Un cuento de Antonio Cárdenas.
Un joven desocupado vecino del barrio de El Carmel de Barcelona, entre birra y birra elaboró una teoría para la cura de una enfermedad que aquejaba a un buen sector de la población.
Optimista e ilusionado, lo primero que hizo fue comunicarlo a la facultad de medicina de una prestigiosa universidad de esta ciudad. Recibido por el decano, éste no dudó en la conveniencia de dar resonancia al descubrimiento y lo remitió al Conseller de Salut, la autoridad política autonómica competente en esta materia.
El Conseller, aunque muy ocupado, enseguida le atendió y vio que era un asunto de calado.
—Ve a Madrid, no te demores en solicitar audiencia al Ministro de Sanidad, él necesita tener conocimiento personal de las posibles repercusiones que se derivarán de tu descubrimiento— dijo el político.
Nuestro aficionado investigador se desplazó hasta la capital del país y allí fue recibido por el Ministro en audiencia urgente, conocedor ya de que un mal enquistado estaba pronto a desaparecer.
—Para darle un alcance global a este acontecimiento es conveniente que hables con el Alto Comisionado para la Erradicación de Patologías, Epidemias y Pandemias Mundiales— dijo el ministro.
Confiado en que daba el último paso previo a la sanidad del 1% de la población mundial, se desplazó hasta Ginebra donde ascendió al piso 16 de una imponente torre.
En un reducido despacho le esperaban tres individuos algo gruesos, vestidos de modo informal. Los ceniceros llenos de colillas daban un aspecto insalubre a aquella pieza mal ventilada.
— ¿Qué te trae por aquí? — dijo el primer adiposo.
—Vengo para informales de que ya tengo la solución para una enfermedad que tiene sometida al 1% de la población mundial— dijo el chico entusiasmado.
— ¿Y de qué enfermedad estamos hablando? — dijo el segundo adiposo.
Nada más declarar la enfermedad de que se trataba, irrumpió en el cuarto una simpática mujer de pelo rubio que no dejó de hablar desde que entró hasta que salió. Lo único que retuvo el joven de toda su riqueza verbal fue que era natural de Diepoldsau, una hermosa comuna de la suiza alemana. Ah, sí, entró para ofrecerles chocolate suizo y queso Appenzel, que no tardó en desaparecer de la mesa.
—Y bien, ¿en qué consiste tu descubrimiento contra este mal? — dijo el tercer adiposo.
—He descubierto que el medicamento que recetan actualmente los facultativos, produce el mal para el que se prescribe.
— ¿Y cuál es la solución que propones? — volvió a hablar el primer adiposo.
—La más sencilla, económica y sin efectos secundarios: dejar de producir, recetar y consumir esta química. Retirando las pastillas de las farmacias se acaba la enfermedad.
El más adiposo de los tres gerifaltes de la salud mundial, como asistido por una luz del más allá, dio cumplida expresión a lo que sentía su corazón en aquel instante.
—Muchacho, nada más verte entrar por esa puerta, he sabido que éste es el lugar que un día ocuparás. A tu valía natural solo le falta el poder necesario para hacer realidad el avance para la mejora de la salud de nuestros pueblos en las próximas décadas. Ahora te dedicas al estudio de remedios parciales e ineficaces como el que te trae hasta aquí, pero te animamos a que aspires a lo más alto, el poder cura, tenlo presente. Te apoyaremos hasta que lo consigas.
El muchacho, de origen humilde, recibió aquel agasajo adulatorio con tal satisfacción que las expectativas del encuentro quedaron ampliamente superadas.
Desinhibido ya por completo y estirado en el sofá todo lo largo que era como uno de ellos, se entregó al whisky Jack Daniel’s y al puro habano que le ofrecieron, al tiempo que sus aspiraciones tocaban techo.
El dossier del estudio, que ya no interesaba a nadie, quedó olvidado en el revistero mezclado con revistas del corazón de fechas pasadas.
Para cuando volvió a entrar la mujer rubia en el despacho, el somnífero presente en el chocolate ya había hecho su efecto y los cuatro dormían a pierna suelta. Sin dudarlo un momento fue directa al revistero y se apropió del dossier. En su anterior entrada no había perdido detalle de lo que le convenía saber aún sin dejar de hablar, una virtud muy femenina.
Al cabo de unos pocos meses el mal ya estaba erradicado de la faz planeta.
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