El tener que ganarse la vida con la literatura perturba la serenidad y a la mentira no se le da importancia. Se la considera parte del oficio. La pluma –decía Byron- ese poderoso instrumento de los hombres insignificantes.
La semana pasada comenté el libro del escritor inglés Laurence Gardner titulado exactamente igual que este: “El legado de María Magdalena”. No creo que uno haya sido inspirado en el otro. Son puras coincidencias. En literatura nadie tiene propiedad sobre las ideas, tampoco sobre las palabras.
José Luis Giménez nació en Barcelona hace 62 años. Sus notas biográficas dicen que en un viaje a Egipto descubrió la magia y el esoterismo del país del Nilo. Después de este viaje, según su biografía dedicó parte de su vida a la investigación de lo desconocido.
¡Uno más! Otro autor que se refugia bajo el amplio paraguas del ocultismo y el esoterismo para disertar, como si fuera su propio descubrimiento, sobre lo que ha sido una constante en la historia de la literatura a lo largo de dos mil años. Cuando se refiere al esoterismo el autor debería saber que esta rama del ocultismo ya era conocida en tiempos de la filosofía pitagórica y cabalística. Y que nada tiene que ver con la teología del Cristianismo. En tanto que la Biblia afirma que así el pasado como el futuro están en las manos de Dios, el ser humano, por medio del ocultismo, dicen, puede conocer su pasado y su futuro. Ventana que puede ser abierta y explotada sin miedos y sin complejos religiosos.
Una de las características del ocultismo, presente en el libro que estoy comentando, es que constituye un potente estimulante para la curiosidad. En el fondo del ocultismo existe una inmensa ambición: tratar de llegar a la esencia de lo más escondido. A propósito de esta turbia zona se puede hablar, con Goya, de monstruos engendrados por el sueño de la razón.
¿Es “El legado de María Magdalena” un tratado de ocultismo? En gran parte sí. Los argumentos que el autor presenta como descubrimientos auténticos de los amores entre Jesús y María Magdalena han sido cien veces expuestos en el siglo XX y parte del XXI y otras tantas convenientemente refutados. José Luis Giménez no hace más que seguir rancias ideas que empezaron a ser aceptadas por lectores ingenuos a partir de “El Código Da Vinci”, de Dan Brown.
Ernesto Renan, el exjesuita y luego racionalista francés del siglo XIX pasó diez años en Oriente Medio recopilando datos para la que luego sería su obra maestra en siete tomos: “Historia de los orígenes del Cristianismo”. El autor catalán, con un fugaz viaje a Egipto y consultas a las no siempre fiables Google y Wilkipedia, se erige en experto de un tema del que se lleva escribiendo veinte siglos, sin conclusiones matemáticas y con muchas contradicciones.
La fiebre especulativa de Giménez le lleva a decir que Jesús y María Magdalena tuvieron dos hijas. Añade: “tuvieron que ser hembras por la función mitocondrial que ejerce la madre sobre la descendencia”. Si Giménez tecleó las páginas del libro en ordenador quiero creer que las letras llorarían de vergüenza ante tamaña blasfemia. ¿De dónde saca el autor semejante barbaridad? ¿En qué documentación se apoya? ¿Qué pruebas aporta? Una vez lanzado a escribir sobre lo indemostrable, continúa: “las dos hijas de Jesús y María Magdalena trasmitirían los genes ya modificados; así, el código genético, el ADN de Jesús, pasó al resto de la humanidad… por lo tanto, cualquiera de nosotros, con casi total probabilidad, podemos ser sus descendientes”.
No cabe definición más perfecta de la locura histórica que la de los párrafos anteriores. Hasta ahora, otros enredadores de la Historia sagrada que escribieron sobre el supuesto matrimonio entre Jesús y María Magdalena atribuían a la pareja una hija, cuyo nacimiento situaban en Francia. José Luis Giménez, por su cuenta y riesgo, eleva el número de hijas a dos.
La fantasía arrastra con frecuencia a la locura en el caso de escritores con una falla en el cerebro. Lo peor, lo más lamentable, es que a fuerza de repetir una mentira esta puede convertirse en verdad aceptada por la mayor parte de la sociedad, como ocurrió con la primera edición de “El Código Da Vinci”. Y al revés: las grandes verdades, como las expuestas en el Nuevo Testamento, especialmente en los cuatro Evangelios, cuatro auténticas biografías de Jesús el Cristo, pueden ser arrinconadas e ignoradas. Es la maldición diabólica de los últimos siglos. Vivimos en una época en la que un loco hace muchos locos, pero un sabio hace pocos sabios.
Dice Ben Witherington que “vivimos en un momento en que aquellos que prometen revelar secretos acerca de Jesús encuentran inmediatamente público para sus postulados. Añádase a la mezcla la teoría sobre una conspiración y una postura que contravenga el orden establecido, y eso garantiza que el público se enganche al argumento”. Formamos parte de una cultura donde lo más nuevo se dice que es lo mejor y lo antiguo se observa con suspicacia o se relega al olvido.
Tal ocurre con “El legado de María Magdalena”, de José Luis Giménez. Cuando se trata de ensayo o de biografía, un autor serio jamás escribiría lo que no pueda probar en todos los extremos. Este no es el caso de Giménez. El hombre dice que “esta historia –la contada en su libro- está basada en hechos históricos, referencias bíblicas, experiencias personales y sobre todo una inspiración que para mí supuso algo sobrenatural, una guía superior”.
¿A qué hechos históricos se refiere?¿Por qué no los cita? ¡No existen! ¿Considera un hecho histórico que Jesús tuviera dos hijas con María Magdalena? ¿En qué historia se ha basado? Con respecto a las referencias bíblicas, ¿por qué no las expone? Medio siglo leyendo y releyendo la Biblia, no encuentro en ninguna de sus páginas referencias que den la razón a las sinrazones de Giménez. Si la locura o la falsedad tienen colmo, Giménez los explota en su libro al insinuar que le fue inspirado por “algo sobrenatural”, por “una guía superior”.
¿Le dictó Jesús su libro, como hizo con el apóstol Juan en la isla de Patmos, resultando el Apocalipsis? ¿Le habló Dios como habló a los profetas en tiempos antiguos? El tener que ganarse la vida con la literatura perturba la serenidad y a la mentira no se le da importancia. Se la considera parte del oficio. La pluma –decía Byron- ese poderoso instrumento de los hombres insignificantes.
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