejemos que él ame a través de nosotros.
Sus enseñanzas así como sus actos reivindicaban de manera constante la dignidad y la trascendencia espiritual humanas. Él logró una ruptura total entre él y el paradigma legitimado de la violencia. Su vida encarnó la más absoluta empatía para con las personas vulnerabilizadas, pues su revolución de amor no se quedó solo en un discurso evangélico, sino que también con su amor sanador tocó con su propio cuerpo a las personas que luchaban contra el dolor y la enfermedad.
Son numerosos los textos que exponen a Jesús conmoviéndose profundamente ante la angustia humana y actuando para remediar dicha situación. «Jesús, conmovido, les tocó los ojos, y al punto los ciegos recobraron la vista y se fueron tras él» (Mateo 20.34). La ternura es un acto de justicia ante estas situaciones de dolor humano. El contacto físico amoroso de Jesús es un hecho que está presente a lo largo de los evangelios; por eso hemos dado a Jesús el título de «el maestro de la ternura».
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