¿Y qué hay de nosotros en Occidente? ¿Demostramos que también estamos dispuestos a seguir a Jesús y su autoridad a toda costa?
Un fragmento de “Gente imposible: El coraje cristiano y la contienda por el alma de la civilización”, de Os Guiness (2017, Andamio). Puede leer más sobre el libro aquí.
Como seguidores de Jesús somos llamados a vivir ante un público de un único espectador. A partir de Abraham, la vida de la fe siempre ha sido “todo al sonido de una voz”. Para nosotros solo hay una voz importante, la voz de Dios, y no la de la gente o la de los tiempos. Y, sin duda, no el cálido abrazo de la popularidad, el silbo delicado de nuestros propios deseos de comodidad, el examen cuidadoso de nuestra propia reputación, el canto de sirena de estar “en el lado correcto de la Historia” o los rostros malévolos de los activistas intimidatorios y los matones de los medios sociales. De igual manera, al fi nal únicamente hay un veredicto importante, y una palabra de aprobación: “Bien, buen siervo y fiel”.
Cuando yo era pequeño, mis padres intentaron inculcarme esta lección sobre la lealtad, aunque había un gran trecho entre su enseñanza y mi experiencia práctica, y siempre habrá un abismo entre nuestro conocimiento de lo que está bien y nuestro seguimiento fiel de ello. Crecí en una China que había sufrido los estragos de dos siglos de aventureros europeos y estadounidenses, pasando luego por la Segunda Guerra Mundial y por una brutal guerra civil. Vivíamos en Nanjing, que en aquel entonces era la capital del país, pero había pocas escuelas buenas a las que asistir, de modo que a la edad de cinco años me vi tomando el avión para inscribirme en un internado en Shanghái.
Obviamente, las condiciones que justifican mandarme lejos a esa edad fueron extremas, y no fui el único que se vio abocado a ese camino siendo tan pequeño. Pero era la primera vez en mi vida que me alejaba de mis padres y me quedaba solo. De modo que, para conservar un recordatorio constante de la estrella del Norte de la fe, que brillaba en el centro de nuestra vida familiar, mi padre había buscado dos piedras pequeñas y planas y había pintado en ellas el lema de su vida y el de mi madre. Durante muchos años aquellas dos piedrecitas fueron recuerdos tangibles que llevé en mis pantalones cortos de franela gris, que constituían el uniforme de la mayor parte de los escolares británicos en aquel entonces. En el bolsillo derecho llevaba el lema de mi padre, “Hallados fieles”, y en el izquierdo el de mi madre: “Agrada a Dios”.
Desde entonces han transcurrido muchos años, y aquellas dos piedrecitas pintadas se perdieron en el tráfago de la huida de China cuando Mao Zedong y el Ejército Popular tomaron Nanjing, devolviendo la capitalidad a Pekín e iniciando su gobierno férreo y cruento de todo el país. Pero nunca he olvidado la lección de aquellas dos piedras. Los seguidores de Jesús son llamados a ser “hallados fieles” y a “agradarle”, siempre, en todas partes y a pesar de todo y de todos.
Esa misma fidelidad es la que sostuvo a nuestros hermanos y hermanas cristianos en China cuando recibieron el embate de una de las persecuciones más depravadas, cruentas y sistemáticas de toda la historia. Y ahora, mientras escribo, somos testigos casi a diario del mismo coraje asombroso de los cristianos que viven en muchos países del mundo, pero sobre todo en el Oriente Medio islámico, que un día constituyó la cuna de la Iglesia. Un día tras otro, los cristianos sufren el martirio, se enfrentan a acusaciones falsas, agresiones, mutilaciones, violaciones, limpieza religiosa, asesinatos, explosiones de bombas, decapitaciones e incluso crucifixiones, y todo ello porque no quieren negar el nombre de Jesús.
¿Y qué hay de nosotros en Occidente? ¿Demostramos que también estamos dispuestos a seguir a Jesús y su autoridad a toda costa? Cuando un asentimiento imperceptible podría haber salvado a los tres amigos de Daniel, ellos desafiaron la idolatría del rey Nabucodonosor frente a la amenaza de ser quemados vivos. Cuando el simple hecho de cerrar una ventana y correr las cortinas podría haber salvado al propio Daniel, optó por enfrentarse a los leones antes que esconder su fidelidad a Dios. Cuando un mero soplo de incienso habría salvado sus vidas, los primeros cristianos se negaron a reconocer a César como señor por encima de Jesús y fueron convertidos en antorchas humanas o en la cena de animales salvajes. Cuando parecía quijotesco enfrentarse al emperador, la emperatriz y todo el imperio, Atanasio se plantó en su defensa contra mundum (contra el mundo) y fue exiliado en cinco ocasiones por su fidelidad. Cuando le dijeron que era arrogante o que estaba loco por seguir su conciencia y desafiar el consenso de la tradición, Martín Lutero se mantuvo firme frente a la pira donde había ardido Jan Hus antes que él. Cuando sus amigos más íntimos le apremiaban a salvarse para realizar la importante tarea de educar a otros en el futuro, Dietrich Bonhoeff er optó por entrar de nuevo en el cubil de Hitler y no tener en cuenta el espectro de la horca que se cernía sobre él.
¿Y qué hay de nosotros? ¿Vivimos a la luz de la gran nube de testigos y mártires que nos han precedido? ¿O en la comodidad del mundo moderno avanzado, donde las seducciones de la modernidad son una amenaza más grande para nuestra fidelidad que la persecución? En la edad de oro del imperio romano, Plinio el Joven aconsejó al emperador Trajano que ejecutase a los cristianos simplemente por su tenacidad y su intransigencia. “Sea cual fuera la naturaleza de su creencia, estoy convencido de que su empecinamiento y su obstinación inconmovible no deben quedar sin castigo”. La muerte de muchos mártires se vio rubricada por la misma acusación: “Dado que se mantienen inflexibles, obstinados, los he condenado”.
¿Nos condenarían hoy por ser tercos, tenaces, inflexibles y obstinados? Sin duda, es innegable que pocas veces a lo largo de la historia del cristianismo se ha considerado que el señorío de Jesucristo sea más maleable de lo que lo es hoy, o en que el revisionismo cristiano haya sido más descarado, las interpretaciones cristianas de la Biblia más egoístas, la conducta cristiana más laxa, las concesiones cristianas más frecuentes, el abandono de la fe más natural y las justifi caciones de los cristianos para este más falsas y cínicas.
Quiero decirlo otra vez: ¿cómo es posible que los cristianos alemanes cedieran con tanta facilidad al atractivo y a las presiones del nacionalsocialismo de la década de 1930? La respuesta es evidente: pues con demasiada facilidad, si entendemos el espíritu de la época en la que vivían. De la misma manera, muchos cristianos occidentales ceden ante los retos de nuestra propia época, como las seducciones generales y las distorsiones de la modernidad, las tentaciones concretas de la revolución sexual o la incapacidad de detectar la implacable hostilidad de las fuerzas que se nos oponen, embotando así nuestro testimonio y negando el señorío de Jesús y la autoridad de las Escrituras.
Es hora, y más que hora, de que demos un vuelco a esta situación y defendamos el terreno como es digno de nuestro Señor, antes de que cante el gallo y nos invada el amargo remordimiento de que nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo se mantuvieron firmes y lo pagaron con sus vidas, mientras que nuestra generación en Occidente traicionó a nuestro Señor de una manera tan lamentable.
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