¿Por qué se le denomina santo? Sin duda, la explicación es que su obra particular consiste en producir la santidad y el orden en todo lo que hace al aplicar la obra de salvación de Cristo.
Un fragmento de “Dios El Espíritu Santo”, de Martyn Lloyd-Jones (Editorial Peregrino, 2001). Puede saber más sobre el libro aquí.
La mejor forma de enfocar la doctrina del Espíritu Santo es comenzar por advertir los nombres y títulos que se atribuyen a esta persona.
En primer lugar, están todos los nombres que lo relacionan con el Padre; permítaseme enumerar algunos de ellos: el Espíritu de Dios (Génesis 1:2); el Espíritu del Señor (Lucas 4:18); el Espíritu de nuestro Señor (1 Corintios 6:11).
Luego hay otro que es el Espíritu de Jehová el Señor, que se encuentra en Isaías 61:1. Nuestro Señor habla, en Mateo 10:20 del Espíritu de vuestro Padre, mientras que Pablo se refiere al Espíritu del Dios viviente (2 Corintios 3:3).
Mi Espíritu, dice Dios en Génesis 6:3, y el Salmista pregunta: “¿A dónde me iré de tu Espíritu?” (Salmo 139:7). Hay referencias a Él como su Espíritu —el Espíritu de Dios— en Números 11:29; y Pablo, en Romanos 8:11, utiliza la frase y si el Espíritu de aquel [Dios el Padre] que levantó de los muertos a Jesús.
Todos estos son títulos descriptivos que se refieren al Espíritu Santo en términos de su relación con el Padre.
En el segundo grupo se encuentran los títulos que relacionan al Espíritu Santo con el Hijo.
Primero: “Y si alguno no tiene el espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9), lo que constituye una frase muy importante. La palabra “Espíritu” se refiere aquí al Espíritu Santo.
En Filipenses 1:19, Pablo habla acerca del Espíritu de Jesucristo, y en Gálatas 4:6 dice: “Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo”. Finalmente, hay referencias a Él como el Espíritu del Señor (Hechos 5:9).
Finalmente, el tercer grupo reúne los títulos directos o personales y aquí, en primer lugar y antes que nada está, por supuesto, el de Espíritu Santo. La palabra “Espíritu” se deriva del latín spiritus.
Un segundo título dentro de este grupo es el Espíritu de santidad. Romanos 1:4 dice: “Declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de Santidad, por la resurrección de entre los muertos”.
Otro título es el de el Santo: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo” (1 Juan 2:20). En Hebreos 9:14 se habla de Él como el Espíritu eterno y Pablo, en Romanos 8:2, dice: “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”.
En Juan 14:17 se le denomina el Espíritu de verdad, y en los capítulos 14, 15 y 16 del Evangelio de Juan, se habla de Él como el Consolador.
Esos son, entonces, los nombres o títulos principales que se le aplican. ¿Pero nos hemos preguntado alguna vez por qué se le denomina Espíritu Santo? Ahora bien, si planteamos esa pregunta a la gente, creo que su repuesta será: “Se le describe así porque es santo”.
Pero esa no puede ser la verdadera explicación porque el propósito de un nombre es diferenciar a alguien de los demás, pero Dios el Padre es santo y Dios el Hijo es igualmente santo.
¿Por qué, entonces, se le denomina santo? Sin duda, la explicación es que su obra particular consiste en producir la santidad y el orden en todo lo que hace al aplicar la obra de salvación de Cristo.
Su objetivo es producir la santidad, y lo hace en la creación y en la naturaleza, así como en los seres humanos. Pero en última instancia, su obra es hacernos personas santas, santos como los hijos de Dios.
Es probable también que se le describa como el Espíritu Santo a fin de diferenciarlo de otros espíritus: los espíritus malignos. Ese es el motivo por que se nos dice que probemos los espíritus y sepamos si son de Dios o no (1 Juan 4:1).
A continuación, el siguiente y gran asunto es la personalidad o la persona del Espíritu. Ahora bien, esto es vital y por ello es esencial que lo exprese de la siguiente forma. El Espíritu Santo no ha sido olvidado solo por aquellos que definimos como liberales o modernistas en su teología (siempre es cierto en su caso), sino que nosotros mismos a menudo somos culpables de exactamente lo mismo.
He oído a personas de lo más ortodoxo referirse al Espíritu Santo y su obra en términos de “ello”, como si el Espíritu Santo no fuera más que una energía o una influencia. Y también los himnos suelen cometer el mismo error.
Existe una confusión acerca del Espíritu Santo y estoy seguro de que muchos de nosotros encontramos un poco más difícil concebir a la tercera persona de la Santísima Trinidad que al Padre o al Hijo. Ahora bien, ¿a qué se debe eso? ¿Por qué hay una tendencia a pensar en Él como una fuerza o una influencia o una emanación?
Hay una serie de respuestas para esa pregunta. No son buenas razones, pero debemos considerarlas. La primera es que su obra se antoja impersonal, porque es una especie de obra mística o secreta.
Produce virtudes y frutos; nos concede dones y distintas facultades. Y debido a eso, tendemos a pensar en Él como si fuera una especie de influencia. Estoy seguro de que esta es una gran parte de la explicación.
Pero, más aún, el propio nombre y título tiende a generar esta idea. ¿Qué significa Espíritu? Significa hálito, viento o poder —es la misma palabra— y debido a eso, creo, tendemos de manera casi inevitable y muy naturalmente, a menos que nos salvaguardemos de ello, a pensar en Él como una influencia más que una persona.
La tercera razón es que los propios símbolos que se emplean al hablar de Él y describirle tienden a llevarnos en esa dirección. Descendió sobre nuestro Señor a semejanza de una paloma cuando Juan le estaba bautizando en el Jordán (Mateo 3:16).
Y nuevamente, los símbolos que se utilizan para describirle a Él y su obra son el aceite, el agua y el fuego. Hay una frase en particular en la profecía de Joel que Pedro citó en Jerusalén el día de Pentecostés, acerca del derramamiento del Espíritu (Hechos 2:17).
Eso nos hace pensar en un líquido, algo parecido al agua, algo que se puede manejar: ciertamente no una persona. De modo que, a menos que seamos muy cuidadosos y recordemos que solo estamos hablando de símbolos, el lenguaje simbólico de la Escritura tiende a hacernos pensar en Él de forma impersonal.
Otro motivo por el que a menudo nos vemos en dificultades con respecto a la personalidad del Espíritu Santo es que, muy a menudo, en los saludos preliminares de varias epístolas del Nuevo Testamento se hacen referencias al Padre y al Hijo, y el Espíritu Santo no se menciona.
Nuestro Señor, en su oración sumosacerdotal dice: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3): no hace ninguna referencia específica al Espíritu Santo.
Y luego Juan dice lo mismo en su Primera Epístola: “Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3). No menciona al Espíritu específicamente en ese momento.
Luego, además, la palabra Espíritu en griego es un sustantivo neutro y, por tanto, tendemos a pensar en Él en ese sentido neutro e impersonal. En Romanos 8:16 tenemos esa gran afirmación que dice: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”.
Se puede advertir la palabra mismo. De nuevo, en ese capítulo leemos: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26).
Y así, me parece que tenemos las principales razones por que la gente ha encontrado difícil comprender que el Espíritu Santo es una persona. Hay personas que han argumentado —muchos teólogos lo argumentarían— que la Escritura misma dice “el Espíritu de Cristo”. El Espíritu Santo, dicen, no es una persona distinta; Él es el Espíritu de Cristo, el Espíritu del Hijo o el del Padre, y de este modo niegan su personalidad.
¿Cómo, entonces, respondemos a eso? ¿Cuál es la respuesta bíblica para todas estas razones que a menudo se aducen? Bien, en primer lugar, se utiliza el pronombre personal.
Tomemos Juan 16:7-8 y 13-15 donde el pronombre personal “él” se utiliza cuatro veces en el original. Ahora bien, eso es muy sorprendente. Jesús dice: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (versículo 13), etc.
Y esto, por supuesto, es particularmente importante cuando recordamos que el propio nombre es un nombre neutro, y el pronombre que lleva aparejado debería ser neutro. Ahora bien, esto no siempre sucede así, pero suele suceder en la gran mayoría de los casos. ¡Es sumamente interesante y muestra cuán importante es comprender que la inspiración de las Escrituras llega hasta palabras como los pronombres!
De modo que ese es el primer argumento, y aquellos que no creen en la persona del Espíritu tendrán que explicar por qué casi toda la Escritura emplea el pronombre masculino.
La segunda respuesta a los que cuestionan la personalidad del Espíritu es que el Espíritu Santo se identifica con el Padre y el Hijo de una manera que indica personalidad.
Hay dos grandes argumentos aquí; el primero es la fórmula bautismal: “Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Aquí se le asocia con el Padre y el Hijo de una manera que por fuerza señala a su personalidad.
E, incidentalmente, adviértase que esta fórmula bautismal no dice “bautizándolos en los nombres” sino “en el nombre”. Recurre a la unidad de las tres personas —las Tres en Una— un solo nombre, un solo Dios y, sin embargo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
De manera que si no creemos en la persona y personalidad del Espíritu Santo y pensamos que simplemente es una energía o un hálito, deberíamos decir: “Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del hálito” o de “la energía”. Y de inmediato se torna imposible.
El segundo argumento se basa en la bendición apostólica de 2 Corintios 13:14: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo…”; obviamente el Espíritu Santo es una persona de la misma forma que la persona del Padre y del Hijo.
La tercera respuesta es que, de manera sumamente interesante, podemos demostrar la personalidad del Espíritu mostrando que se identifica con nosotros, con los cristianos, de un modo que indica que es una persona.
En Hechos 15:28 leemos: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias”. Esta es una decisión a la que llegaron miembros de la Iglesia primitiva, y así como ellos eran personas, también Él debe de serlo.
No podemos decir: “Le ha parecido bien a una energía y a nosotros”, porque la energía estaría obrando en nosotros. Pero aquí encontramos a alguien externo a nosotros: “Ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros”.
La cuarta respuesta consiste en que en las Escrituras se le atribuyen cualidades personales. Por ejemplo, se dice de Él que tiene conocimiento. Pablo argumenta: “Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2:12).
Pero —y esto es muy importante— también tiene una voluntad, una voluntad soberana. Leamos cuidadosamente 1 Corintios 12 donde Pablo escribe acerca de los dones espirituales y su diversidad.
Esto es lo que se nos dice: “Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (versículo 11). Ahora bien, esa es una afirmación muy importante a la luz de todo el interés en la sanidad espiritual.
La gente dice: “¿Por qué no tenemos ese don en la Iglesia, y por qué no lo tiene cada uno de los cristianos?” A lo que la sencilla respuesta es que esto no es un don que alguien pueda reclamar.
Es el Espíritu el que da y el que dispensa estos dones, según su propia voluntad. Él es un Señor soberano, y decide a quién, cuándo y dónde cómo y cuánto dar de sus propios dones.
Luego el siguiente punto es que es obvio que tiene una mente. En Romanos 8:27 leemos: “Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos”: esto es en relación con la oración.
También es alguien que ama, porque leemos que “el fruto del Espíritu es amor” (Gálatas 5:22); y su función es derramar el amor de Dios sobre nuestros corazones (Romanos 5:5).
Y, del mismo modo, sabemos que tiene la posibilidad de entristecerse porque en Efesios 4:30 se nos advierte que no “contristemos” al Espíritu Santo. La doctrina del Espíritu Santo, y especialmente este aspecto de la doctrina que recalca su personalidad, es de suprema importancia.
La doctrina final acerca del Espíritu, desde la perspectiva práctica y de la experiencia, es que mi cuerpo es el templo del Espíritu Santo, de manera que, haga lo que haga, vaya donde vaya, el Espíritu Santo está en mí.
No conozco nada que promueva tanto la santificación y la santidad que la comprensión de esto. ¡Si solo comprendiéramos, siempre, que el Espíritu Santo está implicado en todo lo que hacemos con nuestro cuerpo! Recordemos, además, que Pablo enseña eso en el contexto de una advertencia contra la fornicación.
Escribe: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros […]?” (1 Corintios 6:19). Ese es el motivo por que la fornicación debería ser impensable para un cristiano. Dios está en nosotros, en el Espíritu Santo: no una influencia, no una energía, sino una persona que podemos entristecer.
De modo que no vamos examinar todos estos detalles por un interés científico o porque suceda que tengo una mentalidad teológica. No, todas estas cosas me preocupan debido a que soy un hombre que intenta vivir una vida cristiana, y a que tengo un llamamiento a ser pastor de almas y siento la responsabilidad por las almas y la conducta de los demás.
Dios prohibió que nadie considerara este asunto como remoto o teórico. Es una doctrina vital, práctica. Dondequiera que estemos, dondequiera que vayamos; si somos cristianos, el Espíritu Santo está en nosotros, y si de verdad queremos disfrutar de las bendiciones de la salvación, lo hacemos al saber que nuestro cuerpo es su templo.
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