Nadie hubiera esperado que una nación reducida a servidumbre pudiera reconquistar siquiera su nombre.
I. El amor eterno e incondicional de Dios
Cuando me enojé contigo,
me alejé de ti por un poco de tiempo,
pero muy pronto tuve compasión de ti
y te manifesté mi amor eterno.
Isaías 54.8, TLA
Isaías 54 pertenece a la segunda sección del libro profético y tiene como base histórica lo acontecido al pueblo de Israel a partir de la caída de Jerusalén y, más tarde, en el exilio babilónico. Analizados teológicamente, los sufrimientos y humillaciones del pueblo personificado en Sión tendrían que dar sus frutos, puesto que de esa manera podría haber continuidad directa con el pacto y las promesas de Dios. En otras condiciones, ese pueblo pudo haber desaparecido sin dejar mucho rastro o memoria. Pero la persistencia de la alianza y el testimonio continuo de una relación directa con Dios produjeron una reacción de esperanza en medio del pueblo que los profetas supieron canalizar en mensajes concretos y directos. Nadie hubiera esperado que una nación reducida a servidumbre pudiera reconquistar siquiera su nombre. Algo que intuyó muy bien después San Agustín (citado por Rubem Alves): el pueblo acontece cuando un puñado de personas comienza a soñar el mismo sueño. Es un sueño mayor, más grande que el sueño de cada uno. Y ese sueño debía poseer el corazón de los integrantes del pueblo: los profetas, guiados por Dios, tuvieron la capacidad de reformular esos sueños para presentarlos como nuevas y fragantes utopías capaces de movilizar a las personas incluso en momentos tristes y difíciles.
“El profeta describe los tiempos cercanos, llenos de gozo y de felicidad, semejantes al gozo y a la alegría que siente la mujer que era estéril y despreciada y que ahora es fecunda y de nuevo acogida (cf. 1 S 2.5; Sal 113.9)” (Biblia de Nuestro Pueblo). Otra imagen también familiar para el pueblo era la de la mujer repudiada y de nuevo acogida como esposa. Oseas había utilizado en su tiempo la misma figura (Os 1.16s). Israel es presentado como la esposa del Señor (54.4-5a) y, por lo tanto, como una persona con la que ha vivido multitud de situaciones en esa relación matrimonial a lo largo del tiempo. Ese tiempo transcurrido había sido, siempre, para el pueblo un espacio de salvación, gracia y justicia, sobre todo cuando se obedecía la voluntad de Dios. Jerusalén, al personificar al pueblo, recibe una palabra de esperanza en medio de la desolación (v. 1): abandonada y afligida, Yahvé busca una reconciliación con ella (v. 6). “Olvidarás la vergüenza de tu juventud y no recordarás más el oprobio de tu viudez” (v. 4). Allí está el tiempo transcurrido de dolor y pena, pero Dios anuncia tiempos nuevos, una nueva situación de felicidad y alegría.
Dios promete amor eterno; y no es que quiera reiniciar, en sentido estricto, esta relación con su pueblo, Él jamás lo ha abandonado, su aparente ocultamiento fue sólo un instante (7). El pueblo puede estar seguro y confiado del amor perpetuo de su Dios (cf. Dt 4.37; 10.15; Jr 31.2; Miq 1.2), sobre todo porque es un amor gratuito. Dios no se ‘enamoró’ de Israel porque fuera una nación “buena” y “santa”, sino porque era un pueblo esclavizado que ni siquiera le conocía (cf. Dt 7.7s); mas cuando le conoció, tampoco fue un modelo de santidad ni fidelidad (Ídem).
Ahí radica precisamente la gratuidad del amor divino: Dios ama sin méritos suficientes, contra viento y marea, en medio de todas las circunstancias: “Las montañas podrán cambiar de lugar,/ los cerros podrán venirse abajo,/ pero mi amor por ti no cambiará./ Siempre estaré a tu lado/ y juntos viviremos en paz./ Te juro que tendré compasión de ti” (v. 10).
II. El amor fiel de Dios en todo tiempo
Pueblo de Israel,
siempre te he amado,
siempre te he sido fiel.
Por eso nunca dejaré
de tratarte con bondad.
Jeremías 31.3, TLA
Jeremías 31 es una etapa más en el notable desarrollo del pensamiento religioso en Israel. Ante una etapa complicada para la historia del pueblo, la sensibilidad del profeta tocada por la inspiración divina le hace exponer una cadena de afirmaciones que recuerdan el pasado de la alianza y sus rumbos difíciles. La memoria se va hasta la época del éxodo, referencia ineludible para hablar del origen del pueblo y de la alianza misma. Ahora el desierto nuevamente es un espacio que debe atravesarse para recuperar la relación directa con Dios en la tierra de la promesa: “La mención del desierto evoca el lugar geográfico que atravesó Israel cuando salió de Egipto y se dirigió a la tierra prometida; el desierto será de nuevo paso obligado para retornar a la tierra” (Biblia de Nuestro Pueblo). Debe tomarse en cuenta el valor simbólico que el desierto posee en la Biblia como paso obligado de una conciencia de oprimido a una conciencia liberada y liberadora, el paso de la esclavitud a la libertad, del pecado a la gracia. “Es en el desierto, no antes, donde Israel nace al mundo como pueblo; es en el desierto donde se ejercita para vivir la libertad, la solidaridad y la igualdad; es en el desierto donde el Señor le hablará al corazón de su amada Israel para conquistarla de nuevo (cf. Os 2.16)”. Más tarde, en el desierto es donde los evangelios sinópticos colocan las escenas del último de los profetas de la antigua alianza y del Mesías mismo).
El amor divino es incansable e incuestionable, pues a pesar de los vaivenes sociales, políticos y espirituales del pueblo ha permanecido firme, contra todo y contra todos, por lo que el profeta se solaza en afirmarlo: “…siempre te he amado,/ siempre te he sido fiel./ Por eso nunca dejaré/ de tratarte con bondad” (v. 3) Ésa es la razón por la que, una vez más, el Señor viene en auxilio de su pueblo, pero esta vez para levantarlo de las cenizas y la destrucción, lo que será motivo de gran alegría: “Volveré a reconstruirte,/ y volverás a danzar alegremente,/ a ritmo de panderetas” (v. 4). Los sueños del pueblo se cumplirán nuevamente y la situación dará lugar a un nuevo inicio, lleno de buenos presagios. Se plantarán viñedos para producir buen vino y el culto se restaurará (vv. 5-6). Volverán del exilio y reiniciarán su vida en donde siempre debieron vivir, aun cuando esa experiencia llegaría a ser fundamental para las nuevas condiciones de fe. Quienes regresen, quebrantados corporalmente incluso (v. 8) serán testigos del nuevo trato con Yahvé (v. 8). Su arrepentimiento será genuino, que es lo que su Dios esperaba (9). Todas las naciones deberán enterarse de eso, incluyendo a sus verdugos (vv. 10-11). Las nuevas bendiciones producirán enorme alegría, cotidiana y litúrgica (11-12). Las lágrimas se terminarán (16-18) y Dios los aceptará de nuevo ante su súplica (18b).
El cariño de Dios por su pueblo ha pasado por grandes pruebas, pero es innegable (20) y ahora se manifestará de una manera nueva e inesperada (21-22). El sueño de Jeremías se cumplirá (23-26) y una nueva alianza se asoma en el horizonte (31-34) basado en la responsabilidad personal de cada uno. La pastora y teóloga afro-estadunidense Renita Weems lo ha resumido admirablemente:
La meta del pacto era la formación de un orden mundial completamente diferente que comienza con una nueva humanidad que será capaz de escuchar la voz de Dios y de ser su pueblo. Dios es alguien que tiene empatía con el mundo para identificarse con sociedades rotas, comunidades exiliadas, víctimas torturadas y tierras perdidas. Debemos volver una y otra vez al libro de Jeremías porque nos recuerda lo que a veces es tan inimaginable: que de la ruina puede surgir la resurrección y de un corazón malo la compasión y la empatía hacia el otro (Global Bible Commentary. Nashville, Abingdon, 2004, p. 225).
En el anuncio de un “nuevo pacto” está contenida la posibilidad de una nueva era, de nuevos tiempos que transcurrirán como parte de la gran bendición de Dios. En eso creemos también hoy, a las puertas de un nuevo año que llega con su bagaje de situaciones y condiciones impredecibles, pero todas ellas en las manos del Señor.
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