Anochecer en el delta del Ebro

¿Cómo es posible odiar el pecado pero amar al pecador? A primera vista puede parecer una contradicción. ¿Cómo repudiar lo que hace mal un ser humano y no rechazarle también a él?

Normalmente las malas acciones de los hombres suelen ir muy unidas a las personalidades de quienes las realizan. El asesino, el ladrón, el corrupto, el violador, el violento, etc. poseen caracteres que habitualmente se solapan con los actos que cometen. ¿Es posible separar lo uno de los otro?

Hace más de setenta años, el famoso escritor cristiano C. S. Lewis se planteó precisamente esta misma cuestión y su respuesta fue: “(…) se me ocurrió que había un hombre con el que yo había puesto esto en práctica durante toda mi vida. Ese hombre era yo mismo. Por mucho que me disgustase mi cobardía o mi vanidad o mi codicia, seguía queriéndome a mí mismo.”[1] Creo que Lewis estaba en lo cierto.

¡Qué poco nos cuesta amarnos a nosotros mismos, a la vez que odiamos aquellas actitudes erróneas que nos llevan a pecar! La fe cristiana no exige a nadie que reduzca un ápice su rechazo de la crueldad, la injusticia o la traición, sino que demanda de cada creyente que odiemos estas cosas, lamentando que esa persona las haya cometido y deseándole lo mejor. Es decir, pidiéndole a Dios que le haga ver su equivocación y que, en algún momento, tal persona pueda ser restablecida y humanizada de nuevo. Si podemos hacerlo con nosotros mismos, ¿por qué debería ser imposible con los demás?

[1] Lewis, C. S., 1995, Mero Cristianismo, Rialp, Madrid, p. 130.