Para que Dios pueda perdonar el pecado, ha de ocurrir alguna cosa. Dado que es santo y justo, no puede decir simplemente: “Bien, tú has pecado y yo te perdono”.
Un fragmento de "Vida en Cristo", de Martyn Lloyd-Jones (2006, Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.
El Abogado
“Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”.
1 Juan 2:1-2
Volvemos otra vez a estos versículos porque deseo hacer con ellos lo que estoy completamente seguro que deseaba hacer el Apóstol originalmente: en el capítulo 1 vimos que el Apóstol estaba estableciendo algunos de los principios básicos con respecto a toda la cuestión de la comunión con Dios. Ese era el gran tema, era el emocionante mensaje que tenía que transmitir a estas personas. Era un anciano que sabía que su fin estaba cercano y que iba a dejar atrás a cierto número de cristianos, algunos de ellos muy jóvenes. Estaba, pues, deseoso de ayudarlos en este portentoso hecho de la comunión con Dios; quería que supieran exactamente cómo llegar a esa comunión, cómo mantenerla y empezaba estableciendo los principios.
En un sentido, aquí lo resume todo por temor a que se le malinterprete. Todos corremos el peligro de malentender estas cosas; nos aferraremos a cualquier cosa con tal de excusarnos o excusar el pecado. En el capítulo 1 señala, pues, dos cosas: que “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” y, por tanto, hemos de andar con Él en luz. Luego, en segundo lugar, y sabiendo que después de estas palabras nos sentiremos desesperanzados, especialmente cuando pequemos y pensemos que no tenemos derecho a volver a Dios, nos ofrece este consuelo: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”, y sigue repitiéndolo.
Ahora, pues, resumiéndolo todo dice: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis”, no os aprovechéis del consuelo; no digáis: “Bueno, como la sangre de Jesucristo me limpia de todo pecado, no hace falta que sea meticuloso y cuidadoso”. No, no os escribo para animaros a pecar y a ser disolutos —dice el Apóstol—, sino para que os apartéis del pecado. Sin embargo, tampoco aquí puede dejarlo así. Él era el gran Apóstol; había escrito mucho del amor y amaba a estos cristianos: la relación entre ellos era particularmente cercana, cariñosa y afectuosa.
Prosigue, pues: “Y si alguno hubiere pecado [...]”, estas son palabras para aquellos cristianos conscientes de su pecado y de su fracaso. Si hay alguno que dice ser perfecto, bien, esto no le concierne; son palabras dirigidas a los que son conscientes del pecado y del error y se dan cuenta de su propia indignidad. Y me arriesgo a decir que, quizá, es la afirmación clásica acerca de esta cuestión. Ciertamente, no se ha escrito nada más hermoso de ello. ¿Cómo se restablece mi comunión con Dios cuando he pecado? ¿Cómo puedo ser perdonado? Esta es la situación que el Apóstol prevé aquí.
Sin duda, todos sabemos un poco de esto. El diablo está presente constantemente, es el adversario de nuestras almas, y si vemos que hemos pecado, viene y nos susurra: “¡No tienes derecho a regresar a Dios! Has caminado en luz y has caído en pecado. ¿No es esto un pecado contra la Ley? ¿Cómo puede Dios perdonarte?”. ¿No nos habla de este modo? Y a muchas personas les ha hablado así durante muchos años. Las ha mantenido en un estado de completa desdicha y sufrimiento. Se preguntan si acaso alguna vez fueron cristianas y no llegan a ver cómo pueden restablecer esa comunión con Dios que se perdió por causa del pecado. Ahora tenemos aquí estas magníficas palabras para estas personas; es una afirmación maravillosa de la doctrina del perdón, y lo es especialmente del perdón de los pecados de los cristianos.
El primer gran principio es que no hay perdón sin el Señor Jesucristo y sin su mediación. Hay muchas personas que parecen creer que Dios podría perdonar nuestros pecados sin el Señor Jesucristo y por ello, claro está, no ven la necesidad del Señor Jesucristo. Dicen que Dios es amor y Dios puede perdonar el pecado, de modo que si cayésemos en pecado, todo lo que tendríamos que hacer sería pedir a Dios que nos perdonara y Él lo haría de inmediato. Y como muchos creen cosas como estas, nunca llegan a creer en el Señor Jesucristo, pues nunca han visto cuán fundamental es Él. Pero, tal como se puede advertir, eso es la introducción de toda la doctrina del Nuevo Testamento. Cuando el pecado se menciona en el Nuevo Testamento, inmediatamente se menciona a Jesucristo. Lo expreso, pues, como doctrina: no hay perdón de pecados sin el Señor Jesucristo. Juan lo expresa de esta forma: “Y si alguno hubiere pecado”, bien, ¿qué ocurre? ¿Le pedimos simplemente a Dios que nos perdone? ¡De ningún modo! “Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. De inmediato aparece Él.
Y esto, en un sentido, es la doctrina de toda la Biblia; todo en el Antiguo Testamento mira hacia esta persona. Observemos todo lo que se lee en libros como Éxodo, Levítico, Números y otros acerca de lo que Dios dijo a la nación de Israel en la antigua dispensación: holocaustos, sacrificios de paz y diversas ofrendas y otras cosas. Examinemos todos los grandes ceremoniales y rituales y todo lo relacionado con el Tabernáculo y el Templo, todas estas minuciosas instrucciones: todo era un símbolo y una representación de lo que ocurriría completa y definitivamente en el Señor Jesucristo. Estos ceremoniales y rituales no resolvían el pecado en realidad; simplemente lo cubrían momentáneamente. Todo miraba hacia el futuro, eran sombras de lo que finalmente iba a acontecer. De hecho, Dios dio todas estas reglas a las personas de antaño justamente para imprimir en ellas esta gran verdad de que Él no puede perdonar el pecado con el simple perdón.
Esa es la finalidad de toda esa enseñanza. Para que Dios pueda perdonar el pecado, ha de ocurrir alguna cosa. Dado que es santo y justo, no puede decir simplemente: “Bien, tú has pecado y yo te perdono”. Ese es siempre el peligro de equiparar lo que hacemos como individuos a lo que hace Dios. Algunos sostienen: “Sin duda, un padre tiene derecho a perdonar a su hijo, si el hijo se ha equivocado y entonces va y dice que lo lamenta. Si nosotros lo podemos hacer, pues, ¿por qué no puede Dios hacer lo mismo? Él es infinitamente superior y tiene un amor infinito”. Pero la falacia aquí es olvidar que ninguno de nosotros es justo y que nuestras ideas de la justicia son inútiles. Dios es completamente santo, puro y justo y, si lo puedo decir con reverencia, la naturaleza y la personalidad de Dios le impiden tratar el pecado de esta forma. Se ha de hacer algo con el pecado; el derramamiento de sangre es fundamental, ya que sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados (Hebreos 9:22). Todo el Antiguo Testamento lo enseña y apunta hacia Cristo.
Por supuesto, aquí tenemos la doctrina en toda su riqueza y su plenitud; y cuando Juan llega en este punto a estudiar la cuestión del pecado y de lo que puede hacerse con él, habla de inmediato de Cristo y lo hace de esta manera particularmente impresionante y bella. Aferrémonos firmemente, pues, a esta doctrina en particular; sin el Señor Jesucristo no podemos hacer nada, desde el principio de la vida cristiana hasta el final. Hasta el mayor de los santos le necesita a Él y a su obra de expiación cuando se encuentra en su lecho de muerte; solo en Él somos rescatados, solo en Él somos perdonados. Solo Él y lo que Él ha hecho por nosotros —ciertamente es Él mismo, como voy a demostrar— cubre todos nuestros pecados y los elimina: ¡el perdón!
Una vez más, pues, volvemos a plantearnos la pregunta que nunca hemos de dejar de hacer: “¿Están toda mi posición y todo mi pensamiento concentrados en el Señor Jesucristo?”. Al igual que el mensaje de todo el Nuevo Testamento, Juan dice que Cristo es el principio y el fin, el inicio y la conclusión, el Alfa y el Omega, es el todo en todo; y a menos que siempre que busquemos el perdón veamos que no tenemos otro alegato que el del Señor Jesucristo, nuestra relación con Él es básicamente falsa. Ese es el primer postulado. Estudiemos ahora esta afirmación más detalladamente. ¿Cómo lleva Cristo a cabo o hace que suceda la restitución de nuestra comunión con Dios? Juan lo expresa aquí en estos versículos de forma muy bella. Dice Juan que lo hace siendo nuestro abogado. “Si alguno hubiere pecado” —si alguno cayere en pecado— entonces, tú, nosotros, todos juntos: “Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. Juan utiliza la misma palabra en su Evangelio, en el capítulo 16 versículo 7, cuando Nuestro Señor dijo que enviaría al Consolador. ¿Qué es, pues, un abogado? Un abogado es alguien que representa a otro; está en la sala del tribunal y presenta la causa de otra persona; representa a esa persona y presenta el alegato. Y Juan dice que el Señor Jesucristo es, para todos los que creen en Él y confían en Él, un abogado para con el Padre.
Sin embargo, debemos prestar mucha atención a esta palabra. Nunca hemos de concebirla como si el Señor Jesucristo estuviera allí alegando por nosotros ante un Dios renuente. Veremos que algunos himnos lo sugieren y a menudo se han hecho afirmaciones que suenan como si Dios estuviera en nuestra contra y como si Dios, que es la justicia y la perfección absolutas, estuviera insistiendo en exprimirnos hasta la última gota, insistiendo en su derecho a condenarnos por nuestros pecados. Luego retratan al Señor Jesucristo rogando al Padre desesperada y apremiantemente, intentando persuadirlo y, tras todos esos esfuerzos, logrando que cambie de opinión.
Pero esto es una sugerencia imposible y hemos de cuidarnos mucho de no concebir esta idea de la abogacía de esta forma. Es imposible porque en la Palabra de Dios se nos dice sencilla y claramente que: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). No se trataba de que el Hijo decidiera por sí mismo venir y luego habiéndolo hecho, rogara urgente y apasionadamente por nuestra salvación. No fue así, fue el Padre quien envió al Hijo; fue Dios quien: “Envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4); “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo mismo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:19). Cuando consideremos, pues, la intercesión, librémonos de la idea de que Dios está poco dispuesto y que es contrario a perdonar.
Pero al mismo tiempo, hemos de tener cuidado de no ir al otro extremo y pensar que lo que Juan quiere decir con “abogado” es simplemente la obra de Cristo en la Cruz, la cual prevalece y continúa a través de la eternidad y que Dios siempre tiene en mente; y que, por tanto, en ese sentido, Cristo y su obra son nuestros abogados. No hemos de pensarlo, porque le convierte en alguien totalmente pasivo y es una idea que hemos de rechazar, no solo por este texto en particular, sino también por las magníficas palabras en Hebreos 7 donde todo el razonamiento es que él “[vive] siempre para interceder” (v.
25) por nosotros. Él no se parece a los sacerdotes levíticos que llegaban, vivían, morían y luego se elegía a otro para ocupar su puesto. Su gran característica —dice el autor de Hebreos— es que vive. No tiene principio ni fin —es el sacerdocio eterno— y se debe a que “viviendo siempre” es capaz de “salvar perpetuamente —y lo hará para siempre jamás no importa lo que ocurra— a los que por él se acercan a Dios”.
En otras palabras, considero que volvemos a enfrentamos de nuevo con una idea que desconcierta a nuestra comprensión. Pero podemos estar totalmente seguros de esto: del mismo modo que el Señor Jesucristo cuidó de sus discípulos y seguidores cuando estuvo en la Tierra, veló por sus intereses e hizo ciertas cosas por ellos, así actúa igualmente de forma activa por nosotros allí en el Cielo. Él representa a su pueblo; está allí velando por nosotros y por nuestros intereses. No lo comprendemos; no se trata de un conflicto entre el Padre y el Hijo; pero considero que en la economía de la Santísima Trinidad, el Padre entregó esta obra particular al Hijo.
Ahí tenemos, pues, este gran consuelo y esta gran consolación, el Señor Jesucristo es nuestro gran Sumo Sacerdote, lo cual no solo significa que se ofreció a sí mismo sino mucho más: toma nuestras oraciones, las transmite, las transforma y las traslada al trono de Dios. Él añade a nuestras débiles e indignas oraciones el incienso de su bendita, gloriosa y perfecta persona; así, nos representa de esta forma.
Ahora bien, a nuestros antepasados les gustaba mucho expresarlo de esta manera y creo que está muy bien: solían decir que el Espíritu Santo intercede dentro de nosotros y Cristo intercede por nosotros. El Espíritu Santo está dentro de nosotros, edificándonos en Cristo, enseñándonos, guiándonos y mostrándonos lo que hemos de hacer y lo que no hemos de hacer. Y allí el Señor Jesucristo mismo intercede por nosotros y en nuestro nombre, representándonos siempre ante el Padre. Es una idea gloriosa y sublime. ¿Hay algo que consuele más que saber que en este mismo momento —y siempre— el Señor de gloria se preocupa por nosotros, vela por nosotros y está preocupado por nuestros intereses y está allí representándonos? Somos frágiles y débiles, caemos y erramos, pero tenemos un abogado para con el Padre. Por tanto, cuando empecemos a sentir, por insinuación de Satanás, que no podemos volver a Dios y presentarnos ante Él, recordemos, queridos amigos, que no estamos solos. Estoy de acuerdo contigo; conozco de sobra ese sentimiento de no tener derecho a acercarme a Dios, pero recordemos que tenemos un abogado y que está allí para representarnos.
[…] ¿Quién es este abogado? Consideremos la descripción: “Jesucristo el justo”. […] “Tenemos un abogado que nos comprende perfectamente: Jesús”. Leamos Hebreos capítulos 4 y 5 y veremos que está explicado a fondo y gloriosamente. El mismísimo Hijo de Dios se convirtió en Jesús, se hizo hombre, para que pudiera comprendernos. Tenemos un sumo sacerdote comprensivo; tenemos a alguien conocedor de nuestra fragilidad. Conoce la fragilidad del cuerpo: Él se cansó, sabía lo que era sentirse débil, de modo que conoce nuestras debilidades. Por tanto, comprende nuestra ignorancia, porque fue un hombre entre hombres. Allí está: el Señor de gloria pero también Jesús. No ha olvidado lo que es la vida del hombre en un mundo tan difícil como este. Recordémoslo cuando nos sintamos tentados a desesperar y cuando sintamos que Dios nunca más podrá volver a acogernos. Hay alguien que nos representa que siente y es comprensivo con nosotros, nos comprende a nosotros y nuestras debilidades.
Él es Jesucristo y esto, claro está, quiere decir que es el Ungido, el elegido. Desechemos, pues, para siempre la idea de que Dios está contra nosotros. Es Dios quien eligió al Hijo para esta particular obra de intercesión; Dios mismo le dio el ministerio. El sumo sacerdote nunca se proclamó a sí mismo como tal, el autor de la Epístola a los Hebreos sostiene “que es llamado por Dios” (Hebreos 5:4); y Dios eligió, separó y ungió al Hijo para ser el Salvador y el representante de aquellos que creen en Él. Consolémonos, pues, con este pensamiento: el abogado ha sido elegido por el juez. El Padre mismo, en su amor eterno, separó al Hijo y le ungió para esta particular tarea. Acudamos, pues, al abogado con confianza y con certeza.
Pero hay otra palabra más: “El justo”. Creo que esto es lo más maravilloso de todo y esta es la base de mi confianza. Juan se refiere al carácter de Cristo; nunca pecó a pesar de hacerse hombre. No se encontró falta en Él. Es completamente perfecto, y yo necesito un representante como Él en la presencia de Dios debido a la santidad y a la rectitud y la justicia absolutas de Dios. Nadie que sea indigno puede alegar de manera alguna por otro. Antes de poder confiar en mi abogado, he de saber que Él es aceptado por Dios y puede estar en su presencia. Nadie más podría haberlo hecho; nadie sino el Hijo de Dios es apto para estar ante la presencia de Dios y alegar. ¡Pero
Él es “Jesucristo el justo”! Gracias a Dios, puedo contar con que nunca alegará nada erróneo o indigno. Podemos confiar plenamente en este abogado; nunca presentará un alegato que no sea adecuado y esta es la justicia de la que habla Juan. El Señor Jesucristo no pide simplemente a Dios que pase por alto nuestros pecados y los olvide; está ante el estrado y, si puedo utilizar otra vez el lenguaje con reverencia al hablar de estas santas y elevadas cuestiones, está allí, por así decirlo, diciéndole a Dios: “Es correcto y justo que Tú perdones los pecados de estas personas, porque yo he llevado sus pecados y el castigo de sus pecados”. El abogado se dirige al Padre y dice: “He de pedirte que pongas la Ley a un lado. Estoy aquí solamente para recordarte que la Ley ya se cumplió, que la muerte ha muerto, que se ha decretado el castigo; son libres porque yo morí por ellos”. Es Él quien permite que Dios sea a la vez y al mismo tiempo el justo y el que justifica a los impíos (Romanos 3:26). ¿Podemos imaginar un consuelo y una consolación mayores? Como resultado de Jesucristo y de su presencia ante Dios en mi nombre —digo esto, y lo digo con temblor y, sin embargo, con confianza— Dios sería injusto si no perdonara mi pecado. Cristo murió por mí; lo recto y lo justo para Dios es perdonar los pecados de los que creen en el Señor Jesucristo: ¡“Jesucristo el justo”!
Y por último, todo el fundamento de su intercesión se resume en esta sola palabra: “Propiciación”. Propiciación significa hacer favorable, hacer que uno vea al otro con buenos ojos. Y lo que se nos dice aquí es que Jesucristo mismo es nuestra propiciación; no solo lo que hizo, no simplemente la sangre que derramó, sino que Él mismo es nuestra propiciación. Significa que es el sumo sacerdote y la ofrenda. En la antigua dispensación todo lo que el sumo sacerdote tomaba era ajeno a sí mismo, pero Cristo es su propia ofrenda: Él es el sacrificio y el sumo sacerdote. Por tanto, dice Juan, Él no solo es el sacrificio de la propiciación, sino la mismísima propiciación: todo lo necesario para reconciliar el pecador con Dios está en Jesucristo. Él es el profeta, el sacerdote, el rey. Es el sacrificio, es su sangre la que se derramó y se presentó y ha purificado el tabernáculo celestial; todo está en Él. No necesitamos nada más, no necesitamos a nadie más; Él mismo es la propiciación. Y como el Hijo de Dios es la propiciación, no hay necesidad de tener temor por nuestros pecados. Podemos decir con Juan que Él solo basta, que es suficiente para cubrir los pecados de todo el mundo. Por tanto, cuando Satanás, nuestro adversario, venga e intente llevarnos a las profundidades de la desesperación y del desánimo por haber caído en pecado, volvámonos y digámosle: “Tengo un abogado con el Padre, Jesucristo el justo, y Él es la propiciación no solo por mis pecados sino por los pecados de todo el mundo. Soy aceptado por Dios, se ha restaurado la comunión y prosigo mi camino”.
Esa es la doctrina de la reconciliación del Nuevo Testamento; esa es su doctrina del perdón de los pecados. Ese es el camino, el único camino, por el que cualquiera de nosotros puede llegar a la gloriosa comunión con Dios o seguir manteniéndola. “Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”.
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