Un poeta como Carpio, capaz de reconocer lo sucedido durante las reformas religiosas del siglo XVI, y que, inconforme con ellas, canta el suceso con singular claridad y transparencia.
En la sección “poesías históricas” de recopilación de obras líricas de Manuel Carpio (1791-1860) colocada en línea por la Colección Digital de la Universidad Autónoma de Nuevo León (norte de México) aparece un curioso soneto dedicado al reformador alemán Martín Lutero.
Se trata de la segunda edición de Poesías del doctor don Manuel Carpio, “con su biografía escrita por el Sr. Dr. D. José Bernardo Couto”, volumen publicado en la Ciudad de México por la Imprenta de Andrade y Escalante, en 1860.1 El ejemplar digitalizado perteneció a la Capilla Alfonsina, nombra así en honor del escritor Alfonso Reyes.
Couto informa que Carpio nació en Cosamaloapan, Veracruz (localidad que ahora lleva su nombre) el 1 de marzo de 1791, octavo hijo de Antonio José Carpio, nativo de Montemayor, “en el reino de Córdoba” y de Josefa Hernández. Con su familia se trasladó a Puebla, adonde su padre falleció en 1896.
En el Seminario Conciliar de esa ciudad estudió latín, filosofía y teología, y tuvo como profesor a José Jiménez, en cuya biblioteca abrevó en diversos autores religiosos y de historia antigua.
Al concluir sus estudios teológicos, pensó seriamente en su futuro y comenzó a cursar la carrera de Derecho en el mismo seminario, pero optó por la medicina, y siguió algunos cursos en Puebla, para después trasladarse a la capital del país. Se titularía alrededor de 1832 y comenzó a ejercer inmediatamente.
Mientras estudiaba medicina, Carpio siguió su afición a los estudios clásicos y tradujo los afotismos de Hipócrates. Ya dedicado también a la docencia, investigó algunos conceptos de fisiología y comenzó su participación en la Primera Academia de Medicina (1836-1841) que presidió.
Dividía su tiempo con las clases de anatomía que impartió en la Academia de San Carlos,. La Universidad Nacional le otorgó el grado de Doctor en 1854. Su interés por otras disciplinas lo llevó a estudiar algunos temas históricos y bíblicos; colaboró en la traducción de Vencé y se encargó de la traducción del Deuteronomio y el libro de Josué, además del profeta Jeremías.
Tuvo también una amplia carrera política entre 1824 y 1858, en medio de los conflictos que aquejaron al joven país, como parte del partido conservador y diputado de su tierra natal. En 1853 fue miembro del jurado que seleccionó el Himno Nacional Mexicano.
En palabras de José Emilio Pacheco, quien recuerda que reunió una antología de textos sobre la Tierra Santa, su gran afición, en 1852, en la que aparecen muchos de sus poemas alusivos, “su formación neoclásica se benefició con los intercambios de la Academia de Letrán [1836-1856]”,2 espacio de encuentro y diálogo de los escritores de su tiempo, y afirma también: “Muchas de sus composiciones bíblicas e históricas son dignas de estudiarse como un modesto preludio del parnasianismo”.
Gozó de enorme popularidad hasta finales del siglo XIX, aun cuando “México en 1847”, referido a la invasión estadunidense de ese año, es quizá el mejor de sus poemas.
Seguidor fiel de las ideas de Chateaubriand sobre la importancia del cristianismo para el desarrollo y vitalidad de la cultura occidental, las aplicó en su labor literaria en el contexto que le tocó vivir, descrito por algún crítico como un ambiente de “ruinas”, especialmente ante la dura crisis de 1847: “Lo cierto es que Carpio era uno de los poetas que mejor traducía un estado emocional específico ante los desatinos y requiebros de México como nación porque presentaba una poesía descriptiva, histórica y religiosa que buscaba, ante todo, la consolación espiritual y la verdad, según los parámetros de una estética católica que entonces se había difundido”.3
Su fe religiosa le hacía ver la historia de México en una compleja (dis)continuidad con la historia sagrada, que le interesaba tanto para comprender lo que pasaba en el mundo:
Carpio, sin precedentes en la literatura mexicana, iniciaba una actividad literaria en donde al mismo tiempo que hacía de la poesía una a del relato de viajes, se apropiaba de un material en el que el poeta buscaba pintar poéticamente los escenarios descritos por los escritores del cristianismo. […] Pero el fervor del poeta mexicano por Palestina no era sólo reflejo de una devoción cristiana; Carpio había encontrado en la difusión del cristianismo y en su literatura la forma de introducir, dentro de la filosofía de la historia, una argumentación poética ante la falta de modelos literarios precedentes en la tradición mexicana.4
O, como dice el mismo crítico en otro lugar: “…el sentimiento de pérdida, el sentimiento de soledad, el de la orfandad, obligaba a buscar y a fijar, dentro de la historia de los pueblos remotos, el lugar de México.5
Y, en efecto, al revisar el contenido de la obra de Carpio, la primera sección, “Poesías sagradas”, es la que ocupa la mayor parte, aunque la dedicada a temas históricos también es muy amplia. En la primera hay composiciones sobre diversos episodios bíblicos tales como el de la destrucción de Sodoma, la muerte de Moisés, la pitonisa de Endor y el camino al Gólogota, entre otros.
La sección histórica incluye poemas dedicados a personajes griegos, romanos y medievales, además de algunos otros, como Napoleón o Hernán Cortés. Precisamente después del dedicado a este último aparece el consagrado a Lutero, cuyo texto completo es como sigue:
Arde entera Alemania en fuego vivo,
Suena el clarín marcial en la llanura,
Los templos quema la canalla impura,
Y vaga el sacerdote fugitivo.
Llega la guerra al Támesis altivo,
Y llora la doncella en su clausura;
Corre la sangre en la prisión oscura,
Y no se halla la rama de un olivo.
Junto al Báltico el Sueco se alborota,
Grita insensato y cíñese el acero,
Y coge el casco y la robusta cota.
Triunfa Gustavo en fin, y al golpe fiero
La túnica de Cristo queda rota.
¡Ay de tus glorias, infeliz Lutero!6
A partir de lo dicho anteriormente, es posible percibir, en primera instancia, una visión histórica dominada por la fe católica, pero que no deja de percibir que en los países del centro y del norte de Europa, Alemania y los países nórdicos, se había efectuado un cambio, ciertamente violento, pero, también irreversible, gracias a Lutero, cuyo fantasma tantas veces amenazó a Nueva España desde tan lejos.
En la primera estrofa se destaca la forma en que el país germánico fue el epicentro de una cruenta revolución que despertó los instintos populares más bajos y que puso a los sacerdotes en otra condición, la de perseguidos y señalados como personajes decadentes.
La segunda estrofa alude a lo acontecido en Inglaterra, sin olvidar a las doncellas que fueron encerradas en calabozos bajo acusación de herejía, con la violencia llenando todos los lugares lo que impedía alcanzar la paz.
Ya en el primer terceto el poema se dirige a Suecia, donde hubo también un enorme “alboroto” religioso. En el segundo terceto Gustavo Vasa aparece triunfante y la Cristiandad se rompe para siempre en la figura de la túnica de Jesucristo.
La exclamación final no puede celebrar el triunfo del reformador sino su amarga victoria signada por todo lo sucedido en la infortunada Europa.
Estamos, ante la obra de un poeta como Carpio, capaz de reconocer lo sucedido durante las reformas religiosas del siglo XVI, y que, inconforme con ellas, canta el suceso con singular claridad y transparencia, en el terreno de lo denominado por Christopher Domínguez Michael, “la innovación retrógrada”, es decir, una creación artística que, sin dejar de mirar hacia el pasado, anuncia con enorme pesar el advenimiento de lo nuevo e indetenible: “El regreso al pasado para saltar hacia el futuro dejará de ser la pirueta habitual en la rutina de nuestros principales escritores, concluido el período de la innovación retrógrada (el concepto lo expuso Villemain en 1840)”.7
Es el caso de Carpio, un poeta neoclásico que avizoró y vivió el romanticismo a su manera, que preludió los albores de las vanguardias, pero que se aferró a su mirada anclada en la fe remota, la cual, derrotada en buena parte durante las luchas religiosas del siglo XVI, le serviría a él para interpretar su odioso presente.
Un instante emblemático de esa nostalgia religiosa (retrógrada) la vivió nuestro poeta junto con un amigo suyo, miembro también de la Academia de Letrán, institución fundadora de la literatura mexicana nacional: “…los Dioscuros José Joaquín Pesado y Manuel Carpio, un político y un médico que, no contentos, salmistas, con excavar la Biblia en busca de la poesía que su país en desgracia no les daba, proyectan y montan con sus propias manos una maqueta de Jerusalén que asombra a la piadosa ciudad y a sus poetas”.8
Afortunadamente, en México hubo también otra Reforma, la liberal, que “purificaría” al país de esos y otros excesos.
1 Existe otra edición importante de la obra poética de Carpio: Poesía. Presentación y apéndices de Fernando Tola de Habich. México, UNAM, 1988.
2 José Emilio Pacheco, Poesía mexicana I. 1821-1914. Pres. sel. y notas, en La poesía: siglos XIX y XX. 2ª ed. México, Promexa, 1992, p. 39.
3 Pablo Mora, “Manuel Carpio: poeta entre ruinas”, en Literatura Mexicana, UNAM, vol. XI, núm. 1, 2000, p. 65, https://revistas-filologicas.unam.mx/literatura-mexicana/index.php/lm/article/download/375/374+&cd=10&hl=es&ct=clnk&gl=mx.
5 Pablo Mora, “El sueño criollo: optimismo y desengaño en la poesía de la primera mitad del siglo XIX”, en Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. 21-26 de agosto de 1995, coord. por Patricia Anne Odber de Baubeta. Birmingham, vol. 7, 1998 (Estudios hispanoamericanos II), p. 132, en http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/12/aih_12_7_019.pdf.
7 C. Domínguez Michael, “El fin de la innovación retrógrada”, en Letras Libres, 14 de octubre de 2015, www.letraslibres.com/mexico/el-fin-la-innovacion-retrograda. Cf. del mismo autor, La innovación retrógrada. La innovación retrógrada. Literatura mexicana, 1805-1863. México, El Colegio de México, 2016.
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