Mušič buscaba ante todo aquello que pudiese desaparecer en un suspiro, y esto incluye un bosque nevado, pero también las filas de seres humanos en los campos de concentración como aquel al que sobrevivió.
“No se trata de una protesta. Es algo que sucedió.” (Zoran Mušič)
Es imposible observar desde la distancia (física y emocional) la obra del esloveno Zoran Mušič (Bukovica [parte del Litoral austríaco hasta 1919], 11 de febrero de 1909 – Venecia, 25 de mayo de 2005).
Los tonos terrosos y los gestos de carbón que impregna en los cuadros que le hicieron fundamental entre los años setenta y noventa del siglo pasado, llevan al visitante (incluso al virtual) a inclinarse hacia sus tablas y telas; es el aspecto rudo (con esos trazos salvajes y cortos) del trabajo minucioso del esloveno lo que paraliza y atrae a quien lo contempla, cuando debería ser al revés.
Esa aproximación a la densidad del material (el óleo fue su predilecto, especialmente a su llegada a París en 1952) la podemos ver incluso en las fotografías que encuadran al artista y su taller, o el trazo frente al artista, que se nos muestra agazapado sobre un papel o una tabla como un gato que mira su presa antes de decidir si le dará una segunda oportunidad.
Lo verdaderamente desconcertante de la sucesión de rostros escuálidos por el dolor y de los paisajes llenos de ausencia que pueblan su etapa más célebre es que, cuando uno lleva el tiempo suficiente ante ellos, comienza a detectar una perturbadora belleza que se le queda grabada. Esa belleza funciona de forma similar a cuando trazamos una constelación en el cielo o una escultura de arena: ambas cosas cambiarán tarde o temprano, ambas dependen del movimiento, y sin embargo nos esforzamos por conservarlas intactas, les buscamos sentido continuamente.
Mušič buscaba ante todo aquello que pudiese desaparecer en un suspiro, y esto incluye un bosque nevado, pero también las filas de seres humanos en los campos de concentración como aquel al que sobrevivió. Durante décadas en las que cambiaba su cuerpo y su memoria, existió una constante en su arte: «aquella belleza era increíble. Era absolutamente necesario reproducirla, representarla y mostrarla, con el fin de preservarla para el futuro».
Por tanto, estamos aquí ante un testimonio diferente al registro casi clínico, prácticamente inmediato de Alain Resnais con su documental Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955), y al exhaustivo proceso oral de diez horas de duración de Claude Lanzmann en su impresionante Shoah (1985).
Difícilmente podríamos sostener cualquiera de nosotros que Dachau o Auschwitz contienen belleza en su interior. Hay algo en la pintura de Mušič que va más allá del hecho de ser un superviviente del horror, algo que trasciende la complejidad de recordar sin deformar (la deformidad se acepta de entrada), que permite al pintor ser incontestable sin caer en lo obsceno.
En La Città (Imagen 1) se nos muestra un entorno que bien podría representar el valle de los huesos secos que aparece relatado en Ezequiel 37:1-14. Por encima de la potente visión de los huesos sembrados fuera de la ciudad, con toda su muerte expuesta al aire, los tuétanos como venas marchitas y las muescas y agujeros sobre aquello que una vez tuvo vida y se creyó perdido; por encima del valle que reprodujo Mušič, con la sombra de una civilización al fondo; por encima de la piel y los huesos (como decía el título de la brillante novela de Georges Hyvernaud sobre un prisionero pomerano) está el aliento de vida capaz de envolver la muerte en músculos y justicia.
Cuando uno ve esta pintura reconoce enseguida la influencia de las pinturas negras de Goya. Pero si se mira con detenimiento, y sobre todo con tiempo, es posible detectar pinceladas luminosas como las de El Greco, pintor al que admiraba. De hecho, un año antes del estallido de la guerra civil española, Zoran visitó Toledo y Madrid, y dedicó su estancia a copiar (el procedimiento para aprender a pintar en cualquier época) a ambos maestros.
Tuvo que ser durante su vida en Francia (apuntamos anteriormente que se instaló allí terminada la Segunda Guerra Mundial) cuando su obra fue haciéndose más y más abstracta, por un lado, y más cargada de significado, de revolución espiritual (no tanto política) por el otro.
Venecia era para él un lugar más pacífico, más propicio a la reconstrucción y el clasicismo, y eso que fue allí donde le detuvo la Gestapo en 1944 bajo la acusación muy extendida por entonces de simpatía con la resistencia italiana. Fue en Dachau donde realizó los bocetos y dibujos que dieron origen a la serie titulada Nous sommes pas les derniers (No somos los últimos) completada entre 1970-1976.
Es importante notar que hasta que no pasó por el proceso previo de abstracción en París, con piezas como Tierras dálmatas o Paisajes rocosos (a principios de los sesenta), y gracias al aprendizaje de la técnica del grabado al aguafuerte (que requiere paciencia y precisión), no fue posible trasladar aquel terrible conjunto de 180 dibujos de sus compañeros en el campo a una representación de “muertos colectivos” (expresión del propio artista) que nos incluyera a todos.
Aquel trauma que ensombreció el rostro del propio Zoran Mušič (Imagen 2) y adquirió la postura de un Velázquez en negativo (esto es: libre de profundidad de campo, con garabatos de estilográfica en lugar de pincelada suelta), de un pensador europeo incómodo (en esa pose sigue congelada una Europa que no aprende), todavía busca un arraigo que lleve a la humanidad a salir de su eterno grito, de esa espiral sufriente de la que se resiste a salir, aun sabiendo dónde está la salida. Hay algo en el dolor de Europa que la hace incapaz de escapar a su ensimismamiento. Como si le fascinara el horror que su incapacidad para actuar contribuye a provocar.
Me gusta la lectura que el pastor evangélico Emmanuel Buch hace, en su libro Alenar, de la voluntad de arraigo de Mušič: "[Mušič] confiesa que corriendo en pos de otras verdades artísticas y procurando hacerlas suyas “… comencé a desviarme de mi camino… perdí totalmente mi verdad personal. Es lo peor que le puede pasar a un artista, ya que sin ella dejará de existir”.
Perder su verdad personal es lo peor que le puede pasar a un hombre, a cualquier hombre. Perder tu verdad personal, la pequeña y frágil verdad que alentó tus días más auténticos; eso es la muerte. Siempre llega a lomos del espejismo mediocre de la seguridad. Esa seguridad que adormece la vida, las obras y la fe. (…) En definitiva, lo que no es revolución es apariencia; no es nada."
Las revoluciones que impulsan creadores como Zoran Mušič, o Dan Pagis, en carbón o tiza respectivamente, apuntan a la necesidad de que la verdad personal del hombre (individual, aunque con ecos colectivos) no caiga con “todo lo que era Europa”, que decía el poeta Luis Rosales. El espejismo de la protesta sustituido por la revolución del encuentro con la verdad personal.
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