En la providencia de Dios, nuestra familia no ha quedado exenta de sufrir el cáncer en la peor de sus manifestaciones. En mi propia vida, el Señor ha dado y el Señor ha quitado.
Un fragmento de “¡Mi Dios es fiel! Lecciones aprendidas a lo largo de la senda oscura del cáncer”, de Paul D. Wolfe (2014, Editorial Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.
Prefacio
Decidí escribir este libro a raíz de mi deseo de documentar, y compartir así con los demás, las lecciones aprendidas durante cerca de un año de batalla contra el cáncer que viví entre abril de 1999 y marzo de 2000. Han transcurrido algunos años desde que pasara por aquella experiencia, pero considero que, durante ese tiempo, las verdades que tan vivamente quedaron grabadas en nosotros en medio de la tormenta no han hecho más que seguir influyendo en nuestras almas y conformando mi obra como pastor. Así, aunque ha transcurrido ya tiempo desde aquellas poderosas impresiones, sigo deseoso de compartir lo que el Señor se complació en enseñarme.
Este libro no tiene el propósito de ser un tratamiento exhaustivo de la cuestión del sufrimiento. ¡El lector quedará muy defraudado si busca encontrarlo aquí! En lugar de eso, es en parte recuerdo y en parte enseñanza, con la mirada puesta en las verdades que quedaron de manifiesto en nuestra experiencia.
Parece que son pocos aquellos cuyas vidas no se han visto afectadas de un modo u otro por el cáncer. Y, por supuesto, nadie cuya vida esté exenta por entero de sufrimiento. Hay toda clase de sendas oscuras que debemos recorrer, dolores de todo tipo y magnitud que hemos de sufrir. Todos y cada uno de nosotros debemos asimilar la realidad del sufrimiento en esta vida, y el evangelio de Jesucristo tiene mucho que decir al respecto. Por ese motivo, creo que aquí hay lecciones que cualquier persona puede asimilar y aplicar. Oro por que este libro sea de ayuda en ese sentido.
[…]
EL MOTIVO DE ESTE TÍTULO
Permítaseme decir algunas palabras acerca del título de este libro, ¡Mi Dios es fiel! Lecciones aprendidas a lo largo de la senda oscura del cáncer.
El título proviene de las palabras de un himno que ha llegado a significar mucho para mí: «Whate’er My God Ordains is Right» (Lo que Dios hace bien hecho está). Una de las responsabilidades que asumí al comenzar mi obra como pastor interino en la New Hope Presbyterian Church, en el verano de 1997, fue ayudar a mi congregación a aprender algunos de los himnos más desconocidos de nuestro himnario. «Lo que Dios hace bien hecho está» fue uno de los primeros que aprendimos aquel verano juntos. La historia que hay detrás del texto de ese himno es reseñable: se dice que Samuel Rodigast escribió el texto en 1675 para un amigo, el compositor Severus Gastorius, que por aquel entonces sufría una grave enfermedad.
Por supuesto, cuando leí y enseñé aquellas palabras por vez primera, no advertí lo certera y maravillosamente que me hablarían en mi enfermedad tan solo unos pocos años después.
Saber que tenía cáncer, y todo el proceso del tratamiento posterior, fue en muchos sentidos una «senda oscura» (cf. verso 6 más abajo), pero descubrí durante todo el camino que «mi Dios es fiel» (cf. verso 5). Desde aquella época no hecho sino convencerme más aún de su veracidad y su fidelidad.
Lo que Dios hace bien hecho está,
su voluntad es siempre justa;
lo que él haga conmigo
aceptaré tranquilo.
Mi Dios es fiel,
y en la senda oscura
bien sabe cómo protegerme;
de él me dejaré guiar.
Lo que Dios hace bien hecho está,
él no me engañará;
me guía por el sendero recto,
para que me goce
en su bondad
y tenga paciencia.
Él remediará mi tribulación,
pues está en sus manos.
Lo que Dios hace bien hecho está;
y si debo beber el cáliz,
que puede parecerme amargo,
no he de atemorizarme,
pues al final
habré de alegrarme
con dulce consuelo en mi corazón.
Entonces se disipará todo dolor.
Lo que Dios hace bien hecho está,
junto a él permaneceré,
y así en el áspero camino
me acosen penas, muerte y desventura,
Dios me sostendrá
paternalmente
en sus brazos.
Y, por tanto, lo dejaré obrar.
SAMUEL RODIGAST (1675)
CAPÍTULO 1
Primer acto: infamia
Justo al día siguiente del ataque de Pearl Harbor, el presidente Franklin D. Roosevelt vaticinó que el 7 de diciembre de 1941 sería «una fecha marcada por la infamia». Por supuesto, lo mismo cabe decir en nuestra época de los ataques del 11-S. La mera mención de tales fechas evoca la pérdida de innumerables vidas, así como la ira, la impotencia y el temor que llenó tantos corazones. Cada vez que nos paramos a recordarlo, sentimos una especie de escalofrío fúnebre. Son momentos históricos inolvidables, como si esas fechas hubieran quedado grabadas en nosotros.
Para muchos de nosotros existen fechas infames como esas relacionadas con eventos de nuestras vidas individuales. La mía es el 23 de abril de 1999. Ese día recibí la noticia de que padecía cáncer. En aquel momento tenía veintiocho años. Ira, impotencia, temor, un escalofrío fúnebre: sentimos todo eso.
Tras una imagen por resonancia magnética (IRM) practicada por la mañana, seguida de una biopsia por la tarde, quedó patente que tenía una masa cancerosa que oprimía la espina dorsal en la parte superior de la espalda. Ahí estaba la explicación del empeoramiento en los síntomas que había estado experimentando, aunque desde luego no era la explicación que habíamos previsto. Una masa cancerosa que oprime la espina dorsal. Por eso había sufrido un dolor de espalda tan intenso durante los últimos meses. Por eso había perdido gradualmente la motricidad de las piernas durante las semanas previas. Y por eso tuve que ingresar con toda urgencia para iniciar el tratamiento en el George Washington University Hospital, al otro lado de la calle del centro de IRM.
Y así comenzó lo que acabaría siendo una odisea de casi un año luchando contra un linfoma no Hodgkin: cirugía seguida de quimioterapia, seguida de radioterapia, seguida de más quimioterapia aún; y todo ello combinado con los altibajos emocionales que tan bien conocerán quienes hayan experimentado el cáncer, ya sea como pacientes o como afectuosos observadores.
Naturalmente, fue una época que nos puso a prueba a mi esposa Christy y a mí. Sin embargo, fue también un período de aprendizaje. Aun recorriendo la senda oscura del cáncer hubo luz. La luz resplandeciente de la Palabra de Dios nos guio en nuestra peregrinación oncológica, desafiando nuestras expectativas, renovando nuestra fe y, por encima de todo, fortaleciendo nuestra esperanza.
Deseo compartir a lo largo de este libro algunas de las lecciones que aprendimos. Para hacer tal cosa, tendré que relatar algunas partes de nuestra historia a medida que avancemos. Rememoraré, pues, nuestra experiencia como una obra de teatro en tres actos, con las lecciones que aprendimos entretejidas en ellos.
Antes de que se levante el telón del «Primer acto», permítaseme decir que sería el primero en reconocer que nuestra experiencia con el cáncer no fue tan ardua y dolorosa como la de muchos otros. Entre el día de mi diagnóstico y el momento en que se cerró felizmente la puerta del tratamiento, apenas transcurrió un año. Sin embargo, para muchos es un camino mucho más largo. Además —aun a riesgo de explicitar lo obvio—, mi tratamiento funcionó; me curé. Sin embargo, para muchos la curación nunca llega; el camino culmina en la muerte, y los seres queridos quedan atrás en la aflicción. No afirmo ser el que más ha sufrido, ya que son muchos los que han recorrido sendas más oscuras.
Aun así, creo que cabe decir que un pequeño cáncer da mucho de sí. Aunque no fuimos los que más padecimos, sí que sufrimos lo suficiente para que se nos diera la oportunidad (¡qué «oportunidades» da el Padre a sus hijos!) de considerar la realidad del sufrimiento a la luz del evangelio.
También quisiera decir que, aun cuando yo me recuperé, en otras épocas de mi vida ha habido seres queridos que no lo han hecho. En la providencia de Dios, nuestra familia no ha quedado exenta de sufrir el cáncer en la peor de sus manifestaciones. En mi propia vida, el Señor ha dado y el Señor ha quitado. Escribo como quien ha visto la vida y la muerte. Más adelante añadiré algo al respecto.
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