El caballero Don Qujote parte de regreso hacia La Mancha después de su derrota con el caballero de la Blanca Luna. Muestra disposición a reflexionar durante el periodo de castigo que se la ha impuesto, pero está convencido de que no es el fin de su hazaña caballeresca.
El príncipe de todos los escritores, Miguel de Cervantes Saavedra, entregó a la humanidad una obra que Nicolás Díaz de Benjumea calificó como “verdadera fábrica y monumento que descuella en la española literatura de suyo rica y monumental”: Don Quijote De La Mancha.
La sin par novela fue publicada en dos partes: la primera en 1605. La segunda diez años después: 1615. De esta se cumplen ahora 400 años. Con la intención de conmemorar este cuarto centenario estoy publicando varios artículos a partir de la tercera salida del llamado Caballero de la Triste Figura. La semana pasada asistimos a la derrota de Don Quijote en playas de Barcelona. De la batalla resultó con el cuerpo sin un rasguño, pero con profundas heridas en el alma. Sigamos leyendo en el libro.
“Seis días estuvo Don Quijote en el lecho, marrido, triste, pensativo y malacondicionado, yendo y viniendo con la imaginación en el desdichado suceso de su vencimiento”. (Segunda parte, capítulo LXV).
Sancho trataba de consolarle con sus místicas razones y con sus no disimuladas ambiciones, pues dejando el ejercicio de la caballería “vienen a volverse en humo mis esperanzas”.
Optimista siempre en la alegría y en el dolor, Don Quijote le ordena: “Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión y retirada no ha de pasar de un año; que luego volveré a mis honrados ejercicios, y no me ha de faltar reino que gane y algún condado que darte”.
Este es Don Quijote. La fe le sostiene. La esperanza le fortalece. Alguien, mucho después de Cervantes, escribió que no hay que darse por vencido ni estando vencido. Don Quijote seguía esta máxima.
Cuatro días después de los seis que Don Quijote pasó en cama, señor y escudero abandonan Barcelona. Vuelven ambos a su Mancha nativa. Clemencín apunta que puesto que la playa fue el teatro de su batalla con el de la Blanca Luna, puede que la puerta por donde Don Quijote abandonó Barcelona pudiera guiar a la playa. Detalle menor.
Detalle mayor fue que “al salir de Barcelona, volvió Don Quijote a mirar el sitio Donde había caído, y dijo: “¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias! ¡Aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas! ¡Aquí se oscurecieron mis hazañas! ¡Aquí, igualmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!”. Allí, en la Barcelona de Cataluña.
Si triunfal fue la entrada de Don Quijote a Barcelona, vitoreado por Antonio Moreno y sus amigos, triste, muy triste fue la salida. “Don Quijote desarmado y de camino, Sancho a pie, por ir el rucio cargado con las armas”. Una escena sobrecogedora. Don Quijote, desarmado, sobre Rocinante. Sancho a pie y el rucio cargado con las armas del hidalgo manchego. Ya no hay armas. La única verdad que le queda es Dulcinea.
La viva imagen de la derrota. Atrás quedaba el mundo de sensaciones, ideas, sentimientos y hazañas que llenaron la vida del héroe desde su primera salida en busca de aventuras por los caminos de La Mancha. Todo se ha desvanecido. Ahora se encuentra pequeño, disminuido, vencido.
Pero en el sufrimiento y la humillación, Don Quijote conserva la dignidad del caballero. Nadie podrá arrebatarle la corona. Su honor y su gloria han brillado a lo largo de cuatro siglos, continúa brillando y brillará más en el futuro. Digan cuanto quieran los detractores de Cervantes, jamás nadie ha logrado inventar un personaje de ficción tan cálido. Entero y perfecto, Don Quijote nos ha conquistado; vencedor o vencido su figura será siempre un lugar de peregrinación para todas las generaciones. A pesar de lo que pueda pensarse del drama de su derrota ante el Caballero de la Blanca Luna, nadie le negará la grandeza de su vida. Hasta la caída del caballo en playas de Barcelona es bella en su brusca dureza.
Salidos de Barcelona, cinco días estuvieron caminando Don Quijote y Sancho Panza “sin sucederles cosa alguna que estorbase su camino”, enfrascados en conversaciones al uso. “Camina, pues, amigo Sancho, y vamos a tener en nuestra tierra el año del noviciado, en cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al nunca de mí olvidado ejercicio de las armas”.
Camina, Sancho, camina detrás o al lado de tu señor, quien te conducirá por senderos de gloria. Toda la vida de Don Quijote ha sido la consideración de un camino. Así fue la salida de Don Quijote y Sancho de tierras catalanas, camino de Castilla a través de Aragón. Todo acabó.
Todo menos el sueño de Don Quijote. Lo imposible que concibió Waserman era posible para él. Don Quijote dice a Sancho que planea entregarse a la vida pastoril. El sería el pastor Quijotiz, Sancho el pastor Pancino, el bachiller el pastor Carrascón y hasta el cura sería el pastor Curiambro. A Dulcinea no le muda el nombre, pues “cuadra el de pastora como el de princesa”. Dulcinea es inamovible.
Dulcinea es el ideal, el rostro que soñamos, el refugio que anhelamos, el rayo azul crepuscular que ilumina nuestras noches. Dulcinea es el ideal y Don Quijote el eterno idealista. Vencedor o vencido, el idealista siempre se mantiene en pie.
Camino de la Mancha, Don Quijote no causa lástima, sino admiración. La razón anida en el recóndito albergue de su locura, según la feliz expresión del poeta inglés Wordsworth. Don Quijote, dice Menéndez y Pelayo, oscila entre la razón y la locura. Su derrota no es más que aparente. Su aspiración permanece íntegra. Quedará siempre de él, del invencible caballero Don Quijote de la Mancha, la alta idea que pone el brazo armado al servicio del orden moral y de la justicia.
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