Calvino tuvo muy presentes las persecuciones contra los hugonotes en su país y las guerras religiosas posteriores.
Para Calvino, la única condición en que el pueblo puede levantarse contra un mal gobierno, se presenta cuando “el gobernante se vuelve contra la Ley divina”, pues “queda en cuestión su propia legitimidad, aun cuando esa resistencia será siempre “institucional” y encabezada “por autoridades públicas en el legítimo ejercicio de sus funciones” (pp. XLVII-XLVIII). Así lo explica Marta García-Alonso, refiriéndose, obligadamente, al capítulo 20 del libro cuarto de la Institución de la Religión Cristiana, justamente con la que concluye dicha obra clásica y que el reformador dedicó a “la potestad civil”. Allí, sus palabras son directas y sin margen para dudas:
Mas en la obediencia que hemos enseñado se debe a los hombres, hay que hacer siempre una excepción; o por mejor decir, una regla que ante todo se debe guardar; y es, que tal obediencia no nos aparte de la obediencia de Aquel bajo cuya voluntad es razonable que se contengan todas las disposiciones de los reyes, y que todos sus mandatos y constituciones cedan ante las órdenes de Dios, y que toda su alteza se humille y abata ante Su majestad. Pues en verdad, ¿qué perversidad no sería, a fin de contentar a los hombres, incurrir en la indignación de Aquel por cuyo amor debemos obedecer a los hombres? (IV, 20, 32, versión de Cipriano de Valera)
Corresponderá, entonces, alzarse, exclusivamente a los “magistrados inferiores”, el ejercicio de la resistencia, tal como lo expone en lo que García-Alonso denomina el locus classicus para quienes “pretenden encontrar en Calvino argumentos favor de una teoría constitucionalista de la resistencia”, el cual cita en su propia traducción:
Pues si hubiese en estos momentos magistrados instituidos para defender al pueblo, para refrenar la excesiva avaricia e inmoralidad de los reyes —como antiguamente los lacedemonios tenían a los llamados éforos, los romanos a sus tribunos de la plebe, los atenienses sus demarcas, y como acaso hoy tenga cada reino a los tres estados cuando son convocados—, [repito] a quienes fueran instituidos en tal oficio, no les prohibiría que se opusieran y resistieran el abuso o crueldad de los reyes, conforme [exige] el deber de su oficio.. Más aún, si viendo que los reyes maltratan desproporcionadamente a su pobre pueblo lo encubren, consideraría que se les debe acusar de perjurio por tal encubrimiento, con el que traicionarían vilmente la libertad del pueblo, de la que saben que han sido instituidos tutores por voluntad de Dios. (IV, 20, 31, énfasis agregado)
Siguiendo a Walter Ullmann, la autora considera que el término tuteurs (tutores, en latín) “sugiere más bien la tesis contraria de la defendida por quienes suponen la presencia en Calvino de una soberanía popular avant la lettre” (p. XLIX). Por su formación jurídica, el reformador utilizó dicho término en sentido propio, es decir, el común en la canonística y romanística medieval, “que había convertido al magistrado en tutor regni”, con lo que se dotó de sentido político a la tarea de proteger y tutelar a una persona inferior, en este caso, el pueblo, lo que aludía forzosamente a la incapacidad del tutelado.[1] La función del pueblo, en este contexto, es meramente instrumental, incluso para elegir a las autoridades públicas, pues aquél no las instituye sino que solamente las reconoce como puestas por Dios. Lo verdaderamente relevante, subraya García-Alonso, es que “tanto la vocación política como la transmisión del poder que le es imprescindible, deriven única y exclusivamente de Dios”.
La última sección del estudio preliminar está dedicada a agregar algunas líneas sobre la práctica de la resistencia, esto es, sobre la forma en que los postulados calvinianos se tradujeron a una acción concreta, pues Calvino tuvo muy presentes las persecuciones contra los hugonotes en su país y las guerras religiosas posteriores, y se refirió a las conjuras, especialmente la de Amboise, de marzo de 1560, una protesta relacionada con la minoría de edad del rey Francisco II, que sacó a la luz varios aspectos legales.
“El reformador confiaba en las conversiones de los nobles como motor de la introducción de la reforma” (p. LI), lo que no siempre se produjo y cuya no realización en los hechos impidió el avance de los cambios religiosos. Por ello, Calvino creyó necesario enviar pastores formados en Ginebra a las cortes que comulgaban con las nuevas ideas, y el propio Teodoro Beza, por ejemplo, visitó en varias ocasiones la corte navarra. Basado en sus ideas sobre los magistrados, Calvino estaba convencido de que los nobles serían el canal más adecuado para consolidar pacíficamente la nueva doctrina en su patria.
La conspiración mencionada fue, en palabras de Robert Kingdon, el fracaso de las intenciones calvinianas por hacerse del control del movimiento reformado francés.[2] Dicho resultado es el trasfondo de la predicación del 23 de marzo de 1560, recogido en esta colección, y que constituye, para Max Engammare, su editor moderno, “una justificación de la resistencia armada contra esta tiranía idólatra”,[3] aunque Calvino consideró dicha rebelión como un derramamiento absurdo de sangre y no conforme a la ley de Dios, tal como lo señala en una carta a Coligny, también incluida en este volumen. Y ello porque la conjura no fue dirigida por “príncipes de sangre”, a diferencia del affaire de Maligny (septiembre de 1560), encabezado por Antonio de Borbón, rey de Navarra, motivo por el cual el propio reformador recolectó fondos para apoyarla, aunque tampoco prosperaría.
Un signo positivo fue el Edicto del 17 de enero de 1562, inspirado por el canciller Michel de l’Hôpital, que quiso pacificar al país en cuestiones religiosas, con todo y que prohibió la construcción de templos reformados. Su idea predominante fue que el soberano “debía concentrarse en el mantenimiento del orden público, y no pretender alcanzar la unidad de la fe” (p. LV). Lamentablemente, el edicto fue rechazado por el duque de Guisa, iniciador de la primera guerra de religión, la masacre de Vassy (1 de marzo de 1562, en la que murieron más de 30 protestantes) con lo que Antonio de Borbón se cargó, inexplicablemente, al lado católico. Diez años más tarde llegaría la “Noche de San Bartolomé”, ya con el peso de la corona decididamente abocado a destruir al movimiento hugonote. Cuando Calvino murió, en 1564, estos sucesos explican el cambio que se dio en la interpretación de sus postulados políticos, pues la resistencia se avivó y el “fundamento popular”, sin excluir el pensamiento del reformador, derivó en una praxis activa de la misma, lo que obligó a seguidores suyos como Beza, François Hotman (1524-1590) o Duplessys Mornay (1549-1623) a modificar tales posturas.
Los textos incluidos en la antología de García-Alonso son comentados escrupulosamente haciendo gala de los resultados de la investigación realizada, a fin de situarlos en todas sus coordenadas ideológicas y religiosas, con lo que hace honor al título de la obra y consigue colocar al reformador francés en el centro del escenario político de su época y contribuye sólidamente al debate sobre su relevancia histórica, el cual aún continuará durante mucho tiempo.
[1] Cf. Walter Ullmann, “Calvin and the Duty of the Guardians to Resist: A Further Comment”, en The Journal of Ecclesiastical History, vol. 32, 4, octubre de 1981, p. 501.
[2] Cf. R. Kingdon, Geneva and the coming of the Wars of Religion in France, 1555-1563. [1956] Ginebra, Droz, 2007, p. 74. El capítulo VII de esta obra está íntegramente dedicado a la conspiración de Amboise.
[3] Cf. M. Engammare, “Calvin monarchomaque? Du soupçon à l’argument”, en Archiv fur Reformationgeschichte, 89, 1998, pp. 207-208.
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