El hombre es el centro del Universo tan sólo en la medida en que el hombre se somete a la voluntad de Dios.
Ramiro de Maeztu y Whitney nació en Vitoria el 4 de mayo de 1874. Su padre era vasco y su madre inglesa. Estudió el bachillerato en su ciudad natal y joven aún marchó a París, en cuya ciudad residió algún tiempo y posteriormente se trasladó a Cuba, trabajando en una plantación de azúcar que allí tenía su padre. En Cuba luchó por España en la guerra contra los Estados Unidos.
De Cuba regresó a Madrid, donde se inició en el periodismo, colaborando en diarios de la capital y en algunos de provincias. Maeztu pasó largos años de su vida en Londres, donde fue corresponsal de prensa durante la primera guerra mundial de 1914 a 1918.
En 1919 regresó definitivamente a España y se incorporó activamente a la vida literaria del país. Fundó una gran revista, Acción social; fue embajador de España en Argentina; obtuvo el premio de periodismo “Luca de Tena” y fue académico de las Reales Academias de la Lengua y de Ciencias Morales y Religiosas.
Al producirse el alzamiento militar en 1936, Maeztu fue detenido en Madrid y encarcelado. Fue fusilado el 29 de octubre del mismo año. María de Maeztu dice que cuando iban a matarle pronunció estas palabras: “Yo sé por qué muero. Vosotros no sabéis por qué me matáis”.
Maeztu publicó en 1919 un importante libro que tituló La crisis del humanismo. Esta obra fue escrita originalmente en inglés y publicada en Londres tres años antes con el título Authority, liberty and funtion. Adelantándose al pensamiento de tres grandes escritores contemporáneos: Berdiaeff, Spengler y Bello, Maeztu fundamenta su tesis sobre la crisis del Humanismo en el hecho de que se intente construir una ética y una moralidad sin Dios.
Como movimiento histórico, el Humanismo se concreta en torno al siglo XV, precedido por autores del XIII y del XIV tales como Brunnetto Latini, Dante Alighieri, Francisco Petrarca, Juan Boccaccio y otros, según la acertada relación de Guillermo Fraile en su tercer tomo de Historia de la filosofía.
Los hombres del Humanismo, a quienes es preciso reconocer una asombrosa actividad en pro de la cultura, predicando el retorno a la antigüedad clásica y reviviendo el estudio de toda la literatura, cometieron un error que fue común a casi todos ellos: convertirse en apóstoles de un movimiento espiritual, ético, filosófico y en gran medida, religioso, prescindiendo del concepto cristiano de naturaleza humana; olvidando que el hombre no se realiza plenamente en su humanidad entre tanto no desarrolla las energías espirituales que se contienen en esa parte de su ser que está formado a imagen y semejanza de Dios.
Werner Jaeger dice en su Humanismo y teología que los humanistas del siglo XV crearon su movimiento y expresaron su ideología en torno a dos palabras clásicas: La “humanista”, acuñada por los griegos y popularizada por Cicerón para resaltar los valores de la cultura, y la “renascentia” o “renovato”, “término cristiano que originalmente significó algo así como un renacer espiritual”.
La crisis del Humanismo arranca desde sus primeros brotes. Porque sus apóstoles pusieron todo el énfasis en la cultura y olvidaron lamentablemente la regeneración espiritual. El mundo de hoy sería distinto si el Renacimiento que maduró en Italia entre los siglos XV y XVI no se hubiera limitado al florecimiento de las artes plásticas y al desarrollo intelectual y literario. Si además de esta labor de cerebro se hubiese propugnado la transformación del corazón mediante la Gracia de Dios, labor que en modo alguno está limitada a los profesionales de la religión, el Renacimiento habría evitado a la Humanidad una gran parte de los males que desde entonces viene padeciendo.
Aún cuando el Humanismo del siglo XV no se desentiende propiamente de Dios y perfila una antropología humana que quiere armonizar el pensamiento clásico de Grecia y Roma con la concepción cristiana, el empeño queda a mitad de camino y pronto se deja a un lado la visión genuinamente bíblica del hombre para enfatizar sus esencias intelectuales y sus valores puramente materiales: el hombre como centro de sí mismo. Son los primeros perfiles del Humanismo ateo. Así lo veía Maeztu:
“La idea humanista significaba en aquél tiempo el estudio de los clásicos antiguos, con objeto de hallar en la historia humana, como opuesta a la historia sagrada, los modelos en que inspirar la educación de las generaciones venideras. Posteriormente, los Humanistas fueron combatidos, a causa de su preferencia exclusiva por el estudio del latín y del griego. En oposición a los Humanistas, los “Filántropos” de los siglos XVIII y XIX mantuvieron el estudio de las ciencias naturales. Pero en el fondo Humanistas y Filántropos participaban de las mismas ideas: que nada humano debiera serles extraño, que todas las religiones y creencias habían contribuido al progreso del hombre, y que el hombre es el centro espiritual del mundo. Al mismo tiempo que Copérnico había descubierto que la tierra no era el centro del Universo, los Humanistas trasladaron al hombre los ejes todos de la vida moral. “Todas las cosas son para los hombres, pero los hombres son unos para otros”. “El hombre es un fin”, solía decir Goethe. “Respeta la Humanidad en tu persona, y en la de los demás, no como un medio, sino como un fin”, era la fórmula de Kant”.
Tal formulación, desde una perspectiva bíblica, es muy débil. El hombre es el centro del Universo tan sólo en la medida en que el hombre se somete a la voluntad de Dios. La criatura, si prescinde del Creador, pierde su verdadero centro, su motivo de ser y de existir. El fin del hombre no ha estado jamás en el hombre mismo. Ni puede estarlo. Su fin, en la tierra fría, es derrotista.
El Humanismo estará en crisis entre tanto desconozca todo lo referente a la espiritualidad del hombre. Una antropología materialista que conciba al hombre en sus meras funciones naturales no es cristiana y, hasta cierto punto, tampoco humana, porque la humanidad en el hombre no puede admitirse independientemente de su espiritualidad. El hombre es materia y espíritu, soplo de vida y barro hecho carne. Si prescinde de la Gracia de Dios, el hombre queda reducido a esa triste y humillante condición de perdido que señala San Pablo en el capítulo tres de su epístola a los Romanos.
Maeztu lo ve igualmente así. Y prosigue:
“Como la ética humanista es falsa, sus consecuencias tienen que ser malas. Y fueron malas. Por ella perdieron los hombres la conciencia de vivir en pecado. Y con la conciencia de vivir en pecado desapareció el freno espiritual que contenía sus malos impulsos. El hombre del Renacimiento ha perdido su freno espiritual porque no se siente pecador. Es el hombre de Shakespeare: Otelo, Macbeth, Falstaff, Romeo, Hamlet. Nada le detiene. Es una ley para sí mismo, para usar la frase feliz de San Pablo. Precisamente porque no cree más que en sí mismo, está a punto de cesar de ser hombre; no es sino un esclavo de sus propias pasiones”.
Ni San Agustín, ni Santo Tomás lo hubieran dicho con más sentido de la ortodoxia bíblica. Esa es la visión divina del hombre, tal como se encuentra en la Sagrada Escritura. Maeztu la expone sin recurrir a las clásicas citas de la Biblia, pero su pensamiento está inspirado en el Libro de Dios.
“Los hombres –decía Sartre- ¡hay que amar a los hombres; son formidables!”. Y lo son. Pero sólo cuando se realizan en su plenitud. Cuando lo humano está controlado, y gobernado, y saturado por lo divino que lleva el hombre dentro de sí. Cuando no, el hombre deja de ser formidable y se convierte en un lobo para el hombre.
Maeztu lo sabía bien. Y lo experimentó en su propia carne aquél triste día de un otoño castellano en que su cuerpo cayó acribillado por las balas de un pelotón de hombres dirigidos por el odio y el rencor.
El Humanismo es pura abstracción. Sin su correspondiente espiritualismo, borrada la imagen de Dios en el hombre, el Humanismo queda reducido a eso: un grupo de hombres fusilando a otro hombre porque sus ideas de la vida y de las cosas no coinciden.
En este inicio del siglo XXI el Humanismo se enfrenta a un tipo de crisis diferente. Ya no se trata de la glorificación de la cultura, que eleva al hombre hasta cimas de ideales y de noblezas, constituyéndolo en rey absoluto del Universo sin necesidad de otra dependencia fuera de sí mismo. Ahora se trata de la técnica. En lugar de elevarlo, como la cultura del Renacimiento, la técnica del siglo XXI lo rebaja, lo desplaza y sustituye. Ante la máquina, el hombre está quedando reducido a un tornillo más, a una pieza que se mueve al antojo de otras voluntades.
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