Lutero propugnó que los dirigentes religiosos no debían lucrar con los sentimientos religiosos auténticos de la población ni con sus temores más profundos (como el destino final de sus familiares, en el caso de las indulgencias).
Como ya se ha dicho aquí, la estructura del libro de Martin Hoffmann sobre Martín Lutero es expresión fiel de un proyecto fresco de análisis y de divulgación, al mismo tiempo. La metodología elegida, que hace del esfuerzo escritural un volumen introductorio ampliamente recomendable, consistió en seleccionar poco más de 75 textos directos del reformador y repartirlos temáticamente entre los nueve capítulos de la obra. De esa manera, el neófito puede tener acceso de un solo golpe a la inmensa variedad de registros expresivos y de contenido que representa el caudal teológico de Lutero, pensador no tan sistemático, pero cuya pasión por los asuntos relacionados con el Evangelio aflora a cada paso.
Una obra similar es la de Agustín Devesa del Prado (Lutero (1483-1546). Madrid, Ediciones del Orto, 1998), quien en menos de 100 páginas introduce al pensamiento del reformador desde una vertiente filosófica, también mediante una ágil antología de textos. El trabajo de Hoffmann, dirigido a personas interesadas en la fe y la teología, pone el énfasis, desde su título, en uno de los aspectos más creativos de Lutero, la “teología de la cruz”, y desde ahí complementa el panorama de la relevancia de la Reforma que estalló en Alemania.
El primer capítulo es un auténtico “manifiesto” que va a la raíz misma de la presencia de Lutero en la cultura occidental a partir de 1517, pues asevera que la protesta encabezada por él fue “contra un sistema hegemónico”. Para explicar su planteamiento, afirma, de entrada. “Las 95 Tesis […] no solo fueron una estocada en el corazón de la Iglesia católica romana, sino igualmente en el corazón del sistema de poder feudal en su conjunto” (p. 23). Inmediatamente Hoffmann asume una postura clara en el debate histórico e ideológico al agregar que, en el afán por minimizar la trascendencia del movimiento reformador, algunos lo ven como una crítica más a los problemas de la iglesia medieval, que hubieran podido canalizarse como antes se hizo con otros movimientos, y la realización del Concilio de Trento da fe de ello, o como una mera discusión académica sobre los sacramentos y la justificación: en este caso, los protagonistas del desencuentro habrían dialogado y obtenido buenos resultados para ponerse de acuerdo con el paso del tiempo.
Otra observación fundamental para comprender el universo religioso y cultural en el que se movió el ex monje agustino consiste en reconocer (y en extraer conclusiones de ello) que “Lutero probablemente no pudo prever por completo los alcances de sus Tesis en 1517”, pues abrigaba la esperanza de convencer al papa sobre los excesos en la oferta de las indulgencias. Pero la protesta, como asegura Hoffmann, tocó otras fibras del grueso entramado socio-político económico que no se apreciaban de manera inmediata en su momento y que muchos aún hoy consideran como elementos secundarios del problema: ante la disputa por el poder causada por el surgimiento de la burguesía, la crítica del futuro reformador, de naturaleza esencialmente religiosa en un principio, motivada sólidamente por el recurso a las Sagradas Escrituras, atacó profundamente a la institución católica como tal y a sus conexiones con la situación económica, política y social. Eso explica la reacción tan virulenta en su contra.
A fin de ilustrar dichas conexiones explícitas o implícitas, el autor extrae bastantes tesis como ejemplo de las mismas, algunas de las cuales son especialmente duras, como la 5 y la 50, la primera sobre la incapacidad del Papa para remitir pena alguna, y la segunda, sobre la forma en que el papa ignoraba las exacciones de los predicadores de indulgencia pues, de saberlo, “preferiría que la basílica de San Pedro se redujese a cenizas antes que construirla con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas”. Se percibe, entonces, una fuerte sensibilidad acerca del grado de explotación que la membresía católica sufría por parte de sus pastores para lograr un propósito bastante banal a los ojos del monje alemán.
Hoffmann explica que en el no tan conocido escrito “Contra Hans Wost”, de 1541, Lutero “vuelve a señalar de modo explícito la relación entre lo que él considera una falsa teología de la penitencia y los intereses económicos”. El texto es inquietante y nada sutil, fruto de mucha experiencia, observación y desengaños: “Pero en aquellos tiempos yo no sabía para quién era ese dinero. […] Porque él [el obispo Albrecht] había sido electo como obispo de Maguncia con la condición de que comprara (rescatara digo yo) su propio palio de Roma” (p. 26). El palio, continúa diciendo, costaba entre 26 mil y 30 mil florines, una auténtica fortuna. Ésa fue la auténtica razón para contratar al famoso Tetzel como promotor de las indulgencias, pues el palio debía ser pagado “con dinero del bolsillo de las personas comunes”.
El lenguaje del documento es totalmente descarnado y la confidencia resuena como totalmente verdadera para comprender la situación:
Entonces le escribí al obispo de Magdeburgo una carta con las tesis y le advertí y le rogué que detuviera a Tetzel y que le prohibiera predicar esas cosas insolentes, porque sucedería una desgracia. Eso le correspondía a él como arzobispo. Todavía hoy puedo enseñar esa carta. Pero no se me respondió. Le escribí lo mismo al obispo ordinario de Brandemburgo, al que consideraba un obispo muy misericordioso. Él me respondió que yo estaba violentando la Iglesia y causándome pena a mí mismo; me aconsejaba renunciar a eso. (p. 27, énfasis agregado).
Como se ve, los entretelones del inicio de su lucha no han sido suficientemente explicitados en toda su dimensión humana, esto es, que permita percibir hasta dónde las preocupaciones de Lutero fueron mal canalizadas por las cúpulas eclesiales del momento. Algo parecido acontece con el más conocido documento “A la nobleza de la nación alemana acerca del mejoramiento del estado cristiano”, uno de los textos mayores de 1520, en donde recrimina a la autoridad secular su indolencia para atender la problemática eclesiástica, ciertamente abriendo un flanco que ha sido cuestionado duramente por aprobar e inducir la intervención de los gobernantes en la vida religiosa, pero con el posible atenuante de que se consideraba como cristianos a todos ellos, lo que les otorgaba la obligación espiritual y moral de intervenir en ella sin menoscabo de la separación de los dos ámbitos: “Por ello digo: como la autoridad ha sido instituida por Dios para castigar a los malos y proteger a los buenos, se le debe dar la libertad para su función, a fin de actuar sin obstáculos dentro de todo el cuerpo de la cristiandad sin mirar a la persona, aunque caiga sobre el Papa, los obispos, los curas, los monjes, las monjas o lo que sea. […] ¡Que sufra quien es culpable! (énfasis agregado)”.
Esperar de Lutero una visión distinta es especular con su mentalidad antigua, ligada a parámetros ideológicos muy lejanos a los nuestros, pues niega la supremacía del poder “espiritual” sobre el “temporal”. Por ello, Hoffmann, al interpretar estos textos, hila delgado y obtiene puntos claros para que el lector afine su comprensión de los sucesos: primeramente, la Iglesia era parte del sistema político y económico y ejercía ese poder, por lo tanto, debía sujetarse a los lineamientos que el “brazo secular” determinase sobre ella; en segundo lugar, la Iglesia sacralizaba esas estructuras sociales; y, por último, “el orden social también es apuntalado por un motivo espiritual”. Con todo eso en mente, es posible afirmar que Lutero propugnó que los dirigentes religiosos no debían lucrar con los sentimientos religiosos auténticos de la población ni con sus temores más profundos (como el destino final de sus familiares, en el caso de las indulgencias) y que si lo hacían podían ser perseguidos por el poder político. Al esbozar esta crítica radical papado, la Reforma se abriría camino cuestionando el uso del poder de los religiosos y la “comercialización de la salvación”.
Hoffmann concluye: “Es por esto que la Reforma no debe ser entendida únicamente como un movimiento reformista desde el interior de la Iglesia misma. Más que nada se trata de una crítica teológica a la ideología y al sistema, que desarrolló un potencial de movimiento liberador para una vida en justicia” (p. 36). Aunque, a pesar de esta visión, la Reforma siguió estando inacabada, dados los escollos que no pudieron ser librados por el movimiento desde sus mismos inicios, tales como la guerra de los campesinos o la autonomía de las comunidades.
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