El dilema calviniano, bien planteado por la autora, consistió en “presentar una doctrina política que permitiera salvar la libertad espiritual y eclesial y consiguiera reforzar, al mismo tiempo, la sujeción del cristiano a los poderes públicos”.
Queda claro, con lo antes expuesto, que el estudio preliminar de Marta García-Alonso en el libro Calvino Textos políticos se ocupa de algunos temas controversiales del pensamiento calviniano, precisamente aquellos que más llaman la atención a sus críticos y detractores.
Concretamente, el de los magistrados, cuya figura como “ejecutores de la voluntad divina” destaca en la novena sección, donde se afirma que Calvino, al establecer ese papel en sus funciones, no deja de insistir en que [ellos] son los únicos portadores “del poder coactivo (ius gladii), cuya finalidad es que los que viven conforme al Evangelio sean defendidos y castigados sus transgresores, como recuerda en sus comentarios a la 1ª carta a Timoteo y a los Romanos” (p. XLIV). La autora agrega también la sección 4 del libro IV, parágrafo 20, de la Institución de la Religión Cristiana, en la que se afirma:
Por lo que se refiere al estado de magistrado, el Señor, no solamente ha declarado que le es acepto y grato, sino aún más, lo ha honrado con títulos ilustres y honoríficos, y nos ha recomendado singularmente su dignidad. Para probar esto brevemente, el que todos los que están constituidos en dignidad y autoridad sean llamados "dioses" (Ex. 22, 8-9; Sal. 82,1 y 6) es un título que no se debe estimar en poco; con él se muestra que tienen mandato de Dios, que son autorizados y entronizados por Él, que representan en todo su Persona, siendo en cierta manera sus vicarios.1
Esta percepción se refuerza con la atribución que Calvino afirmó: la capacidad de enjuiciar y de condenar a muerte a los que se hallaba culpables, tal como se asevera en la misma obra (IV, 20, 6 y 10). El resto de la argumentación para justificar estas funciones se relaciona directamente con aspectos abiertamente teológicos: “El pecado no es el fundamento del Estado, en efecto, pero es la razón última de la existencia de la potestad de coerción ligada al derecho penal civil, cuya finalidad es controlar sus efectos en el cuerpo social” (énfasis agregado). Como se ve, el reformador defendía así la existencia de un derecho penal propiamente eclesial, la disciplina.
La propia autora ha estudiado este complicado asunto en dos oportunidades: en “Calvin and the ecclesiastical power of jurisdiction” (Calvino y el poder eclesiástico de la jurisdicción, 2008), donde también trabaja los tres usos calvinianos de la Ley divina,2 y en “Le pouvoir disciplinaire chez Calvin” (El poder disciplinario en Calvino, 2010), un estudio sobre las dos marcas de la iglesia y su relación con la disciplina como factor agregado a la redefinición de las mismas, y la competencia judicial de la iglesia.3
Para él, la Iglesia podía, “por sí misma, depurar los pecados cometidos por sus fieles”, y para eso podía ejercer el poder de excomulgar, una práctica que provocó fuertes conflictos con el poder civil ginebrino y con las familias más importantes de la ciudad, aunque el orden en que esto podía realizarse era exclusivamente espiritual, algo que en estos tiempos resulta inaplicable debido a la laicidad de los gobiernos.
Los castigos eran impuestos por los gobernantes civiles (el viejo “brazo secular” de la iglesia), aunque con una orientación diferente debido a las razones expuestas al principio, tal como resume García-Alonso: “El derecho de coacción propiamente dicho pertenece en exclusiva al Estado, por lo que la Iglesia no puede reclamarlo para sí. Pero tampoco persona privada alguna” (p. XLV).
Siempre se acusó a Calvino de ser “un reformador aristocrático”, a quien sólo le importaba estar bien con las élites del poder, por lo que su comprensión del pueblo parece seguir el rumbo de reivindicar la superioridad de aquéllas, como se expresa en la Institución, citada por la autora, en su propia traducción: “El primer deber de los súbditos para con sus superiores consiste en tener en alta estima su oficio de modo que, entendiendo que se trata de un mandato de Dios, [deben] tratarlos con honor y reverencia por ser Sus lugartenientes y vicarios” (IV, 20, 22).
La base de esta comprensión, sin duda, está en Romanos 13, pero también en el quinto mandamiento, el relacionado con el orden filial. Resistir a las autoridades era resistir a Dios, con todo y que tanto el pueblo como los magistrados tenían obligaciones mutuas. La razón final es teológica: “expulsados del paraíso por rebeldes e insumisos, sólo Dios puede restaurar la subordinación a la autoridad y sólo Él puede ser, a su vez, garante del ejercicio del poder público” (p. XLVI, énfasis agregado).
La última parte de la cita es particularmente renovadora en cuanto a la presencia y acción de los poderes terrenales, puesto que deberían subordinarse, según Calvino, a un poder superior, de modo que la desconfianza mostrada por las autoridades del momento ante una afirmación de este tipo estaba plenamente justificada a causa de los efectos de los movimientos anabautistas en varios países europeos.
El dilema calviniano, bien planteado por la autora, consistió en “presentar una doctrina política [¡que se esperaba ansiosamente de su parte!] que permitiera salvar la libertad espiritual y eclesial y consiguiera reforzar, al mismo tiempo, la sujeción del cristiano a los poderes públicos” (p. XLVII). Para tal fin, reforzó el carácter divino de la autoridad política y fundó el deber de obediencia en la Ley moral, cerrando las puertas provisionalmente a la resistencia contra la magistratura, incluso cuando ésta no cumpliera sus responsabilidades.
De este modo, queda la impresión de que Calvino se opuso radicalmente a los levantamientos populares, excepto cuando, siguiendo la tradición antigua de la iglesia, se presentaron casos de persecución o de crisis de la autoridad divina. “El deber de obediencia debe ponderarse aquí por el mandato bíblico de obedecer a Dios antes que a los hombres (Act 5.29)”. Las circunstancias y coyunturas que todavía conoció el propio reformador hicieron que la posibilidad de una resistencia, así fuera “institucional”, como se verá después.
Ése es un asunto que ha ocupado durante mucho tiempo a los “calvinólogos” de diversas generaciones. La relación entre una protesta religiosa ya institucionalizada, por un lado, y las graves exigencias políticas que se suscitaron después hicieron que algunos sucesores de Calvino invocaran su nombre y pensamiento para enarbolar sus luchas emancipadoras en diversos países. Francia, Holanda e Inglaterra serían el escenario de fuertes conflictos que pondrían en evidencia la fortaleza o la debilidad de estas tesis teológico-políticas. A ese tema dedica García-Alonso la última parte de su magnífico estudio preliminar.
1 J. Calvino, Institución de la Religión Cristiana. Tomo II. 5ª ed. Trad. de Cipriano de Valera. [1967] Rijswijk, Fundación Editorial de Literatura Reformada, 1999, p. 1170, www.felire.com/castellano/descargas3.html.
2 M. García-Alonso, “Calvin and the ecclesiastical power of jurisdiction”, en Reformation and Renaissance Review, 10.2, 2008, pp. 137-155, www.researchgate.net/publication/250014169_Calvin_and_the_Ecclesiastical_Power_of_Jurisdiction.
3 M. García Alonso, “Le pouvoir disciplinaire chez Calvin”, en Renaissance et Réforme/ Renaissance and Reformation, 33, 2010, pp. 29-49, jps.library.utoronto.ca/index.php/renref/article/.../15970/12975.
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