El escritor llegó al ateísmo por el camino del anticlericalismo y a éste por la decepción religiosa, por el desencantamiento de los principios religiosos que desde niño le habían enseñado.
Vicente Blasco Ibáñez nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Murió en Mentón, Francia, el 28 de enero de 1928.
En Valencia hizo los estudios del Bachillerato y empezó la carrera de Derecho, que dejó sin terminar. A los catorce años escribió su primera novela y sin permiso de los padres se trasladó a Madrid, donde fue secretario de Fernández y González, autor muy conocido en su época por sus novelas folletinescas. Cinco años permaneció Blasco Ibáñez junto a Fernández y González, de quien se dice aprendió la técnica de novelar. Envuelto en un complot, tuvo que huir a París, regresando en 1891, tras haber sido amnistiado. En 1898 fue elegido diputado a Cortes por Valencia y desarrolló una intensa campaña política. Sus discursos eran siempre encendidos, revolucionarios. Renunció a esta actividad política en 1909 y al año siguiente se embarcó rumbo a Argentina, donde se estableció como colono, fundando dos grandes colonias agrícolas en la Patagonia, “Cervantes” y “Nueva Valencia”. La empresa fracasó por falta de medios económicos y Blasco Ibáñez regresó a Europa, donde se dedicó a una intensa labor literaria que cristalizó en obras tan excelente como LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS, LA VUELTA AL MUNDO DE UN NOVELISTA, MARE NOSTRUM y así hasta cuarenta volúmenes que atestiguan su vasta producción literaria. Fue traducido a los principales idiomas. Se hizo millonario. Dio varias veces la vuelta al mundo. Tuvo palacios y villas junto al mar. Su fama de novelista cruzó todas las fronteras y fue mimado por la vida. Existen ediciones de sus obras completas hasta en ruso y japonés. Por un artículo llegó a cobrar hasta 1.000 dólares de entonces.
Escribiendo acerca de su propia vida, Blasco Ibáñez dice: “Yo soy un hombre de acción, que he hecho en mi vida algo más que libros, y no gusto de permanecer inmóvil durante tres meses en un sillón, con el pecho contra una mesa, escribiendo diez horas por día. Yo he sido agitador político, he pasado una parte de mi juventud en la cárcel (unas treinta veces); he sido presidiario; me han herido mortalmente en duelos feroces; conozco todas las privaciones físicas que un hombre puede sufrir, incluso la de una absoluta pobreza; y, al mismo tiempo, he sido diputado hasta que me cansé de serlo (siete veces); he sido amigo íntimo de jefes de Estado; conocí personalmente al viejo sultán de Turquía; he habitado palacios; durante unos años de mi vida he sido hombre de negocios y manejado millones; en América he fundado pueblos…”.
En el cementerio civil de Valencia, paseando un día entre las sepulturas, tropecé con la tumba que guarda los restos de Blasco Ibáñez. Una franja gris, si mal no recuerdo, sobre el fondo blanco del mármol; y en la franja el nombre del novelista: Vicente Blasco Ibáñez. Nada más. Ni siquiera el tradicional “aquí yace”.
Y es que Blasco Ibáñez era ateo. No creía en otra vida más allá de esta. No admitía la existencia de otro mundo donde el alma, libre ya de la materia opresora, parte en el mismo instante del último suspiro para encontrarse con su Creador. El Gabriel Luna de LA CATEDRAL, en quien Blasco Ibáñez encarnó sus propios sentimientos, dice en uno de sus muchos soliloquios: “El hombre debía buscar la felicidad únicamente en este mundo. Tras de la muerte sólo existía la vida infinita de la materia, con sus innumerables combinaciones; pero el ser humano anulábase como la planta o la bestia irracional; caía en la nada al caer en la tumba. La inmortalidad del alma era una ilusión del orgullo humano que explotaban las religiones, haciendo de esta materia su fundamento”.
Herido ya de muerte, Gabriel Luna distingue a un señor vestido de negro que avanza hacia su lecho y por el movimiento de los labios adivina que le habla. Por un momento la luz de la razón ilumina muy débilmente su cerebro. Y el revolucionario sueña: “¿Estaría en otro mundo? ¿Serían falsas sus creencias y después de la muerte existiría otra vida igual a aquella que había abandonado?”.
Blasco Ibáñez se encarga de despejar la duda. Lo hace tal como lo siente. “Esa fue –dice- la última visión, indecisa y borrosa, como vista a la luz de una chispa fugaz. Después, la oscuridad eterna, el aniquilamiento… la nada. Al día siguiente salió en hombros de la enfermería de la cárcel, para desaparecer en la fosa común. El secreto de su muerte lo guardó la tierra, esa madre ceñuda que presencia impasible las luchas de los hombres, sabiendo que grandezas y ambiciones, miserias y locuras, han de pudrirse en sus entrañas, sin otro resultado que fecundar la renovación de la vida”.
¡Pobre Blasco Ibáñez! ¡Qué sorpresa se llevaría al descubrir su error, el gran error de su vida! Al verse ante la presencia del Dios que siempre negó y comprobar la existencia de otros mundos donde el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, vive eternamente entre realidades espirituales.
En el capítulo de responsabilidades, Dios no olvidará a los que empujaron a Blasco Ibáñez hacia el ateísmo, a los que debieron guiarle por el camino recto e hicieron todo lo contrario, contribuyendo, con el ejemplo, a la frustración espiritual del novelista. Porque Blasco Ibáñez llegó al ateísmo por el camino del anticlericalismo y a éste por la decepción religiosa, por el desencantamiento de los principios religiosos que desde niño le habían enseñado.
Toda la obra del valenciano rezuma anticlericalismo, irreligiosidad, pero este sentimiento se acentúa en las novelas “de rebeldía” o sociales y en las que trata preferentemente asuntos religiosos como LA ARAÑA NEGRA, LA CATEDRAL, etc. Él, que hizo sus estudios, según confesión propia, en un colegio de religiosos y recibió “una educación estrictamente religiosa”, combatió el catolicismo español con toda la fuerza de su inteligencia. En LA CATEDRAL, como hiciera Galdós en su ÁNGEL GUERRA, la Iglesia Primada sirve al novelista para el desarrollo de un episodio eminentemente anticlerical, protagonizado por Gabriel Luna, un antiguo seminarista que se convierte en ateo revolucionario y que tiene mucho del mismo Blasco Ibáñez. Luna, en uno de sus largos discursos contra el clero, nos dice lo que Blasco Ibáñez pensaba de la religión en este país:
“En España, tres siglos de intolerancia, de excesiva presión clerical, han hecho de nuestra nación la más indiferente en materias religiosas. Se siguen las ceremonias del culto por rutina, porque hablan a la imaginación, pero nadie se toma el trabajo de conocer el fundamento de las creencias que profesa; se acepta todo sin reflexionar; se vive a gusto, con la seguridad de que a última hora basta morir entre sacerdotes con un crucifijo en la mano para salvar el alma. Tanto apretaron en otros tiempos curas, frailes e inquisidores, que la máquina de la fe saltó en mil pedazos y no hay quien arregle este artefacto que requiere la cooperación de todos…”.
“Es verdad. Ninguna religión ha sido tan cautelosa como esta; ninguna se ha emboscado mejor para salir al encuentro del hombre; ninguna ha escogido con tanto acierto, en los momentos de dominación, las posiciones para hacerse fuerte, cuando llegase la decadencia. Imposible moverse sin tropezar con ella. Sabe desde muy antiguo que el hombre, mientras se ve sano en la plenitud de su fuerza vital, es, por instinto, irreligioso. Cuando vive bien le preocupa poco la llamada existencia eterna. Únicamente cree en Dios y le teme en la hora de la suprema cobardía, cuando la muerte le abre la oscuridad sin fondo de la nada, y él, en su orgullo de bestia racional se subleva contra la completa supresión de su ser. Quiere que su alma sea inmortal, y acepta las fantasías religiosas de cielos e infiernos. La Iglesia que teme la irreligiosidad de la salud, ocupa, como usted dice, todas las avenidas de la vida, para que el hombre no se acostumbre a existir sin ella, llamándola únicamente a la hora de la muerte. Los muertos le producen mucho dinero; son su mejor finca, pero quiere igualmente reinar sobre los vivos. Nadie se escapa a su despotismo y su espionaje. Se infiere en todas las cosas de los humanos, desde las grandes a las insignificantes: interviene en la vida pública y en la íntima; bautiza al que viene al mundo, acompaña al niño a la escuela, monopoliza el amor, declarándolo vergonzoso y abominable cuando no se somete a su bendición y divide la tierra en dos categorías: la sagrada para el que muere en su seno, y el estercolero al aire libre para el hereje. Interviene en el traje, declarando cuál es el porte honesto y cristiano y cuáles las galas escandalosas; da reglas para las secretas expansiones en el lecho matrimonial, y hasta se introduce en la cocina, creando un arte culinario del catolicismo, que reglamenta lo que se debe comer, lo que no debe mezclarse, y anatematiza ciertos manjares, que siendo buenos el resto del año, resultan el más horrendo de los sacrilegios en determinados días. Acompaña al hombre desde el nacimiento y no lo abandona ni aún después de depositarlo en la tumba. Lo conserva agarrado por el alma y le hace peregrinar por el espacio, pasándolo de destino en destino, ascendiéndolo camino del cielo, con arreglo a los sacrificios que se imponen sus sucesores en beneficio de la Iglesia”.
Así vio el novelista la religión católica en España. Y malo es que una religión actúe en la vida como dice Blasco Ibáñez, pero peor aún es que el pueblo se acostumbre a ella, la tolere por temor y la practique sin convicciones. Otra vez Gabriel Luna: “No hay fe; esa es la verdad. El español, después de aquella fiebre religiosa que casi le produjo la muerte, vive en una indiferencia externa, no por reflexión científica, sino por debilidad de pensamiento. Sabe que irá al cielo o al infierno; lo cree así porque se lo han enseñado, pero se deja llevar por la corriente de la vida, sin esfuerzo alguno por escoger un sitio u otro. Es el hombre que más practica la religión y menos piensa en ella. Ni duda ni cree. Acepta lo establecido, viviendo en un sonambulismo intelectual. Si alguna vez el pensamiento, desvelándose, le sugiere una crítica, la ahoga al momento por el miedo. La Inquisición aún vive entre nosotros; no tememos a la hoguera, pero nos causa pavor el qué dirán. La sociedad estacionada y refractaria a toda innovación, es el Santo Oficio moderno. El que desentona, saliéndose de la general y monótona vulgaridad, se atrae las iras sordas de la gran masa escandalizada y sufre el castigo. Si es posible se le somete a la prueba del hambre, cortándose los medios de vida; si es independiente, se le quema en efigie, creando el vacío en torno a él. Hay que ser correcto, acatar lo establecido, y de aquí que, ligados unos a otros por el miedo, no surja una idea original, no exista un pensamiento independiente y hasta los sabios se guarden para sí las conclusiones que sacan del estudio, sometiéndose en la vida vulgar a los mismos usos y preocupaciones de los imbéciles…”.
Mucho se ha criticado a Blasco Ibáñez por esta postura atea y anticlerical. Pero no puede perderse de vista su condición previa de católico. Blasco Ibáñez fue un producto del cristianismo. De un cristianismo humano, carnal, materializado, en cuyos más íntimos escondrijos escarbó y salió con el alma partida. También fue católico Voltaire, el ateo más combativo de todos los tiempos; durante seis años fue brillante alumno de un colegio jesuita. Y Ernesto Renan, el racionalista autor de la VIDA DE JESÚS más leída, fue también católico, sacerdote durante muchos años, hasta que renunció a la sotana. Y sacerdote católico fue también Loisy, que tanto atacó la Biblia. Y Stalin, el hombre fuerte del comunismo, fue en su juventud seminarista católico.
Blasco Ibáñez fue anticlerical porque en España no conoció otra religión más que la que él tanto atacó. Fue ateo porque nunca llegó a entender el verdadero significado del cristianismo. En más de una ocasión, como él mismo dejó escrito, se lanzó a la búsqueda de “una iglesia” donde vivir la vida de Cristo. Y, naturalmente, siempre salió defraudado. Debería haber buscado “la Iglesia”, en singular; la auténtica, la única, la Iglesia que se revela en las páginas del Nuevo Testamento. La religión que los primeros discípulos de Cristo practicaron es muy diferente de las religiones cristianas que hoy se conocen. Estas nos defraudan, nos hacen ateos y rebeldes contra Dios en cuanto las conocemos un poco, nos matan el alma y nos hunden en la desesperación; pero aquella no: La Iglesia del Nuevo Testamento abre las puertas del cielo, nos proporciona una visión justa de Dios, nos enseña a estar en la vida con paz en el alma y con seguridad en el corazón, nos descorre el velo que cubre el misterio de la vida y el misterio de la muerte y ante nuestras mentes, por muy exigentes que sean, se descubre en toda su dimensión la maravilla de Dios.
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