Tímidamente, la iglesia católica comenzaría a distanciarse de las políticas autoritarias del régimen, aunque su conservadurismo seguiría prácticamente incólume.
El trascendental acontecimiento de Tlatelolco, punto álgido de una serie de acontecimientos de alcance nacional, no debe escamotearse a la reflexión madura del cristiano mexicano, como lo ha hecho inexplicablemente la prensa hoy, en lugar de contribuir al desarrollo integral de nuestra nación, con la consideración serena y el análisis justo de nuestras realidades inocultables.1
Sergio Méndez Arceo
Siempre es un tema apasionante, para propios y extraños, preguntarse por el papel, la postura o la actuación de las iglesias ante determinados acontecimientos sociales o políticos. El movimiento estudiantil mexicano de 1968 no es la excepción y bien vale la pena sacar a la luz la actuación de los conglomerados cristianos, particularmente en ese año lleno de efervescencia dentro y fuera de México. En el caso de la iglesia católica, el analista Bernardo Barranco, quien nunca deja de tomar el pulso a lo que haga o deje de hacer esa vertiente del cristianismo, se ha acercado varias veces al fenómeno. Ese año tan relevante para la vida de la iglesia católica latinoamericana debido, sobre todo a la realización de la II Conferencia del Episcopado de la región, además de los inicios de la teología de la liberación, coincidió con lo sucedido en las calles de la capital mexicana.
En 2008, ante la conmemoración de los 40 años de la matanza de Tlatelolco, calificó de crucial para los católicos mexicanos ese año sin par a causa de esos dos sucesos determinantes. En agosto, en Medellín, Colombia, los obispos latinoamericanos marcaron el rumbo para la iglesia católica. La jerarquía mexicana, como bien subraya Barranco, “era de las más conservadoras del continente, sólo equiparable con el reaccionario episcopado argentino”.2No obstante, agrega que la atmósfera libertaria del 68 alcanzó y cimbró a todos los actores eclesiales en medio “de una vigorosa vitalidad asociativa de nutridos movimientos laicales” cuya membresía superaba los 350 mil adherentes. Para él, se trataba de “un espacio de asociación y organización social alterna al Estado corporativo”. La posición de la alta jerarquía ante el conflicto estudiantil fue de “extrema prudencia”, que se convertiría “en apoyo y hasta sumisión acotada al gobierno”. Solamente los sectores minoritarios del clero (como fue el caso del obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, figura destacada de la vanguardia episcopal de la época) expresaron “repudio y desaprobación por los métodos represores desatados por el régimen”.
La mayoría de obispos conservadores “hicieron suya la trama de la supuesta conspiración comunista internacional; pero también es cierto que no aceptaron del todo los métodos de abierta represión ni la violencia institucional que desplegó el régimen”. Ernesto Corripio Ahumada, al frente del sector moderado del episcopado, “pocos años después admitía vergüenza institucional, pedía salir del oscuro rincón jurídico y demandaba a sus hermanos en el episcopado ‘acciones más osadas y evangélicas’”. Desde el exterior, el Vaticano, con todo y la renovación que experimentó gracias al Concilio Vaticano II, en plena “guerra fría”, sugirió la estrategia de las “Iglesias del silencio”, incrustadas en el entonces bloque socialista. “La incómoda postura de la jerarquía católica mexicana frente al gobierno, vista en retrospectiva, denota también el inicio de una toma de distancia crítica al dominante estilo presidencialista porque su servilismo toca fondo”. Tímidamente, la iglesia católica comenzaría a distanciarse de las políticas autoritarias del régimen, aunque su conservadurismo seguiría prácticamente incólume.
Entre los sectores mencionados que se mostraron solidarios con las causas estudiantiles “destacaron congregaciones como la de los jesuitas y dominicos”, así como organizaciones seglares como la Juventud Obrera Católica (JOC), la agraria (JAC), universitarios (MEP); centros de apoyo como el secretariado social mexicano y el Centro de Comunicación Social (Cencos). El 68 obligaría a tomar nuevas pautas de acción a los estudiantes católicos organizados y, al mismo tiempo, evidenciaría la “enorme división de la de la Iglesia mexicana entre conservadores y progresistas”. La jerarquía perdería “parte del control tradicional que ejercía en sus organizaciones ante la pérdida de valores tradicionales y el cuestionamiento a la autoridad”. Paradójicamente, el 68 hizo “más reaccionarios a los conservadores y más radicales a los progresistas”. Barranco califica al Vaticano II y a Medellín de “revolución cultural” interna que llevó “a muchos católicos mexicanos a repensar su papel social frente a la injusticia”. De ese modo surgieron “nuevas corrientes eclesiales como la de sacerdotes populares, centros de reflexión, investigación” y aparecieron revistas que dieron nuevos contenidos a la práctica pastoral.
Algunos grupos estudiantiles católicos se radicalizaron hacia la izquierda, por ejemplo, el Movimiento de Estudiantes y Profesionistas (MEP, que dirigió el propio Barranco años después) nutrió de activistas guerrilleros a la Liga Comunista 23 de Septiembre, cuyo emblema sería Ignacio Salas, quien pasó de “ser dirigente católico a uno de los guerrilleros urbanos más buscados por el régimen de Luis Echeverría”, el presidente que gobernó entre 1970 y 1976. La llamada “guerra sucia” reprimiría a sangre y fuego ése y los demás movimientos guerrilleros. El caso del obispo Méndez Arceo, estudiado con tanto detenimiento por el periodista Carlos Fazio, es una muestra de cómo la disidencia episcopal se atrevió a hacer oír su voz entre tanta uniformidad ideológica. Desde Cuernavaca (sur de la capital mexicana), rompió con los esquemas del conservadurismo dominante: “El obispo se nutrió del lenguaje social de la Revolución mexicana y se dejó influenciar por los movimientos sociales liberadores, como el jaramillismo en el campo, experiencias de convivencia colectiva reprimidas con saña. Su historia personal y ese caldo de cultivo lo pusieron en el campo sin fin del anuncio profético. Su palabra se hizo oír una vez más en septiembre de 1968”.3
El 22 de septiembre de ese año pronunció una homilía, con palabras muy duras, basada en el profeta Isaías en la que denunció el ambiente represivo que se vivía en el país. Y lo mismo hizo en los días subsiguientes, especialmente el 27 de octubre, cuando se condolió por lo sucedido en la Plaza de las Tres Culturas: “…ante los acontecimientos que nos llenan de vergüenza y de tristeza [ ...] hay que considerar positivo y consolador el hecho de que los jóvenes hayan despertado así a una conciencia política y social, y que aporten a México una esperanza que es nuestro deber alentar”. En el primer aniversario de la matanza, fustigó la violencia ejercida por el régimen: “La Biblia contiene la condenación irremisible de la violencia de los opresores y estimula la violencia de los oprimidos […] La opción entre la violencia de los opresores y la de los oprimidos se nos impone, y no optar por la lucha de los oprimidos es colaborar con la violencia de los opresores”. Días después visitó, no sin enorme resistencia gubernamental, a los presos políticos en la cárcel de Lecumberri, a quienes les dijo: “He venido a regocijarme porque ustedes están trabajando por la liberación”.4Este tipo de obispos era impensable en el espectro católico del país, de ahí que provocó una enorme incomodidad en el Episcopado. El ex pastor metodista Raúl Macín dedicó un libro a este obispo.5
A propósito de los 50 años del movimiento, Barranco hizo algunas puntualizaciones muy concretas sobre la radicalización de ciertos grupos católicos:
El movimiento estudiantil del 68 representó la fisura de sectores progresistas minoritarios que fungieron como vanguardia, que incluían a jesuitas y dominicos, que sostenían el CUC [Centro Universitario Cultural] en Ciudad Universitaria, y numerosos laicos que batallaron frente a una jerarquía medrosa. Algunos ejemplos. José Álvarez Icaza, […] prominente laico director de Cencos no terminaba de defender a los estudiantes cuando era descalificado por Anacleto González Flores, presidente de la Unión de Católicos Anticomunistas. Mientras a Pedro Velázquez (SSM, Secretariado Social Mexicano) le preocupa la acechante represión, el poderoso arzobispo poblano Octaviano Márquez habla por teléfono con el presidente Díaz Ordaz para expresarle el apoyo incondicional de la jerarquía eclesiástica contra los “comunistas”. El sacerdote Jesús García uno de los 37 firmantes de una valiente carta de sacerdotes que reivindicaba la lucha de los jóvenes, publicada el primero de septiembre de 1968, recuerda cómo fueron descalificados. Ante la opinión pública nos quisieron hacer ver como el grupo de la Iglesia que apoyaba esa supuesta conspiración.6
Su referencia a la forma en que algunos movimientos católicos “nutrieron” a algunos movimientos armados le valdría una fuerte reacción de algunos estudiosos del tema. Porque, en efecto, se trata de uno de los aspectos más espinosos que se abordará aquí en la siguiente entrega.
Notas
1Cit. Por Carlos Fazio, “Mendez Arceo y el 68”, en La Jornada Semanal, supl. de La Jornada, núm. 670, 6 de enero de 2008,www.jornada.com.mx/2008/01/06/sem-carlos.html.
2B. Barranco, “1968, año crucial para los católicos”, en La Jornada, 1 de octubre de 2008,www.jornada.com.mx/2008/10/01/index.php?section=politica&article=025a2pol.
3C. Fazio, op. cit. Cf.Ídem,La cruz y el martillo. Pensamiento y acción de Sergio Méndez Arceo.México, Joaquín Mortiz, 1987.
4Cf. Elena Poniatowska, “Los cien años del obispo Sergio Méndez Arceo”, en La Jornada, 7 y 8 de octubre de 2007,www.jornada.com.mx/2007/10/07/index.php?section=opinion&article=a04a1cul.Este artículo refiere las vicisitudes que pasó el obispo para visitar a los estudiantes presos.
6B. Barranco, “La Iglesia ante el movimiento estudiantil de 1968”, en La Jornada, 3 de octubre de 2018, www.jornada.com.mx/2018/10/03/opinion/026a2pol.Barranco dedicó la emisión de su programa televisivo Sacro y Profano del 8 de octubre pasado: https://www.youtube.com/watch?v=f6XfV8JKahE.
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