Los predicadores que son grandes estudiantes y pensadores deben ser todavía más grandes en la oración o se convertirán en los más temibles apóstatas, en profesionales cínicos y racionalistas.
Este es un fragmento del libro "Homilética bíblica", de Alfredo Ropero Berzosa (2015, Clie). Puede saber más sobre el libro aquí.
Se dice de John Berridge, tan enérgico y piadoso, que aquello en lo que hacía énfasis en los últimos estadios de su ministerio era la comunión con Dios. Era en realidad su comida y bebida, y el banquete de cuya mesa no parecía levantarse nunca. Esto muestra la fuente de su gran fuerza (Horatius Bonar)1.
1. La Predicación determinada por la oración
Hay dos tendencias extremas en el ministerio. Una consiste en apartarse de los hombres. El ermitaño y el monje se alejan de sus semejantes para consagrarse a Dios. Por supuesto que han fracasado. Nuestra comunión con Dios solamente es de provecho si derramamos sus bienes inapreciables sobre los hombres. En esta época ni el predicador ni el pueblo se concentran mucho en Dios. Nuestras inclinaciones no se enderezan en esa dirección. Nos encerramos en nuestros gabinetes, nos hacemos eruditos, ratones de biblioteca, fabricantes de sermones, nos encumbramos como literatos y pensadores; pero el pueblo y Dios, ¿dónde quedan?
Fuera del corazón y de la mente. Los predicadores que son grandes estudiantes y pensadores deben ser todavía más grandes en la oración o se convertirán en los más temibles apóstatas, en profesionales cínicos y racionalistas, y en la estimación de Dios serán menos que los últimos predicadores. La otra tendencia es la de popularizar por completo el ministerio. Entonces el predicador ya no es un hombre de Dios, sino un hombre de negocios, entregado al pueblo. No ora, porque su misión es otra. Se siente satisfecho si dirige al pueblo, si crea interés, una sensación en favor de la religión y del trabajo de la Iglesia.
Su relación personal con Dios no es factor en su trabajo. La oración en poco o nada ocupa un lugar en sus planes. El desastre y ruina de un ministerio semejante no puede ser computado por la aritmética terrenal. Según lo que el predicador es en su oración a Dios, por sí mismo y por su pueblo, así es su poder para hacer un bien real a los hombres, para servir eficientemente y mantener su fidelidad hacia Dios y los hombres por el tiempo y la eternidad. Es imposible para el predicador estar en armonía con la naturaleza divina de su alta vocación si no ora mucho.
Es un gran error creer que el predicador por la fuerza del deber y la fidelidad laboriosa al trabajo y rutina del ministerio puede conservar su aptitud e idoneidad. Aun la tarea de hacer sermones, incesante y exigente como un arte, como un deber, como una ocupación o como un placer, por falta de oración a Dios, endurecerá y enajenará el corazón. El naturalista pierde a Dios en la naturaleza. El predicador puede perder a Dios en su sermón. La oración renueva el corazón del predicador, lo mantiene en armonía con Dios y en simpatía con el pueblo, eleva su ministerio sobre el aire frío de una profesión, hace provechosa la rutina y mueve todas las ruedas con la facilidad y energía de una unción divina.
Spurgeon decía: «Por supuesto, el predicador tiene que distinguirse entre todos como un hombre de oración. Tiene que orar como cualquier cristiano, o será un hipócrita; ha de orar más que cualquier otro cristiano, o estará incapacitado para la carrera que ha escogido. Es de lamentar si como ministro no eres muy dado a la oración. Si eres indiferente a la devoción sagrada no sólo es de lamentar por ti, sino por tu pueblo, y el día vendrá en que serás avergonzado y confundido.
Nuestras bibliotecas y estudios son nada en comparación de lo que podemos obtener en las horas de retiro y meditación. Han sido grandes días los que hemos pasado ayunando y orando en el Tabernáculo; nunca las puertas del cielo han estado más abiertas, ni nuestros corazones más cerca de la verdadera Gloria».
La oración que caracteriza al ministro piadoso no es la que se pone en pequeña cantidad, como la esencia que se usa para dar sabor agradable, sino que la oración ha de estar en el cuerpo, formando la sangre y los huesos. La oración no es un deber sin importancia que podamos colocar en un rincón; no es el hecho confeccionado con los fragmentos de tiempo que hemos arrebatado a los negocios y a otras ocupaciones de la vida; sino que exige de nosotros lo mejor de nuestro tiempo y de nuestra fuerza.
Este tiempo precioso no ha de ser devorado por el estudio o por las actividades de los deberes ministeriales; sino ha de ser primero la oración, y luego los estudios y actividades, para que éstos sean renovados y perfeccionados por aquélla. La oración que tiene influencia en el ministerio debe afectar toda la vida. La oración que transforma el carácter no es un rápido pasatiempo. Ha de penetrar tan fuertemente en el corazón y en la vida como los ruegos y súplicas de Cristo, “con gran clamor y lágrimas”, debe derramar el alma en un supremo anhelo como Pablo; ha de tener el fuego y la fuerza de la “oración eficaz” de Santiago; ha de ser de tal calidad que cuando se presente ante Dios en el incensario de oro, efectúe grandes revoluciones espirituales.
La oración no es un pequeño hábito que se nos ha inculcado cuando andábamos cogidos al delantal de nuestra madre; ni tampoco el cuarto de minuto que decentemente dedicamos para dar las gracias a la hora de la comida, sino que es un trabajo serio para los años de más reflexión. Debe ocupar más de nuestro tiempo y voluntad que las más hermosas festividades. La oración, que tiene tan grandes resultados en nuestra predicación, merece que se le consagre lo mejor. El carácter de nuestra oración determinará el de nuestra predicación. Una predicación ligera proviene de una oración de la misma naturaleza. La oración da a la predicación fuerza, unción y determinación. En todo ministerio de calidad, la oración ha tenido un lugar importante.
El predicador ha de ser preeminentemente un hombre de oración, graduado en la escuela de la plegaria. Sólo allí puede aprender su corazón a predicar. Ningún conocimiento puede ocupar el lugar de la oración. No puede suplirse su falta con el entusiasmo, la diligencia o el estudio.
Hablar a los hombres de parte de Dios es una gran cosa, pero es más aún hablar a Dios por los hombres. Nunca podrá el predicador transmitir el mensaje de Dios si no ha aprendido a interceder por los hombres. Por esto las palabras sin oración que dirija en el púlpito o fuera de él, son palabras muertas.
2. Primacía de la oración
Ya conoces el valor de la oración: es precioso sobre todo precio.
Nunca la descuides (Sir Thomas Buxton).
La oración es lo más necesario para el ministro.
Por tanto, mi querido hermano, ora, ora, ora (Edward Payson).
La oración en la vida, en el estudio y en el púlpito del predicador, ha de ser una fuerza conspicua y que a todo trascienda. No debe tener un lugar secundario, ni ser una simple cobertura. A él le es dado pasar con su Señor «la noche orando a Dios». Para que el predicador se ejercite en esta oración sacrificial es necesario que no pierda de vista a su Maestro, quien «levantándose muy de mañana, aún muy de noche, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba».
El cuarto de estudio del predicador ha de ser un altar, un Bethel, donde le sea revelada la visión de la escala hacia el cielo, significando que los pensamientos antes de bajar a los hombres han de subir hasta Dios; para que todo el sermón esté impregnado de la atmósfera celestial, de la solemnidad que le ha impartido la presencia de Dios en el estudio.
Como la máquina no se mueve sino hasta que el fuego está encendido, así la predicación, con todo su mecanismo, perfección y pulimento, está paralizada en sus resultados espirituales, hasta que la oración arde y crea el vapor. La forma, la hermosura y la fuerza del sermón son como paja a menos que no tenga el poderoso impulso de la oración en él, a través de él y tras él. El predicador debe, por la oración, poner a Dios en el sermón.
El predicador, por medio de la oración, acerca a Dios al pueblo antes de que sus palabras hayan movido al pueblo hacia Dios. El predicador ha de tener audiencia con Dios antes de tener acceso al pueblo. Cuando el predicador tiene abierto el camino hacia Dios, con toda seguridad lo tiene abierto hacia el pueblo. No nos cansamos de repetir que la oración, como un simple hábito, como una rutina que se practica en forma profesional, es algo muerto.
Esta clase de oración no tiene nada que ver con la oración por la cual abogamos. La oración que deseamos es la que reclama y enciende las más altas cualidades del predicador; la oración que nace de una unión vital con Cristo y de la plenitud del Espíritu Santo, que brota de las fuentes profundas y desbordantes de compasión tierna y de una solicitud incansable por el bien eterno de los hombres; de un celo consumidor por la gloria de Dios; de una convicción completa de la difícil y delicada tarea del predicador y de la necesidad imperiosa de la ayuda más poderosa de Dios. La oración basada en estas convicciones solemnes y profundas es la única oración verdadera. La predicación respaldada por esta clase de oración es la única que siembra las semillas de la vida eterna en los corazones humanos y prepara hombres para el cielo.
Naturalmente que hay predicación que goza del favor del público, que agrada y atrae, predicación que tiene fuerza literaria e intelectual y puede considerarse buena, excepto en que tiene poco o nada de oración; pero la predicación que llena los fines de Dios debe tener su origen en la oración desde que enuncia el texto y hasta la conclusión, predicación emitida con energía y espíritu de plegaria, seguida y hecha para germinar, conservando su fuerza vital en el corazón de los oyentes por la oración del predicador, mucho tiempo después de que la ocasión ha pasado.
De muchas maneras nos excusamos de la pobreza espiritual de nuestra predicación, pero el verdadero secreto se encuentra en la carencia de la oración ferviente por la presencia de Dios en el poder del Espíritu Santo. Hay innumerables predicadores que desarrollan sermones notables; pero los efectos tienen corta vida y no entran como un factor determinante en las regiones del espíritu donde se libra la batalla tremenda entre Dios y Satanás, el cielo y el infierno, porque los que entregan el mensaje no se han hecho militantes, fuertes y victoriosos por la oración.
Los predicadores que han obtenido grandes resultados para Dios son los hombres que han insistido cerca de Dios antes de aventurarse a insistir cerca de los hombres. Los predicadores más poderosos en sus oraciones son los más eficaces en sus púlpitos.
Los predicadores son seres humanos y están expuestos a ser arrebatados por las corrientes del mundo. La oración es un trabajo espiritual y la naturaleza humana rehúye un trabajo espiritual y exigente. La naturaleza humana gusta de bogar hacia el cielo con un viento favorable y un mar tranquilo. La oración hace a uno sumiso. Abate el intelecto y el orgullo, crucifica la vanagloria y señala nuestra insolvencia espiritual.
Todo esto es difícil de sobrellevar para la carne y la sangre. Es más cómodo no orar que hacer abstracción de aquellas cosas. Entonces llegamos a uno de los grandes males de estos tiempos: poca o ninguna oración. De estos dos males quizás el primero sea más peligroso que el segundo. La oración escasa es una especie de pretexto, de subterfugio para la conciencia, una farsa y un engaño.
El poco valor que damos a la oración está evidenciado por el poco tiempo que le dedicamos. Hay veces que el predicador sólo le concede los momentos que le han sobrado. No es raro que el predicador ore únicamente antes de acostarse, con su ropa de dormir puesta, añadiendo si acaso una rápida oración antes de vestirse por la mañana. ¡Cuán débil, vana y pequeña es esta oración comparada con el tiempo y energía que dedicaron a la misma algunos santos varones de la Biblia y fuera de la Biblia! ¡Cuán pobre e insignificante es nuestra oración, mezquina e infantil frente a los hábitos de los verdaderos hombres de Dios en todas las épocas!
A los hombres que creen que la oración es el asunto principal y dedican el tiempo que corresponde a una apreciación tan alta de su importancia, confía Dios las llaves de su reino, obrando por medio de ellos maravillas espirituales en este mundo. Cuando la oración alcanza estas proporciones viene a ser la señal y el sello de los grandes líderes de la causa de Dios y la garantía de las fuerzas conquistadoras del éxito con que Dios coronará su labor.
El predicador tiene la comisión de orar tanto como de predicar. Su labor es incompleta si descuida alguna de las dos. Aunque el predicador hable con toda la elocuencia de los hombres y de los ángeles, si no ora con fe para que el cielo venga en su ayuda, su predicación será como metal que resuena, o címbalo que retiñe, para los usos permanentes de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.
1 Horatius Bonar, Consejos a los ganadores de almas, CLIE, Terrassa 1982, 21.
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