Si en ese momento final Jesús no te mira y te dice: “Eres una de mis ovejas” o “Me perteneces”, nada de lo otro importará.
Un fragmento de “¿Soy realmente cristiano”, de Mike McKineley (Editorial Peregrino). Puedes saber más sobre el libro aquí.
CAPÍTULO 1
No eres cristiano simplemente porque digas serlo
La bandeja de entrada de mi correo electrónico está repleta de oportunidades de «convertirme en algo». Solo este mes, he recibido mensajes de amigos y correos basura que me ofrecen la oportunidad de convertirme en:
Probablemente no aprovecharé ninguna de estas oportunidades. Ya soy seguidor de ESPN.com en mi casa, no tengo tiempo para jugar al Fantasy football o para ser miembro de un consejo (aunque —ahora que lo pienso— tal vez debería investigar más lo de los diez millones de dólares).
Sin embargo, considera lo que pasaría si accediera a este tipo de ofertas: mi relación con esos grupos sería redefinida, y yo sería claramente miembro. No habría mucha ambigüedad. Ser miembro de un grupo es cuestión de autoselección: eliges entrar o eliges salir. Actualmente, tanto Netflix como yo tenemos un buen conocimiento acerca del estado de nuestra relación —o no relación— porque nunca he decidido afiliarme. Pero aquí viene la sorpresa: ser cristiano no es exactamente así.
DIOS CONOCE A LOS SUYOS
Sin duda, hay una gran claridad por parte de Dios en la ecuación. Él no está confundido acerca de quién le pertenece y quién no. En la Biblia leemos que Dios tiene un registro definido de los que recibirán la vida eterna por medio de Cristo. Cuando los setenta y dos discípulos volvieron a Jesús, mareados por su reciente éxito ministerial, Jesús les dice: «No os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lc. 10:20). En otra parte, Jesús dice a los discípulos: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen» (Jn. 10:14). Dios sabe quién es un verdadero cristiano y quién no lo es.
Es por eso que el apóstol Pablo puede hablar de «Clemente también y los demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida» (Fil. 4:3). Así también, el apóstol Juan —en su visión del juicio final ante el gran trono blanco— se refiere a un «libro de la vida», que contiene todos los nombres de aquellos que son verdaderamente del pueblo de Dios. Toda persona cuyo nombre no aparezca en este libro será lanzada al lago de fuego, mientras que todos aquellos cuyos nombres sí aparezcan, ganarán la entrada a la Nueva Jerusalén (Ap. 20:15; 21:27). Por tanto, Dios sabe quién le pertenece y quién no. Lo tiene muy claro.
TU CAMISETA ESPIRITUAL ESTÁ AL REVÉS
Sin embargo, lo mismo no puede decirse de nosotros. Nosotros no nos vemos a nosotros mismos con tanta claridad. De hecho, es curioso ver cómo nuestra autopercepción está a menudo limitada.
¿Alguna vez te has dado cuenta de que has estado caminando con un pedazo de papel higiénico pegado a tu zapato? ¿O con la camiseta al revés? ¿O con una mancha de salsa de tomate en la mejilla? A mí me ha pasado cada una de estas cosas en un momento u otro. Cuando alguien finalmente tuvo misericordia de mí, y señaló el problema —«¡Oye idiota, llevas la camiseta al revés!»— sentí una sensación de vergüenza de pequeña a moderada. Había estado caminando asumiendo ciertas cosas acerca de mí —tierno, devastadoramente guapo, capaz de vestirme a mí mismo correctamente— pero en ese momento descubrí que la realidad era otra (nada agradable). Todo el mundo a mi alrededor podía ver la verdad sobre mí claramente, pero yo no era consciente.
Recuerdo una ocasión en particular que Dios usó para enseñarme la diferencia —a veces enorme— entre la autopercepción y la realidad. Yo acababa de convertirme en pastor asistente. Había tenido la oportunidad de dirigir un estudio bíblico para unas doscientas personas en nuestra iglesia. Disfruté de dirigir el coloquio y de responder a las preguntas. Por donde se mirara, el estudio bíblico pareció ir bastante bien.
Al día siguiente estaba sentado en la oficina de un amigo mío llamado Matt, y le pedí que me diera su opinión acerca del estudio de la noche anterior. Él me dijo que también pensaba que había ido bien, y entonces mencionó que estaba sorprendido por cómo había dirigido el grupo. Dijo: «Mike, no me podía creer lo agradable, amigable y concentrado que te veías. Realmente parecía que estabas contento de estar allí, y conectaste bien con la gente. Me sorprendió».
Matt quiso decir esas palabras como un cumplido, pero yo no me las tomé de esa manera. Por eso pensé: ¿Qué quiso decir con que estaba sorprendido? ¡Siempre soy agradable y amigable! ¡Siempre parezco contento de estar allí! Me enorgullecía de conectar bien con la gente. Después de todo, siempre he sabido que no iba a salir adelante en la vida por mi gran inteligencia; las personas limitadas como yo tienen que ser agradables y amigables.
Pero Matt no me veía así. Me explicó que, a pesar de que yo le caía bien personalmente, siempre me había percibido como una persona apartada y un poco distante. Para empeorar las cosas, empezó a darme algunos ejemplos muy concretos de las veces que me había observado portándome de esta manera.
Como te podrás imaginar, las palabras de Matt me perturbaron. Tras salir de su oficina, sus palabras dieron vueltas una y otra vez en mi mente. Finalmente, llegué a la conclusión de que él estaba loco. O si no estaba loco, por lo menos estaba siendo demasiado crítico. A pesar de que Matt era un amigo de confianza —que me había conocido desde hacía diez años— yo estaba convencido de que mi percepción de mí mismo era correcta y que la percepción de Matt estaba equivocada.
Ese día fui a almorzar con Steve, otro miembro de la iglesia. No conocía a Steve muy bien en esa época, pero en el curso de su relación con la iglesia, él había tenido muchas oportunidades de observarme en acción. Mientras comíamos, le comenté a Steve los detalles de mi conversación anterior con Matt. Cuando terminé, le pregunté si estaba de acuerdo. Yo no era realmente una persona apartada y distante, ¿verdad?
Para mi gran sorpresa, Steve asintió furiosamente con la cabeza. Con la boca llena de enchiladas, dijo: «Así es, absolutamente. Eres así. Distante... Me gusta. Es una buena palabra para describirte». Luego compartió en detalle por qué pensaba que yo era así. Cuando mi almuerzo con Steve terminó, estaba convencido de que él y Matt estaban en lo cierto acerca de mí.
Estaba devastado. Mi percepción de mí mismo había sido ridículamente imprecisa. Estaba seguro de que era el Sr. Amistoso, pero todo el mundo pensaba que era el Sr. Distante e Intimidante. ¿Cómo pude haber estado tan completamente ciego a la verdad acerca de mí mismo? ¿Alguna vez te has sentido así?
LA ÚNICA OPINIÓN QUE IMPORTA
En Mateo 25, Jesús nos habla de un grupo de personas que vienen a darse cuenta de la verdad acerca de sí mismas cuando ya es demasiado tarde. Jesús prepara el escenario para un relato desgarrador de cómo será el juicio final:
«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; entonces apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos» (Mt. 25:31-32).
Las ovejas aquí representan al pueblo de Dios, los verdaderos seguidores de Cristo, los cuales son elogiados por su maestro y dirigidos al «reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mt. 25:34). ¡Este es el destino que queremos!
A los cabritos —por el contrario— no les va bien en absoluto. Escucha lo que Jesús les dice:
«Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt. 25:41-46).
Hay muchas cosas que podríamos decir acerca de este pasaje, por lo que vamos a volver a él en el capítulo 6. Pero es importante que ahora veamos dos cosas. En primer lugar, cada uno de los que se reunieron ante ese trono se consideraba a sí mismo cristiano o —al menos— digno de la aprobación de Cristo. Cuando Jesús enfrentó a los cabritos con su destrucción eterna, ninguno levantó la mano y dijo: «¡Tienes razón, Jesús! Era yo quien estaba equivocado. Siempre dije que no existías. Nunca creí en ti. ¡Nunca debí haber decidido rechazarte!»
Ninguno de ellos se oponía conscientemente a Jesús. De hecho, cuando oyeron el veredicto de Jesús, parecían pensar que tuvo que haber habido algún error. Todos ellos se presentaron para el gran evento esperando recibir una recompensa de Jesús. Pero estaban terriblemente equivocados. Estaban autoengañados. No vieron su propio estado claramente, y su ceguera les costó todo.
En segundo lugar, fíjate que Jesús mismo es el juez. Él dirige a la gente a la vida eterna o al castigo eterno. Las naciones reunidas delante de él no toman esa decisión. No hay nada que puedan decir o hacer para que él cambie de opinión. Lo único que importará en ese último día será lo que Jesús diga en cuanto a si eres uno de los suyos.
Cuando te presentes ante Jesús —tu juez— de nada servirá cualquier evidencia que presentes. Podrás señalar todas las veces que repetiste «la oración del pecador», o la ocasión en la que pasaste adelante, o tu bautismo, o la otra vez que fuiste bautizado en caso de que la primera vez no hubiera valido, o los campamentos juveniles a los que fuiste, o los viajes misioneros en los que participaste. Si en ese momento final Jesús no te mira y te dice: «Eres una de mis ovejas» o «Me perteneces», nada de lo otro importará. No podrás discutir el veredicto con el Juez. Jesús mismo dijo en el Sermón del Monte:
«No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mt. 7:21- 23).
¿Ves lo que Jesús está diciendo? Es posible que creas sinceramente que eres un seguidor de Cristo, pero que en realidad no lo seas. Es posible que le digas: «Señor, Señor», y aun así que nunca entres en el Reino de los cielos. Simplemente, el hecho de marcar una casilla y llamarte a ti mismo cristiano no significa que realmente seas cristiano.
Recientemente, se creó un sitio web donde la gente podía firmar con su nombre y públicamente «declarar su fe en el Señor Jesucristo». Supongo que está bien si lo haces como pasatiempo. Pero Dios no hará una búsqueda en este sitio web en el día del Juicio. Es su evaluación de ti la que en definitiva importa, no la tuya. Como dijo Jesús, solo aquellos que hacen la voluntad del Padre en el cielo son realmente cristianos. Todos los demás escucharán a Jesús decir: «Apartaos de mí».
UNA DESAGRADABLE SORPRESA
Sé que lo que estoy diciendo es diferente a lo que muchas iglesias enseñan en estos días. En su bien intencionado deseo de hacer que las buenas nuevas de Jesús estén a disposición de todo el mundo, muchas iglesias hacen que la decisión de seguir a Jesús sea demasiado fácil. Todo gira en torno a la decisión. Solo di que quieres ser cristiano, y ya lo eres. Ora con estas palabras. Firma esta tarjeta. Sigue estos pasos. ¡Listo! ¡Ya eres cristiano! Fin de la historia. Caso cerrado. ¡Bienvenido al cielo!
Es cierto que necesitamos tomar la decisión de seguir a Jesús. Pero una decisión genuina debe ir seguida por la decisión diaria de seguir a Jesús. Jesús no pensó que fuera suficiente con identificarte superficialmente con él. Ser su seguidor implica más que una profesión de fe. Mi temor es que muchas iglesias han animado a la gente a esperar que algún día Jesús les diga: «Bien hecho, siervo fiel». Pero —de hecho— le oirán decir: «Apártate de mí». Estas personas descubrirán la verdad solo cuando ya sea demasiado tarde.
¿Es posible que tú pudieras ser una de estas personas? ¿Es posible que no seas realmente cristiano? ¿Cómo puedes estar seguro?
JESÚS NO ES WILLY WONKA
Hay que admitir que estamos ante un tema complicado, y hay un montón de maneras en las que nuestro pensamiento podría estar mal. Pero tenemos que tener especial cuidado con no entender mal el carácter de Jesús.
¿Te acuerdas de la película clásica de 1971 llamada Willy Wonka y la fábrica de chocolate? (Estoy hablando del antiguo protagonista Gene Wilder, no del nuevo protagonista Johnny Depp). Después de que nuestros héroes Charlie y el Abuelo Joe hubieran sobrevivido a un arduo viaje por la Fábrica de Chocolate Wonka, ambos fueron a recibir el gran premio que les había sido prometido: un suministro de por vida de chocolate Wonka. Pero hay una sorpresa al final. Willy Wonka —el dueño de la fábrica— le niega a Charlie el premio basándose en un tecnicismo. La escena es la siguiente:
Abuelo Joe: ¿Sr. Wonka?
Willy Wonka: Estoy extraordinariamente ocupado, señor.
Abuelo Joe: Solo quería preguntar acerca del chocolate. El suministro de por vida de chocolate... para Charlie. ¿Cuándo lo obtendrá?
Willy Wonka: No lo obtendrá.
Abuelo Joe: ¿Por qué no?
Willy Wonka: Porque rompió las reglas.
Abuelo Joe: ¿Qué reglas? No vimos ninguna regla. ¿Verdad, Charlie?
Willy Wonka: ¡Está equivocado señor! ¡Equivocado! En la sección 37B del contrato firmado por él, se afirma con toda claridad que todas las ofertas se anularán y quedarán sin efecto si, y lo puede leer usted mismo en esta copia fotostática: Yo, el abajo firmante, perderé todos los derechos, privilegios y licencias, etc., etc... Fax mentis incendium gloria cultum, etc., etc… ¡Memo bis punitor delicatum! Todo está ahí, en blanco y negro, ¡claro como el agua! Robaste bebidas gaseosas. Te golpeaste con el techo que ahora tiene que ser lavado y esterilizado, por tanto, ¡no obtendrás nada! ¡Perdiste! ¡Buenos días, señor!
Abuelo Joe: Usted es un ladrón. ¡Es un tramposo y un estafador!¡Eso es lo que es! ¿Cómo ha podido hacer una cosa así, alimentar las esperanzas de un niño pequeño y luego romper todos sus sueños en pedazos? ¡Es un monstruo inhumano!
Willy Wonka: Dije: «¡Buenos días!»
Aquí está el malentendido del que hay que protegerse: Jesús no es como Willy Wonka. Nuestro Dios no es un Dios que se complazca en mantener a la gente en las tinieblas, solo para destrozarles los planes en el último minuto y negarles los beneficios que prometió. Dios no es un avaro que busca retener las bendiciones por un tecnicismo.
En cambio, Dios se deleita en salvar a su pueblo. Jesús dice que «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc. 19:10). Es por eso que él vino a la tierra, para salvarnos de nuestros pecados. Si él no hubiera querido salvarnos, no habría venido, en primer lugar. Jesús no es un tramposo. No es un estafador. No es un monstruo inhumano. Nada podría estar más lejos de la verdad.
Además, Jesús, por pura gracia, nos ha dado una guía extremadamente clara acerca de quién realmente le pertenece. En los versículos anteriores al pasaje que leímos hace un momento —en el que Jesús indica que va a decir a algunos que se aparten de él — él explica que «por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7:20). En los versículos que siguen a este mismo pasaje, nos da una ilustración de un hombre que oye las palabras de Jesús y «las hace», siendo un hombre prudente, que edifica sobre la roca sólida. En cambio, el hombre que oye las palabras de Jesús, pero «no las hace», es como un hombre insensato que construye sobre la arena (Mt. 7:24-27). No hay cláusulas escondidas aquí. Jesús está buscando —sencillamente— a aquel «que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt. 7:21).
¡EXAMÍNATE A TI MISMO!
El mero hecho de que Jesús nos hable acerca del peligro en el que estamos es prueba de su amor y misericordia. Él nos ha dado estas advertencias y quiere que les prestemos atención. Sus palabras deberían resonar en nuestras almas como una alarma de incendio. Sus alertas tienen el propósito de ayudarnos a llegar a ese último día sin que nos engañemos a nosotros mismos.
Por las mismas razones, el apóstol Pablo instruye a la iglesia en Corinto: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos» (2 Co. 13:5). El apóstol Pedro —del mismo modo— instruye: «Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 1:10-11). Pablo y Pedro amaban a las personas que iban a leer sus cartas, por lo que les advirtieron que examinaran con cuidado sus vidas antes de que fuera demasiado tarde.
Esto es lo que espero hacer a lo largo de este libro. Quiero ver algunos lugares de la Escritura donde Jesús nos dice exactamente sobre qué base podemos examinarnos a nosotros mismos para ver si estamos en la fe. Idealmente, esto debe hacerse en el contexto de una iglesia local. Debido a que no siempre somos los mejores jueces de nuestras propias vidas y conductas, es sumamente importante contar con cristianos sabios y sinceros a nuestro alrededor que nos puedan ayudar a ver las cosas que no podemos ver por nosotros mismos. Por tanto, encuentra a alguien en tu iglesia —¡o tal vez encuentra una iglesia!— y pídele que te acompañe en este viaje. No obstante, primero tenemos un poco más de trabajo de campo por hacer.
CÓMO RESPONDER
Reflexiona:
Arrepiéntete:
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