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Editorial Peregrino
 

El enfriamiento espiritual, de Octavio Winslow

Todas las promesas no hacen sino animar al alma a recurrir a la cruz, independientemente de cuál sea su estado o situación. Un fragmento de "Enfriamiento espiritual", de Octavio Winslow (Editorial Peregrino, 2013). 

FRAGMENTOS 01 DE DICIEMBRE DE 2016 19:55 h
winslow Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de "Enfriamiento espiritual", de Octavio Winslow (2013, Editorial Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.



 



El enfriamiento en la oración



«Menoscabas la oración delante de Dios» (Job 15:4).



Si tuviéramos que escoger una característica que destaque sobre las demás en el enfriamiento espiritual no vacilaríamos en decantarnos por el debilitamiento del espíritu de oración. Tal como la oración es la primera prueba de la vida espiritual en el alma, y su crecimiento espiritual y su vigor son indicativos de un estado saludable y fértil de esa vida, así el enfriamiento de la oración en su espíritu, su ejercicio y su disfrute son fuertemente indicativos del debilitamiento de la gracia verdadera en un hijo de Dios […].



     ¡Qué sublime ejercicio es […] la oración! Tiene el desarrollo de la vida divina en el alma por naturaleza, a Jehová por objeto, al Señor Jesús por canal, y al Espíritu Santo por autor. De esta forma, la Santísima Trinidad al completo está implicada en la gran obra del acercamiento de un pecador a Dios. ¿Es preciso que nos explayemos en lo tocante a la necesidad absoluta de la oración? Y, sin embargo, hemos de reconocer que el creyente precisa una exhortación constante al ejercicio de este deber. ¿Necesitamos alguna prueba más fuerte de la tendencia perpetua al enfriamiento espiritual que el hecho de que el hijo de Dios necesite estímulos constantes para mantener el inestimable privilegio de la comunión con su Padre celestial; que necesite ser instado por medio de los argumentos más poderosos y las razones más convincentes a servirse del privilegio más valioso y glorioso de este lado de la gloria? ¿No es como si rogáramos a un hombre que viva y le recordásemos que debe respirar si quiere mantenerse con vida? No se puede vivir —le decimos al hijo de Dios— sin el ejercicio de la oración; esta es la inspiración y espiración de la vida divina; la naturaleza espiritual necesita un constante alimento espiritual; y la única prueba de su estado saludable es que ascienda hacia Dios constantemente. Le decimos que si deja de orar, toda su gracia se marchitará, todo su vigor decaerá y todo su consuelo se desvanecerá […].



 



Octavio Winslow.

Apremiamos a la oración no ya solo como un solemne deber que respetar, sino como un privilegio gozoso. Feliz es ese creyente que pasa a ver los deberes como privilegios. ¿Cómo? ¿No es un privilegio tener una vía de acceso a Dios perennemente abierta? ¿No es un privilegio que, cuando la carga nos aplasta, podamos echarla sobre aquel que nos ha prometido sostenerla? Cuando la corrupción de una naturaleza sin santificar es muy fuerte y las tentaciones se redoblan, ¿no es un privilegio en tal momento? Y cuando nos sentimos confusos ante cuál es la senda del deber, y deseamos caminar en completa conformidad con la voluntad de Dios y, como hijos, tememos ofender a un Padre bondadoso, ¿no es entonces un privilegio contar con un trono de gracia, con una puerta abierta de esperanza? Cuando el mundo se infiltra lentamente en el corazón, cuando el corazón queda herido por el desafecto de los amigos, o sufre ante intensas aflicciones, ¿no es entonces un privilegio acudir a Jesús y decírselo? ¡Dilo, pobre alma necesitada, afligida y tentada! Di si la oración no es el privilegio más valioso, preciado y reparador a este lado del Cielo […].



     Pero la oración verdadera puede debilitarse mucho; y a este punto, en lo tocante a los medios para avivarla, pasamos ahora a reclamar la mayor atención del lector.



     La oración es el pulso espiritual del alma renovada; sus latidos indican el estado de salud o de enfermedad del creyente. Tal como el médico determina la salud del cuerpo a partir del pulso, así podemos determinar la salud espiritual del alma por medio de la estima de que goza la oración a los ojos del creyente. Si el alma se encuentra en un estado espiritual saludable y de crecimiento, la oración será vigorosa, viva, espiritual y constante; si, por el contrario, se está desarrollando un proceso de enfriamiento incipiente en el alma —si el corazón está extraviado, el amor apagado y la fe debilitada— el espíritu y los hábitos de oración lo traicionarán de inmediato.



     Señalaremos en primer lugar que el espíritu de oración del creyente puede debilitarse sin que él lo perciba inmediatamente. Puede que el estilo y los hábitos de oración se mantengan durante algún tiempo, es posible que el altar familiar se mantenga en pie, y hasta que se acuda al aposento para orar de cuando en cuando; ¡pero el espíritu de oración se ha desvanecido, y todo es frialdad inerte, el mismísimo abotargamiento de la muerte! ¿Pero de qué sirven los hábitos de oración si no van acompañados por un espíritu de oración? […] Es posible que las formas se utilicen con facilidad, que las palabras y hasta los pensamientos se expresen sin problemas y que, sin embargo, la oración no vaya acompañada de calor, de vida, de espiritualidad, de vigor o de unción; y un profesante puede mantenerse en esta situación durante largo tiempo. Salvaguárdate de ello, lector; examina con detenimiento el estado de tu alma; inspecciona tus oraciones; asegúrate de no haber sustituido el espíritu palpitante por las frías formas, el alma por el simple cuerpo. La oración genuina es el aliento del Espíritu de Dios en el corazón; ¿lo tienes? Se trata de la comunión con Dios, ¿eres conocedor de ello? Es el quebrantamiento, la contrición, la confesión, y todo ello brotando a menudo de una percepción abrumadora del derramamiento de su bondad y su amor sobre nuestro corazón; ¿has experimentado eso? Volvemos a repetirlo: examina con detenimiento tus oraciones; compruébalas, pero no por medio del don natural o adquirido que poseas; eso no significa nada para Dios, puede suceder que ante todas esas formas te diga: «No oigo oración alguna. ¿Quién demanda esto de tus manos, cuando vienes a presentaros delante de mí para hollar mis atrios? No me traigas más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad tus fiestas solemnes. Tus lunas nuevas y tus fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas. Cuando extiendas tus manos, yo esconderé de ti mis ojos; asimismo cuando multipliques la oración, yo no oiré» (Isaías 1:12-15); sino compruébalas por medio de la comunión real que tienes con Dios, por los beneficios que aportan a tu alma.



     Existe otro estado en el que ni siquiera el hábito de la oración sobrevive al enfriamiento del espíritu de oración. Hay casos en los que, tal como hemos mostrado, es posible respetar escrupulosamente las formas hasta mucho tiempo después de que la oración verdadera haya desaparecido del alma; puede que haya demasiada luz en la conciencia, y demasiada fuerza en los hábitos, y hasta algo de la mismísima apariencia de la cosa en sí, que impidan un abandono absoluto del acto. Pero en la mayoría de los casos de recaída el hábito se debilita junto con el espíritu; una vez que este último ha desaparecido, lo primero se convierte en algo insípido y tedioso, y al final se renuncia a ello como algo engorroso y desagradable para el espíritu. Y ni siquiera este abandono de las formas se produce siempre de forma súbita: Satanás es demasiado astuto, y el corazón demasiado engañoso, como para permitir tal cosa; deben seguirse ciertos pasos en el debilitamiento. Una ruptura repentina con los hábitos de oración normales puede levantar sospechas e inducir a la reflexión: «¿Cómo he llegado esto?», podría preguntarse el alma sorprendida. «¿He llegado tan lejos como para abandonar hasta mis hábitos de oración?». Tales pensamientos podrían conducir a la introspección, a la contrición y a un regreso; pero el enfriamiento es gradual […].



     Pero no hace falta que nos explayemos en esto; los males resultantes de un enfriamiento de la oración son suficientemente obvios. Hemos mostrado que el secreto de una vida feliz y la fuente de una vida santa residen en caminar cerca de Dios; que si un hijo de Dios reduce sus oraciones, abre la puerta a la salida de todas sus virtudes y a la entrada de todos los pecados. Una vez que el lector haya ponderado seriamente y en oración estas afirmaciones, le rogamos que pase a considerar los medios que el Señor ha dispuesto e instituido para el AVIVAMIENTO del espíritu y el ejercicio de la oración del creyente.



     El creyente debe determinar correctamente la verdadera naturaleza de sus oraciones. ¿Son vivas y espirituales? ¿Son ejercicios del corazón o meramente del entendimiento? ¿Son el aliento del Espíritu en ellos o la fría observancia de un formalismo exento de fuerza? ¿Es un acto de comunión? ¿Es el acercamiento filial de un hijo que acude con afecto y confianza al seno de un Padre, y que busca cobijo allí en los momentos de necesidad? […] ¡Vigila bien tus oraciones! No te des por satisfecho con unos devocionales tibios; no te conformes con hacer peticiones frías, mortecinas y formales. Asegúrate de que tus oraciones familiares no degeneren en eso: ese es un peligro real; asegúrate de que la llama arda con fuerza y que se eleve hasta el altar sagrado; de que tus exhalaciones a Dios sean de tal naturaleza que infundan en tus hijos, entre tus empleados y tus amigos la convicción de que la tarea en la que se hallan implicados es la más espiritual, santa y solemne de todas […].



 



Portada del libro.

Un paso más en el avivamiento de la oración genuina es familiarizarse más a fondo con nuestras muchas y diversas necesidades. El conocimiento de su necesidad es lo que confiere verdadera elocuencia a las súplicas del mendigo: la conciencia de sus privaciones, de su necesidad absoluta, de la inanición misma, es lo que confiere fuerza a sus ruegos y perseverancia en su consecución. Las palabras que emplea son: «Necesito pan o de otro modo moriré». Es precisamente eso lo que deseamos que sienta el hijo de Dios. ¿Qué es sino un beneficiario de la provisión cotidiana de Dios? ¿Qué recursos propios posee? Nada en absoluto. ¿Y qué es sin Dios? Un menesteroso. Ahora bien, cuanto más consciente sea de su verdadera situación, de su indigencia absoluta, más acudirá al trono de gracia e insistirá hasta obtener una respuesta positiva […].



     Debemos buscar y extirpar todo lo que entorpezca la oración. Hay muchas cosas que debilitan la oración verdadera: el pecado que no ha sido mortificado, el pecado del que no nos hemos arrepentido, el pecado no perdonado —hablamos del sentimiento oculto que de él tengamos en la conciencia—, la mentalidad mundanal, las conversaciones ociosas, las discusiones vanas o el trato asiduo con personas inconversas o profesantes fríos y formales; si se permite que prevalezcan todas estas cosas en su conjunto, o por sí solas, la mente quedará incapacitada para conversar con Dios, y el espíritu de oración en el alma se enfriará. Considera perjudicial todo aquello que ponga en juego tu mentalidad devocional; lo que reduzca tu tiempo de oración y embote el regocijo santo que de él obtienes.



     Pero aquello por lo que rogamos más encarecidamente, y que será la mayor contribución al avivamiento de la oración verdadera en el creyente, es un incremento en la provechosa influencia del Espíritu Santo. Aquí tenemos la gran fuente y el secreto de toda oración verdadera, creyente, perseverante y victoriosa; la ausencia de esto es la verdadera causa de la frialdad, el formalismo y la renuencia que tan a menudo caracterizan su ejercicio. Los santos de Dios no honran al Espíritu lo suficiente en esta importante área de su obra; pierden de vista demasiado a menudo la verdad de que él es el Autor y el Sustentador de toda oración verdadera; y la consecuencia es, y siempre lo será, una autosuficiencia y un formalismo frío en su ejecución que, en última instancia, desembocarán en su total abandono. Pero invóquese la promesa: «Derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración» (Zacarías 12:10); reconózcase el Espíritu Santo como el Autor de la oración, y búsquese como el Sustentador de su santo ejercicio; que el santo de Dios sienta que no sabe por qué debería orar, que el Espíritu mismo «intercede por nosotros con gemidos indecibles», y que Dios conoce el sentir del Espíritu, dado que intercede por los santos conforme a su voluntad; ¡y qué estímulo será esto para la oración! ¡Qué nueva vida, que poderosa fuerza, qué unción y qué poder de Dios proporcionará! Busca, pues, junto a todas las demás bendiciones, la promesa más rica de todas: el bautismo del Espíritu; no te des por satisfecho con nada por debajo de eso; sin ello eres un profesante nulo; tu religión está inerte, tu devoción es formal, tu espíritu carece de unción; sin el bautismo del Espíritu Santo no tienes fuerza moral ante Dios ni ante los hombres; búscalo, contiende por él, anhélalo, como algo más trascendente y valioso que cualquier otra gracia. ¡Qué cristiano tan distinto serás sumergido en sus influencias avivadoras! ¡De qué manera tan distinta orarás, vivirás y morirás! ¿Está languideciendo tu espíritu de oración? ¿Está convirtiéndose en un ejercicio arduo? ¿Has abandonado la devoción en tus aposentos? ¿Se está convirtiendo de alguna forma el deber en una tarea? ¡Lánzate a la búsqueda del bautismo del Espíritu! Solo esto detendrá el proceso de tu enfriamiento, avivará el verdadero espíritu de la oración en ti y conferirá a su ejercicio gozo, placer y poder. Dios ha prometido impartir la bendición, y jamás decepcionará al alma que la busca. De igual modo, el derramamiento del Espíritu de oración es necesario para proporcionar asiduidad, vida y franqueza a nuestras peticiones por la Iglesia y el mundo […]. Si no recibimos el bautismo del Espíritu de oración, nuestros sentimientos quedarán coartados, nuestros deseos serán egoístas y nuestras peticiones serán frías y genéricas. ¡Qué acuciantes y elocuentes se nos plantearán las necesidades de la Iglesia y las exigencias morales del mundo una vez que el Espíritu Santo descienda sobre nosotros como en el día de Pentecostés, llenándonos, abrumándonos y saturándonos con su influencia! Concluiremos este capítulo con algunas observaciones de índole práctica.



     En toda oración verdadera se debe hacer mucho hincapié en la sangre de Jesús. Quizá no haya prueba más manifiesta de un enfriamiento en el poder y la espiritualidad de la oración que descuidar eso. Donde se deja de lado la sangre expiatoria; donde no se reconoce, no se invoca, no se contiende con ella y no se convierte en nuestro mayor alegato, la fuerza de la oración será deficiente. Las palabras no significan nada; la elocuencia, las expresiones brillantes y la riqueza de ideas no significan nada, y hasta el fervor aparente no significa nada, dondequiera que la sangre de Cristo —el camino nuevo y vivo a Dios, el gran alegato que mueve al Omnipotente, que da acceso al Lugar Santísimo— sea desdeñada e infravalorada, y no sea el fundamento de toda petición. ¡De qué manera pasamos esto por alto en nuestras oraciones! ¡Cómo despreciamos la sangre expiatoria de Emanuel! ¡Qué poco la oímos mencionar en el santuario, en el púlpito, en el círculo social; cuando es eso lo que le da su valor ante Dios! Dios aceptará toda oración siempre y cuando ascienda perfumada con la sangre de Cristo; toda oración recibirá respuesta mientras alegue la sangre de Cristo: es la sangre de Cristo la que satisface la justicia y todas las exigencias de la ley en nuestra contra; es la sangre de Cristo la que compra y proporciona toda bendición al alma; es la sangre de Cristo la que solicita la ejecución de su última voluntad y testamento; toda valiosa herencia que recibimos es fruto de su muerte. Esto es asimismo lo que nos proporciona libertad ante el trono de gracia: «Teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo» (Hebreos 10:19). ¿Cómo puede un pobre pecador atreverse a hacer tal cosa sin esto? ¿Cómo puede elevar la vista, cómo puede pedir, cómo puede presentarse ante un Dios santo, si no es llevando la preciosa sangre de Jesús con la mano de la fe? Sin Cristo, Dios no puede mantener relación alguna con nosotros; todo trato queda suspendido, toda vía de acceso queda taponada, toda bendición queda sustraída. Dios ha coronado a su Hijo amado, y desea que también nosotros lo hagamos; y nunca depositamos una corona más brillante sobre su cabeza que cuando alegamos su justicia consumada como el fundamento de nuestra aceptación, y su sangre expiatoria como nuestro mejor argumento para recibir toda bendición de Dios. Entonces, pues, querido lector, si te sientes un pobre pecador vil e impuro; si eres un relapso cuyos pasos se han desviado del Señor, en cuya alma se ha debilitado el espíritu de oración y, sin embargo, sientes algún anhelo secreto de regresar, y no te atreves a ello porque eres tan vil e impuro, y estás tan descarriado, puedes regresar «teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo». Ven, puesto que la sangre de Cristo te proporciona el alegato; regresa, puesto que la sangre de Cristo te da la bienvenida: «Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1).



     No olvidemos tampoco que las épocas de prueba y sufrimiento son a menudo el momento santificado para el avivamiento de la oración en el alma. El Señor ha advertido tu extravío; ha puesto los ojos sobre el enfriamiento de tu alma. Esa voz, siempre agradable a sus oídos, ha dejado de invocarlo; y ahora desea recuperarte, quiere volver a escuchar esa voz. ¿Y cómo lo hace? Te aplica «la vara», te hace pasar alguna dura prueba, deposita sobre tus hombros alguna pesada cruz, apesadumbra tu alma con algún dolor, y entonces clamas a él y acudes insistentemente al propiciatorio. ¡Con qué fervor se busca a Dios, y qué atractivo y valioso se torna el trono de gracia, cuando así se conduce al alma por las aguas profundas de la prueba! El creyente rompe su silencio y clama a Dios, suplica con «gran clamor y lágrimas», contiende y se desespera, y así el adormecido espíritu de oración resulta avivado y estimulado en el alma. ¡Dulce aflicción, preciada disciplina, las que traen al alma descarriada de vuelta a un camino más santo y cercano a Dios!



     Volvemos a exhortar al creyente: guárdate del menor enfriamiento en la oración; preocúpate ante el menor síntoma desfavorable; acude al Señor en tus peores estados; no te apartes de él hasta disfrutar de uno bueno. Ese es el gran argumento de Satanás para mantener a un alma apartada de la oración: «No acudas en ese estado frío e insensible; no acudas con ese corazón duro y rebosante de pecado; quédate ahí hasta que estés mejor preparado para acercarte a Dios». Y, al prestar oídos a este razonamiento especioso, muchas pobres almas angustiadas, cargadas y anhelantes, han quedado alejadas del trono de gracia y, por consiguiente, privadas de consuelo. Pero el evangelio dice: «Acude en el peor de tus estados»; Cristo dice: «Ven tal como eres». Y todas las promesas y los ejemplos no hacen sino animar al alma a recurrir a la cruz, independientemente de cuál sea su estado o situación.



 


 

 


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