Las redes nos escupen información a velocidad sónica casi sin tiempo para saborearla.
Las redes sociales —ese eufemismo para no decir Facebook y Twitter, ¿acaso usamos más?— suelen ser plataformas de consumo rápido. No crean que voy a iniciar una crítica feroz contra ellas y a reivindicar el repiqueteo de una Underwood, el crepitar de un vinilo o el boli Bic para rebobinar una cinta de caset TDK. Para nada.
De hecho, uso las redes como mi Candy Crush particular, ya que no juego a nada pero puedo pasar un viaje entero de tren saltando entre amigos, agregados, conocidos y gente que no sé quién es pero que cuenta cosas que me llaman la atención.
La nostalgia todo lo edulcora e idealiza, y aunque nos aferremos a ella —ojo, sigo teniendo tocadiscos, escribiendo cosillas a mano y coleccionando viejos álbumes de cromos de Starsky & Hutch, Mazinger Z o Con ocho basta—, esas redes nos escupen información a velocidad sónica casi sin tiempo para saborearla. No lo nieguen, más de un Me gusta le habrán dado a un artículo, foto o vídeo sin ni siquiera leerlo o casi sin ir más allá del primer impacto.
Hace unas semanas corría un vídeo que muestra a una chica con autismo, Danielle Jacobs, que recibe ayuda de su perro para reducir los efectos durante un episodio de crisis (Danielle y Samson). Un vídeo de esos que capturan lagrimilla fácil, que nos hacen sonreír y plantearnos cuestiones vitales y que rebotamos —perdón, viralizamos— con una facilidad pasmosa, como queriendo demostrar que somos almas sensibles y que el sufrimiento de los demás nos llega hasta lo más hondo mientras asentimos con la cabeza (de hecho, ¿se puede asentir con otra parte del cuerpo?).
Eso leí, que el vídeo era uno de los más viralizados de los últimos chorrocientos días —un récord que seguro ya se ha cargado algún gato travieso o una niñita haciendo monerías—, por lo que decidí adentrarme en ese concepto, el de viralizar. Según el web Match Marketing, se trata de "dar a una unidad de información capacidad de reproducirse de forma exponencial". O sea, rebotarlo a cascoporro. Más adelante, no se ruboriza ni nada al admitir que "el hecho de que un contenido haga match con una emoción es un gancho seguro para viralizar", poniendo como ejemplo el vídeo de una chica que buscaba el sombrero de su madre que falleció de cáncer. ¿Gancho? Pues vaya.
En otro web, somosmarcas.com, se lanzan a un complejo ejemplo técnico no apto para mentes poco avezadas al lenguaje del marketing, pero lo suelto: "“Fulanita me ha dicho que en la frutería de la calle Rebollo venden los mejores melones de todo el pueblo. Zutanita me ha dicho que los melones más jugosos del pueblo los venden en…” y así sucesivamente hasta que todo el pueblo sabe que, en la frutería Limones verdes venden los mejores melones.
A su vez Zutanita tiene familia en el pueblo de al lado y también se lo ha contado para que vayan a comprar los melones allí… y así la red va creciendo hasta que la frutería se convierte en un auténtico éxito en la provincia y la gente va de todas partes a comprar melones porque “no puedes pasar por allí sin comprar melones en Limones verdes”. Irrefutable. Eso sí, nos recuerda que viralizar viene de virus, que lo sepan.
Cuando la búsqueda de viralizar, en cambio, la hacemos en un diccionario descubrimos que ni la RAE ni cualquier otro la incluyen. Como mucho, nos dicen "quizás quisiste decir vitalizar". No, no lo quise decir.
A lo que iba acerca del vídeo de la joven. En él, se golpea y llora de forma desconsolada mientras su precioso perro, Samson, intenta calmarla. El vídeo cuenta con 7 millones de visitas, todo un fenómeno que incluso se ha destacado en informativos de televisión. El director y editor de Autismo Diario, Daniel Comín, reflexiona acerca de esas imágenes y se pregunta cuántas personas que han visto el vídeo saben el nombre de la persona. O el de su perro. O por qué sufre esa crisis.
Comín añade que "incluso, muchas personas que se emocionaron con la visualización del citado vídeo, posiblemente no hayan ido mucho más allá de alabar la conducta amorosa del perro y de cómo ayuda a su dueña". No hay más que echar un vistazo al canal de Danielle en Youtube, donde cuenta con varios vídeos que detallan la razón de sus crisis o cómo ha ido enseñando al perro a intervenir. Son vídeos, en cambio, con apenas unos miles, unos cientos o unas decenas incluso, de visitas (canal de Youtube de Danielle).
El marketing emocional inmediato ya no surge ahí efecto. A pesar de mi disfrute diario de las redes, debo admitir que no siempre las usamos con un sentido crítico. Alguien consigue, en algún momento, comprarnos a partir de nuestras emociones. Está agazapado, esperando la oportunidad para manipular nuestro lacrimal y derivarlo hacia un producto, un algo, un llámalo X.
El vídeo de Danielle es un ejemplo, involuntario, evidente. Quiere difundir su angustia y cómo trabaja para solucionarla, pero 7 millones de flashes sónicos se quedan con la admiración al perro y la lástima y el paternalismo barato hacia Danielle.
Esos vídeos no son grabaciones improvisadas de cualquier escena diaria, tal como hacen esas/esos youtubers de escasa edad que causan furor entre el público de cinco años (este sería otro tema sobre el que escribir). No. Danielle intenta narrar una historia, un recorrido con dudas, crisis y entrenamientos. Quiere hacer pedagogía acerca de sus momentos de ansiedad o sus conductas repetitivas, estereotipias incontroladas que incluso llega a simular para que su perro las vaya conociendo.
Es imposible conocer el nivel de sufrimiento que puede vivir alguien con autismo, con situaciones que no puede controlar pero de las que puede ser plenamente consciente. Esto, claro, depende también del nivel intelectual de la persona, pero hay que tener en cuenta que dos de cada tres personas con autismo (que no autistas, ¡ojito!) tienen un coeficiente intelectual normal (perdón por la palabra, pero es para que me entiendan).
Eso sí, el sufrimiento no entiende de grados de afectación, tal como alerta Comín. Es decir, hay personas con altas capacidades y otras con grandes necesidades de apoyo que sufren lo mismo, con la diferencia de que las primeras nos lo pueden explicar para que se pueda actuar con las demás.
Danielle quiere acercarnos a ese sufrimiento y a cómo actuar; Danielle no busca dar lástima ni que nadie llore por ella, Danielle puede que tenga problemas sensoriales, de comunicación o comprensión, ansiedad, obsesiones, depresión o incapacidad de controlar su propia mente. Aquí podríamos entrar a analizar cómo dar respuesta a cada caso, pero no es el tema del artículo.
No quiero que suene a bronca, pero cuando nos adentramos en la selva de las redes sociales somos como un camaleón en una tienda Desigual: nos mimetizamos, en cuestión de segundos, con un chorro de estímulos, pero quizás nos cueste centrarnos. Hay temas que nos erizarán el vello y nos harán llorar, pero nos quedaremos en la superficie de historias que reclaman, gritan, aporrean en una sociedad que, todavía, siente lástima o, lo que es peor, usa la desgracia ajena como bálsamo personal.
Sin mala intención, ojo, pero lo hace, lo hacemos. El ámbito de la discapacidad (otro concepto a revisar. De hecho, ya se habla más de diversidad funcional) está salpicado de ese lastre de emocionalidad, que en algún caso se transforma en pura pornografía.
Uno de los ejemplos más zafios los encontramos en el, afortunadamente, desaparecido programa Entre todos que emitía TVE, uno de los programas más horrendos y faltos de ética de la historia de la pequeña pantalla. Con gozo y algarabía leo que esta semana un juzgado de Tarragona ha condenado la emisión de uno de los programas conducidos por Toñi Moreno, presentadora ávida de morbo, por lo que se ha considerado "una vulneración a los derechos a la imagen y a la intimidad de un menor con discapacidad".
Pues sí, y esto no es sobreprotección, es una simple pantalla ante carroñeros varios que sobrevuelan la desgracia ajena para sacar tajada y para vender una imagen de miseria que se puede combatir con limosna y rostro desencajado como queriendo decir "estamos contigo, pobre deshecho social".
Según cuenta El País, la sentencia recoge que en la emisión del 21 de octubre de 2013 se usó la imagen de un niño haciendo especial hincapié en su discapacidad "con fines conmiserativos". Touché, señor juez; aunque esa bazofia se usaba en todos los casos, en este alguien debía tener la valentía de cuestionar la bajeza moral de Toñi y sus secuaces.
En el otro extremo, el de la dignidad, me topé con el texto de una madre, también en Autismo Diario, que dice que ella no llora por su hijo, ni por la discriminación que sufre, ni por los procedimientos médicos, ni por la impotencia ante las crisis de conducta, ni porque su hijo no sabe expresar qué le pasa, ni por la discapacidad. ¿Y qué hace? "Yo lucho, acompaño, aguanto, supero, resuelvo, le enseño a comunicarse, informo, explico, preparo el mundo para mi hijo y lucho cuando sea y con quién sea".
Esta madre no busca robarnos una lagrimilla, no espera que chasqueemos los labios y la miremos con lástima, no entiende que en este planeta existan toñismorenos y, lo más importante, cuando le llega un vídeo viral (recuerden, de virus) no se queda en la superficie y en el primer impacto emocional. Bueno, menos con los de gatitos, que son muy monos.
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