En el fondo, su trastorno bipolar es casi su máscara particular, su escondite perfecto, que obliga a que su audiencia trague saliva, intente disimular emoción y vean ante ellos a un niño grande amante del Capitán América.
Alguien dijo que la locura es un placer que sólo el loco conoce. Y ahí está Daniel Johnston, uno de los músicos más inclasificables de la historia de la música para atestiguarlo. Johnston es la antiestrella perfecta, un personaje fascinante al que, por desgracia, siempre le (per)sigue la sombra de su enfermedad, un trastorno bipolar que, en su caso, se sitúa en su variante más extrema, capaz de provocar paranoias intensas y brotes de esquizofrenia que pueden derivar en episodios descontrolados. No sufran, no les voy a dar la brasa con el tema. Bastante lo hago cuando hablo sobre (dis)capacidad o sobre trastornos mentales (que no enfermedades, un concepto que todavía estigmatiza más) a la primera víctima que cae en mis redes.
Pero resulta que llevo unos días ordenando información relativa al trastorno bipolar (para otro proyecto "culpa" de un compañero de esta sección). Suelo escribir en mi despacho, y frente al ordenador, en la pared, hay colgado un dibujo original de Johnston (firmado y todo, cuando visitó Barcelona hace unos años) que miro y remiro para intentar entender algo de cómo funciona una mente que, lo último que quiere, es que entiendan cómo funciona.
Borges escribió que debía empezar a aceptar las derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos. Eso intentó hacer Daniel en su vida, dando rienda suelta a una creatividad abrumadora, excéntrica, devastadora, genial. Daniel creció en una familia muy religiosa (esto parece el inicio de una novela de McCarthy, sí) que, lejos de conseguir un acercamiento real a Dios, provocó un miedo visceral a la figura del Diablo.
El documental de 2005 The devil and Daniel Johnston recorre parte de esa historia, plagada de largos encierros en el sótano de su casa, allí dónde grababa cintas de casete artesanales en todos los sentidos, desde una música minimalista, naïf y pura mezcolanza de estilos, hasta unas lisérgicas cubiertas dibujadas y pintadas a mano que daban rienda suelta a su imaginario particular. Daniel también dibujaba (y todavía dibuja) cómics y grababa cortometrajes en Súper 8. Lo mejor es que todo ese material, especialmente sus maquetas musicales, las regalaba por la calle, sin ninguna pretensión de rock star más allá de compartir.
Un crítico "destrozó" en una ocasión a Johnston diciendo que aporreaba instrumentos (guitarras mal afinadas, percusión casera y pianos de juguete. Delicioso, oigan) y que su voz desafinaba, pero años más tarde varias discográficas se disputaban sus servicios, especialmente gracias a Kurt Cobain, que apareció en una ocasión con una camiseta de Hi, how are you?, con el ya icónico dibujo de uno de sus discos (bueno, casete). De hecho, llegó a publicar con una major; no pienso ni citarla, ya que se deshicieron de él cuando un disco fue todo un fracaso en ventas.
En un festival de Benicàssim de años ha al que asistí estaba prevista su actuación, pero se canceló en el último momento. Un triste papel mal enganchado en la zona de prensa lo anunciaba. Creo que me quedé ante él un par de minutos, como si se hubiera cancelado la presencia de los Rolling Stones o de Elvis Presley, que fijo que sigue vivo y escondido en alguna isla (o en el Seven Eleven de una gasolinera, que existen las dos versiones). Por suerte, puede resarcirme unos años después cuando visitó Barcelona.
Allí estaba él, la antiestrella. Desaliñado, confuso a ratos, certero y conectado en otros y arropado por una banda espléndida. Hay conciertos muy buenos, conciertos buenos, conciertos malos y conciertos viscerales (en esta categoría me ha pasado con muy pocos, quizá con Tom Waits, con Nick Cave, con David Bowie, con Nine Inch Nails y con Daniel Johnston). Y el de Johnston es pura visceralidad, pura emoción, pura capacidad de poner los pelos de punta con una guitarra cochambrosa y una voz incluso trémula. Creo que se me escaparon algunas lágrimas de pura emoción (nunca lo admitiré ante un juez), ya que Johnston te encoge el alma y te recuerda que a tomar viento todo eso del postureo y la imagen en el mundo del rock.
Johnston apareció en escena con uno de sus habituales pantalones de chándal algo ajados y una camiseta que cubría su oronda figura y que acabó toda mojada cuando (medio en vano) intentó engullir un botellín de agua en dos segundos. Johnston parecía más un roadie falto de sueño, sí, pero regaló verdaderos momentos como la cruda balada Lost in my infinite memory, canción en la que explica cómo se siente, cómo es su enfermedad cuando se siente cansado, o quiere llorar, o quiere dejarse llevar, o quiere morir, o te ama, o se odia, o quiere salir, o está triste, o quiere beber en una taza rota.
En el fondo, esa enfermedad es casi su máscara particular, su escondite perfecto, que obliga a que su audiencia trague saliva, intente disimular emoción y vean ante ellos a un niño grande amante del Capitán América (una de sus fijaciones cuando dibuja).
Y no, no he caído en el paternalismo barato ni en la compasión mal entendida; hablo de arte. Johnston ha creado, desde esas primigenias cintas de casete lo-fi decoradas con dibujos inquietantes, una colección de temas que enlazan el blues de raíces con el punk sin prejuicios. Da igual que el temblor de sus manos vaya a más en cada concierto. Da igual que tenga que leer las letras en una machacada libreta. Da igual que no se haya acicalado demasiado.
Alguien capaz de crear belleza como la que reside en Speeding motorcycle, Walking the cow o, mi favorita, True love will find you in the end (creo que las lágrimas traidoras surgieron allí) es un artista. Si no son capaces de emocionarse con esta canción (vean el vídeo de uno de sus directos, que se lo ponemos fácil), escríbanme, por favor, tenemos que hablar.
Los demonios internos de Johnston (los literales y los figurados) siguen condicionando su vida, una vida que puede transitar por horas muertas durmiendo en un sofá destartalado (aunque él, suele decir, después no lo recuerda) o entre puntas de creatividad, otras de nostalgia hacia una lógica vital que nunca tuvo y otras de dolor. El verdadero amor te encontrará, no estés tristes. Y nos lo dice el mismo Johnston. Visceralidad. Pura. Bella.
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