No somos esclavos de nuestros genes. Como da a entender el Antiguo Testamento: “Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado.” (Dt. 24:16).
La creencia de que los genes codifican o sintetizan proteínas ha sido hasta ahora un concepto fundamental de la genética. Sin embargo, hoy se sabe que es tan solo un punto de partida para comprender cómo es capaz el ADN de inducir el desarrollo, por ejemplo, de un pez, una mariposa, una rosa o un ser humano.
El llamado “ADN basura” parece influir decisivamente en la activación o desactivación de los genes por parte de diversos factores ambientales externos.
Esto, desde luego, es mucho más que simple genética. Es “epigenética”.
Algo que trasciende la propia actividad de los genes y estudia aquellos factores ambientales no genéticos que intervienen en el desarrollo de los seres vivos.
La alimentación, el clima, la actividad física, el estrés, el entorno, las costumbres, etc. influyen y modifican la expresión de los genes pero sin alterar la secuencia del ADN de los organismos.
Y además, lo sorprendente de tales modificaciones es que son heredables. Se transmiten de padres a hijos.
La nueva ciencia de la epigenética tiene profundas implicaciones filosóficas porque, de alguna manera, viene a respaldar las antiguas ideas de Lamarck sobre las de Darwin.
Lo cierto es que heredamos algunas de las características adquiridas por nuestros antepasados. De manera que la epigenética está minando la cosmovisión simplista del darwinismo social.
Si el medio ambiente en el que vivimos, tanto físico como social, interviene de manera decisiva en cómo se manifiestan nuestros genes, aquella idea de que el éxito o el fracaso social están determinados genéticamente ya no puede sostenerse.
Es verdad que heredamos un patrimonio genético de nuestros padres que nos condiciona en determinados aspectos pero nuestro estilo de vida y costumbres pueden cambiar las repercusiones de dicha herencia biológica.
No somos esclavos de nuestros genes. Como da a entender el Antiguo Testamento: “Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado.” (Dt. 24:16).
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