Cito versos del Cantar para reivindicar la poesía de Alfredo Pérez Alencart como heredera de una tradición excelsa.
La antología de Alfredo Pérez Alencart que hoy se presenta en Salamanca, la ciudad de sus amores, contiene los versos de un hombre enamorado desde el fondo de su alma, como declara el propio poeta, otro Adán cuyo amor hace menos duro su destierro, como también confiesa en otro de sus poemas. El poeta entiende por Paraíso «la condensación del amor que no se pierde en ningún sueño», es decir, un amor tan inquebrantable como la fe, y con estas palabras su teología del amor queda perfectamente plasmada.
Una sola carne contiene pasajes de un erotismo de alto voltaje, y lectores más cualificados que yo habrán de desgranar sus imágenes, trazar la curvatura de sus ritmos y seguir el rastro de sus cadencias. A fin de cuentas, ¿cómo podrá un pobre británico de las Islas frías y lluviosas acompañar el arrebato de este poeta peruano-salmantino en el huerto tropical de sus amores? Mi misión es más académica, y trataré tan solo de ubicar la poesía de Alfredo en el marco de la literatura sagrada que la inspira.
En efecto, el jardín cerrado del Edén inspira la poética amorosa de Alfredo, como el propio título de esta colección anuncia. Ahora bien, el homenaje a Durero que adorna la portada del libro, obra del pintor y profesor Miguel Elías, retrata a la primera pareja en el umbral de su propio destierro, no en su primigenia felicidad, y de este modo ancla al lector en el mundo real y no en el de los sueños. Nos recuerda que el amor que inspira estos versos les es dado a muy pocos. Los avatares de la vida con sus separaciones y luto, frustraciones y desengaño, desamores y traición, o sencillamente las circunstancias de la vida que desaconsejan o impiden el compromiso del amor, forman parte de la realidad humana, y no todos conocen la plenitud que aquí se retrata.
No todos conocen, tampoco, la dimensión espiritual que ha hecho doblemente afortunado a nuestro poeta: la fe en Dios que descubrió, primero, en la propia Jacqueline (‘Mujer de fe inagotable, yo te doy las gracias por haberte imantado a mí’) y que a lo largo de los años ha inundado su alma y moldeado su poesía. Felix ille! –exclamaría el clásico; y añadimos: Bienaventurados los dos, y privilegiado el lector de esta asombrosa celebración del amor.
Ahora bien, nuestra mentalidad moderna recela del hecho religioso como inspirador de una poética de amor humano. Lo expresa muy bien Carmen Bulzan en su Introducción sobre los poemas seleccionados: «Leyendo los poemas de amor de Alfredo Pérez Alencart, quedé sorprendida al descubrir su enfoque especial sobre el amor carnal espiritualizado, o el amor espiritual encarnado. El espíritu y la materia, lo sacro y lo profano, mano a mano». Y nos preguntamos: ¿cuál es la visión del amor humano que transmite la Biblia?
Una sola carne son palabras que sirven de pórtico para la creación del hombre y la mujer, el texto constitucional que consagra la unidad perfecta de los dos. A pesar de ello, una interpretación sesgada del texto de Génesis ha lastrado la relación hombre-mujer a lo largo de la historia, hasta hoy. La creación de la mujer a partir de la costilla del hombre como Varona frente al Varón, lejos de describir un principio jerárquico, como han aseverado muchos, establece su igualdad. «No es bueno que el hombre esté solo», –dijo el Creador–, y la unión del amor tiene como finalidad prevenir la soledad, antes, incluso, que animar a la función procreativa.
Este no es lugar para desarrollar teologías, sin embargo, sino valorar la potencialidad simbólica del texto bíblico, la que destruye los mitos nocivos de la inferioridad de la mujer ante la superioridad abusiva del varón. El simbolismo de la Creación vertebra todo el poemario, como queda refrendado en los versos de Alfredo que cito a continuación:
Tú, a ti hablo
hembra del hombre,
varona que haces temblar a
tu otra costilla.
Tú eres la fuerza
del mundo,
mujer
que aguardas la noche
para preñar de luz
al hombre
que privatizaste
para tu amparo
y deleite.
Hermosas historias de amor jalonan el texto bíblico, ciertamente, todas ellas relatadas con la concisión y la ausencia de adorno que caracterizan a los narradores bíblicos. Pero como para compensar este natural recato, incluso suplir el silencio del Edén, la escritura sagrada se explaya en un extenso poema de belleza sin igual, el Cantar de los Cantares que plasma el amor vivido en plenitud, sin ataduras ni coacciones, como reclama Alfredo en su libro, y que el poeta reivindica en su obra. En sus fascinantes e inspiradas Esquirlas, dice: «El Eros forma parte de lo Sagrado. Y antes que algún mojigato se escandalice, recuerde la Biblia y especialmente uno de sus libros más hermosos: El Cantar de los Cantares… El Cantar de los Cantares se hizo parte de mi respiración».
En ‘Esposa de mi atardecer’ exclama el poeta:
¡Besémonos largo, esposa de mi atardecer!
El juego verdadero no es un juego: Amar,
Dios mío, es una incesante prueba cabal,
De fuera hasta la vertiente de lo que no sé.
Convoca con urgencia a su amada: «¡Embriaguémonos, Amor, y no de vino!», en claro eco de los primeros versos del Cantar:
Cantar de los cantares, el cual es de Salomón.
¡Oh si me besara con besos de su boca!
Porque mejores son tus amores que el vino.
La voz del Cantar es la de otra morena venturosa, la hermosa Sulamita, y sus palabras se dirigen a Salomón. Se trata de nombres simbólicos, claro está. Salomón significa «quien da paz»; y Sulamita, «la que halla (o infunde) paz». La palabra šālôm, de donde Salomón y Sulamita, significa no solo paz sino también bienestar, salud y plenitud, tanto física como espiritual. He aquí el sentido profundo del amor que celebra Alfredo: la identidad que deriva del encuentro con el otro, la fortaleza que proviene de la unión, y la integridad de la persona que se descubre a sí misma en la armonía del amor. Un hilo de oro recorre el poemario: la paz y fortaleza que transmite el amor que se comparte «bajo el Eterno».
¿Quién no reconocerá en las palabras de Salomón el encendido elogio de nuestro poeta hacia la figura de Jacqueline?
Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía;
Fuente cerrada, fuente sellada.
Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves,
De flores de alheña y nardos;
Nardo y azafrán, caña aromática y canela,
Con todos los árboles de incienso;
Mirra y áloes, con todas las principales especias aromáticas.
Fuente de huertos,
Pozo de aguas vivas,
Que corren del Líbano.
(Cantar 4:12-15).
Huerto cerrado, fuente cerrada, fuente sellada, –dice– para refrendar su exclusividad. Fuente de huertos, pozo de aguas vivas, que corren del Líbano –añade–, para celebrar su vitalidad. Cito estos versos para reivindicar la poesía de Alfredo Pérez Alencart como heredera de una tradición excelsa. Escuchémosle de nuevo, en ‘Piel de selva’:
Por su piel de selva
la reconozco
aunque no se gire
ante la visita
que hace su contento.
Ella desprende
colmados aromas,
cual milagro que,
de siglo en siglo
convierte la carne
en fruta.
Acariciarla
genera parabienes
o dicha
no postergada.
¿Cuál es el secreto de la energía creadora de Alfredo? Según leemos en este poemario, el amor que une a los dos inspira no solo la poética del autor sino su quehacer diario, el trabajo profesional, y la dimensión social. Una preocupación vital tanto de Alfredo como de Jacqueline, y de todos conocida, es su dedicación a la causa de los más necesitados, los refugiados y maltratados que duermen bajo los puentes y andan errantes por la tierra (reflejado en ‘Lo más oscuro’). No se trata, por tanto, de un mundo irreal, sino de «el espíritu y la materia, lo sacro y lo profano, mano a mano» que citábamos al principio. Escuchen su testimonio en ‘Eres mi Corina’:
Muchos se preguntan de dónde sale tanta fuerza,
desconcertados ante el caudal de mis empresas
y el firme avance que sin trastabillar presento.
No puedo, aun queriendo, contestar a todos ellos.
¿Cómo explicarles que es amor el combustible
de todos estos vuelos? ¿En qué lenguaje decir
que una sonrisa tuya abre en mí otro frente,
un impulso que de repente invita a caminar de nuevo?
El lenguaje de Alfredo es arrebatador, lleno de fuego y pasión, anhelo y deseo, que evoca sin remilgos su unión con Jacqueline. Escribe en un poema titulado ‘Patria’:
No hay más patria
que tu entrega
ni hay más mundo
que este amor.
El poeta crea un mundo único, su propio jardín cerrado, al que invita a contemplar a sus lectores con la distancia suficiente como para conservar el decoro, sin ruborizar. Tarea imposible, si no fuera por la poesía, y Alfredo es un poeta consumado, maestro de la alquimia de la palabra que hace de lo carnal, espíritu, y viste de carne lo espiritual.
En un fragmento exquisito, inspirado, que nos invita a participar en la celebración gozosa de su unión, Alfredo evoca las bodas bendecidas por la presencia de Jesús en Caná, cuando transformó el agua en vino:
Mujer, sirve tú el vino porque –desde la Boda– te corresponde la primera señal.
Más que alquimia, por tanto, se trata de un milagro. De un modo misterioso, «mistérico» diría el poeta, el lenguaje de Una sola carne se transforma en libación vertida en el altar sagrado del amor.
Termino, como es justo, con mi propio homenaje a quien enciende el corazón del poeta e ilumina su caminar, Jacqueline, la amada «morena» de su particular Cantar. De ella escribe nuestro poeta, el hombre más libre del mundo, preso de su amor:
Estaba escrito
que cayera prisionero
de ti.
A medianoche,
cuando te ciñen mis manos,
una luciérnaga
anota en lo oscuro
el nombre del Amor.
¿Qué más se puede decir? Resulta, en el fondo, que lo sacro y lo profano se fusionan en una sola realidad, y que «el Eros forma parte de lo sagrado». El creyente que ama es un hombre completo, y de esta plenitud nos habla en este libro el poderoso verbo de un gran poeta, nuestro amigo y hermano, don Alfredo Pérez Alencart.
(*) Texto leído el 12 de mayo en la Feria del Libro de Salamanca, durante la presentación de la antología ‘Una sola carne’ (Diputación de Salamanca, 2017, pp. 182)
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