“¡Dios! Dios está en lo inmenso, en la altura, ¡quién sabe! ¡Me abismo en Él si pienso! ¡En ese hondo misterio todo cabe!”.
Rubén Darío, el hombre que cantó la vida en verso y cuya muerte lloraron los poetas más insignes, nació en Matalgapa, Nicaragua, el 18 de enero de 1867 y murió en León, mismo país, el 6 de enero de 1916. Ahora se cumplen cien años de su muerte.
En los más cultos países de la América hispana se están programando actos especiales para conmemorar la efeméride. También en España, donde llegó a ser apreciado por su panhispanismo, cooperación idiomática y literaria entre todos los pueblos hispanohablantes.
El capítulo de su temprana biografía indica que Darío escribió sus primeros versos a los cinco años. Ramón de Garcíasol dice en “Lección de Rubén Darío” que “Rubén nació poeta por la gracia de Dios. No hay otra manera de nacer poeta”, añade.
En círculos literarios de aquella América y de España estaba considerado como “el poeta niño”. Aunque fue bautizado por el rito católico dos meses después de su nacimiento, en vida se manifestó como escritor anticatólico.
En su libro “Poemas de Juventud”, que recoge composiciones escritas entre los 14 y 18 años, Darío escribe con rabia juvenil en contra del clero. Dice:
Bien, ahora hablaré yo.
Juzga después, lector, tú:
el jesuita es Beelzebú,
que del averno salió.
¿Vencerá el progreso? ¡No!
¿Su poder caerá? ¡Oh, si!
Ódieme el que quiera a mí;
pero nunca tendrá vida
la sotana carcomida
de estos endriagos aquí.
En “La Iniciación Melódica”, de1880-1886 y en “El Salmo de la Pluma” 1883-1889, Darío ataca al Papa con una virulencia que ni siquiera utilizaron ateos famosos como Thomas Paine, Robert Ingersol, Bertran Russell, Voltaire, Vargas Vila y otros defensores del anti-Dios. Así se expresa el poeta de Nicaragua:
El Padre Santo, digo,
no es más que un mendigo
que reparte indulgencias.
Los asuntos caminan,
con más o menos gracias o excelencias,
más o menos piedad, más oraciones,
más o menos favor, por el dinero;
del que es Santa Iglesia de ese clero
la usurera siniestra.
Roma tiene debajo,
la podredumbre, el lodo,
y encima está la púrpura
para cubrirlo todo.
Con el Papa a los hombros caminamos.
Si un solo hilo tocamos del enredo,
sale presto la araña.
¡Roma ganó, señores, la campaña!
Roma es la que decide:
se le da lo que pide,
y se le tiene miedo.
No vayas al altar, Santo Tirano,
que profanas de Dios la eterna idea:
¡Aún la sangre caliente roja humea
en tu estola, en tu cáliz y en tu mano!
Fuerte. Muy fuerte, lo sé. Los versos de Darío hieren sentimientos católicos. Los he reproducido con temor y temblor, con la única intención de probar que el poeta no comulgaba con la Iglesia católica. Le hacía frente.
Ahora bien, ser anticatólico o antiprotestante no supone ser ateo. El anticlericalismo está lejos del ateísmo. Anticlericales fueron Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Antonio Machado, García Lorca, Pío Baroja, Vicente Blasco Ibáñez, y así, hasta una larga lista de escritores españoles reconocidos por su aportación a la poesía, al ensayo, a la novela, a la dramaturgia, etc. Fueron anticlericales, pero no ateos.
¿Creía Rubén Darío en Dios? He repasado pacientemente, cuidadosamente la relación de títulos sobre Rubén Darío que el escritor mejicano Edilberto Torres presenta en su libro de 1958 “La dramática vida de Rubén Darío”. He contado 92 nombres de libros escritos en español, inglés y francés. Pues bien, ni uno solo se refiere al tema de Dios en la obra del poeta. ¿Por qué? Tanto en su prosa como en su poesía, aquí con mayor abundancia, Darío escribe sobre Dios desde la primera aparición como Creador en el Génesis hasta el suspiro de San Juan por la segunda venida de Cristo en el Apocalipsis.
En el estudio preliminar al tomo de Obras Completas publicado por Santillana Ediciones el 2004 se lee que a los 10 años el poeta leía la Biblia, además de otros clásicos como “Las mil y una noches” y “El Quijote”. El primer soneto que escribe, incluido en “Poemas de adolescencia”, lleva por título “la fe”. El niño poeta cuenta entonces 11 años. Otros muchos después, con acento nostálgico, recuerda su fe de niño, aparentemente pérdida. Dice:
Mi fe de niño, ¿do está?
Me hace falta, la deseo;
batió las alas, y creo
que ya nunca volverá,
porque la fe que se va
del fondo del corazón,
tiene origen y mansión
en lo profundo del cielo,
y cuando levanta el vuelo
jamás retorna a su prisión.
Si Rubén Darío fue o no fue un hombre creyente “es una cuestión seria”, como dejó dicho el viejo Fedor Pavlovich Karamazov en la conocida novela del ruso Dostoievski. En la vida de Rubén Darío hubo períodos de búsqueda de Dios y períodos de despreocupación religiosa. Como el Melquiades de “Cien años de soledad”, Darío habría querido inventar una máquina para lograr el daguerrotipo de Dios y entregarse a Él sin reservas. Pero esto está vedado al hombre. Si prescindiéramos de Su Palabra escrita, el silencio de Dios pesaría terriblemente sobre nosotros. El filósofo alemán Emmanuel Kant dejó escrito que es absolutamente necesario persuadirse de la existencia de Dios. No es, sin embargo, necesaria su demostración. El hombre que comprendiese a Dios sería otro Dios.
En un momento de sus luchas religiosas, Rubén Darío escribió: “¡Dios! Dios está en lo inmenso, en la altura, ¡quién sabe! ¡Me abismo en Él si pienso! ¡En ese hondo misterio todo cabe!”.
Incluyo en este artículo dos bellos poemas que Darío escribió teniendo a Dios como centro. En el primero el poeta evoca al Dios creador, la palabra mágica del Eterno, la obra pura de su verbo:
Dios formó todo lo que es
¿Cómo? Dios omnipotente
vio abismos sobre su frente,
abismos bajo sus pies;
sopló su divino aliento
nacido entre su ser mismo,
y en la oquedad del abismo
hubo un estremecimiento.
Mil inflamados albores
Dieron sus brillos fecundos
y reventaron los mundos
como botones de flores.
Del caos brotó la luz:
Y era el caos negro, oscuro;
que por doquiera reinaba.
Sólo Dios en lo alto estaba,
como un espíritu puro;
y de nieblas denso muro,
que hubiera luz impedía;
mas con celeste ufanía,
su libro inmenso abrió Dios,
y a los ecos de su voz,
nació la lumbre del día.
Emilio Castelar fue político de gran cultura. Era licenciado en Derecho, en Filosofía, escritor y periodista. Estuvo considerado como el orador más elocuente de su tiempo. Él y Darío se hicieron buenos amigos cuando el poeta de Nicaragua llega a Madrid en 1892. Su elocuencia y oratoria ampulosa hicieron de Castelar el tribuno español más ilustre del siglo XIX. El 7 de abril de 1898 Castelar, elegido ya diputado, pronuncia en las Cortes un discurso que no gusta a los procuradores católicos. No se opone a la presencia de la iglesia católica “pero con una sola condición, la condición de que no le hubiéramos de dar ni un cuarto del presupuesto” del Estado. El cura Manterola, también diputado y también conocido por su oratoria, le responde el 12 de abril. Es entonces cuando Castelar compone una pieza literaria que le hizo famoso hasta el día de hoy dentro y fuera de España. Aludiendo a la revelación de Dios en el monte Sinaí, según consta en el libro de Éxodo y en el de Números, Castelar dijo: “Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan. Pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado sobre una cruz”.
En la misma línea, pero versificando las ideas, Rubén Darío escribe un largo poema al que pone por título LA LEY ESCRITA. Así leen las primeras estrofas:
¡El sol bañaba con sus rayos de oro
del Sinaí las extendidas faldas,
y el pueblo de Israel vagaba inquieto!...
En redor del gran monte,
mirando al horizonte,
nubes encapotadas
llenando de pavor aparecían,
y negras, oscilando, se mecían
con extraña violencia,
cual las sombras del crimen que oscurecen
a la humana conciencia.
¡De pronto, perdió el sol su luz brillante!
La tierra estremecióse en sus cimientos,
y apareció fantástica flotante
una nube de fuego allá distante;
la inmensidad del éter rauda cruza,
y avanza por momentos…
¡Ya llega!...¡Ya llegó! Sobre la cima
del cono inmenso del volcán, extiende
su flamígero manto; un torbellino
parece que revuelve y que arrebata
las entrañas del mundo;
¡un suspiro profundo;
exhala la materia al choque rudo
del rayo calcinante,
que cae desprendido
del pedestal eterno que sostiene
el trono del Señor.
Aunque en determinados momentos de su vida recurre a Dios como fiera herida en busca de protección bajo el árbol más fuerte, Darío muere escondiendo su cabeza entre las sábanas para que la muerte no le alcance. Él, que cantó la vida en verso y la vivió en prosa, el niño prodigio, el hombre culto, inteligente, de ideas geniales y de palabra fácil, se fue de la tierra sin haber vencido el miedo que le producía la muerte, sin seguridad alguna en el más allá de Dios. ¡Pobre, atormentado, dolorido, impaciente Rubén Darío.
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