La autoridad no reside en el predicador como individuo, o en la función del predicador, o en su ordenación o designación, o en su iglesia como institución, sino que reside en la Palabra escrita de Dios. La fuente de la autoridad es Cristo; el punto de partida de la autoridad es la Biblia en su totalidad.
Un fragmento de "La predicación como prioridad", de Chritsopher Ash (2014, Peregrino). Puede saber más aquí.
B. LA AUTORIDAD DEL PREDICADOR ES UNA AUTORIDAD OTORGADA, QUE SOLO SE OBTIENE POR MEDIO DE GRAN ESFUERZO, SUDOR Y PROFUNDA HUMILLACIÓN PROPIA
Nuestra primera verdad —que el predicador ejerce la autoridad de Cristo en la Iglesia— se podría interpretar como un alegato a favor del ensalzamiento de su figura. «¡Mírame —dice el ufano predicador—, puedo pronunciar las palabras de Dios!». El lector quizá piense, pues, que este acento engrandece al predicador de una forma peligrosa, y abre la puerta a un autoritarismo tiránico en su gremio. Quizá temas que esto no se trate tanto de autoridad divina, sino de abrir las puertas al autoritarismo humano. Bien, eso puede ocurrir.
Sin embargo, deseo concluir este capítulo afirmando que quienes piensan seriamente tal cosa no han entendido la naturaleza de la autoridad del predicador. Parece que en el siglo XVI algunos de los detractores de Calvino en la Iglesia de Roma dieron a entender que la autoridad de la Biblia dimana de la autoridad de la Iglesia, puesto que fue esta quien determinó qué libros habrían de incluirse en ella. Por el contrario —argumentaba Calvino—, la Escritura son los cimientos de la Iglesia (Efesios 2:20), y la autoridad de sus predicadores deriva de esta fuente, que es la Escritura30. La autoridad no reside en el predicador como individuo, o en la función del predicador, o en su ordenación o designación, o en su iglesia como institución, sino que reside en la Palabra escrita de Dios. La fuente de la autoridad es Cristo; el punto de partida de la autoridad es la Biblia en su totalidad. No defiendo, pues, la idea barthiana de que partes de la Biblia se convierten en la Palabra de Dios de vez en cuando al ser predicadas. No, la Biblia «es como un cetro regio», y no debemos imaginar que el Reino de Cristo existe «con independencia de este cetro (esto es, su santísima Palabra)».
No obstante, el instrumento que Dios utiliza habitualmente para blandir su autoridad es el predicador. La pregunta que nos queda, pues, es la siguiente: ¿es la Palabra predicada también la Palabra de Dios? La Biblia es la Palabra de Dios, pero ¿puede un sermón serlo también? Y la respuesta es: «En ocasiones». Claramente, no lo es siempre, puesto que existen falsos maestros. Sin embargo, a veces lo es, en vista de que Pedro dice a los que hablan (en el contexto del ministerio de las iglesias locales) que deben hacerlo como personas que hablan «las palabras de Dios» (1 Pedro 4:11). Debe ser posible, pues, o de otro modo sería mezquino por parte de Pedro exhortarnos a hacer tal cosa.
¿Cuál es, entonces, la relación entre la Palabra escrita y la Palabra predicada? «La predicación de la Palabra de Dios es la Palabra de Dios», decía la Segunda Confesión Helvética de 1566. ¡Y eso, sin duda, suscita algunas preguntas! Cuando Bullinger, el reformador, abordó esta cuestión, lo hizo despejando dos errores en primer lugar. Por un lado, la Iglesia romana afirmaba que la Escritura no estaba clara y precisaba una llave interpretativa ajena a ella. Sin embargo, la Escritura no necesita una llave ajena, ya sea el magisterio de la Iglesia o el consenso exegético del gremio erudito, o cualquier otra cosa. No es como una especie de puerta para la que debamos buscar una llave ubicada en el exterior; no es un documento críptico o codificado.
Por otro lado, algunos radicales afirmaban que la Escritura era tan clara que bastaba con leerla, y que no era necesaria una exposición, ni, por descontado, formar predicadores para ello. Lo único que necesitamos —decían— es la lectura pública de la Escritura; los predicadores expositivos son un requisito superfluo. Sin embargo, tal como Bullinger se ocupó de señalar, aunque la Escritura es clara, esta claridad no siempre es manifiesta.
Existen razones teológicas para esto que merece la pena analizar. ¿Cuál es el propósito de la Escritura? Es hacer a los hombres y las mujeres sabios para salvación por medio de la fe en Jesucristo (2 Timoteo 3:15) y transformarlos así a semejanza de él. Y, debido a que la Escritura se ocupa de transformar a las personas, necesita ser predicada por personas que estén siendo transformadas por ella. Moisés no se limitó a predicar el pacto; el pacto se apoderó de él y le convirtió en una especie de encarnación suya.
No existen, pues, atajos para predicar con autoridad. Esta es una autoridad maravillosa, pero se trata de una autoridad que tan solo se puede obtener pagando un alto precio. Por eso no existen atajos para llevar a cabo esa obra. Concluiré con tres advertencias acerca de atajos que los predicadores nos sentimos tentados a tomar.
1. Cuidémonos del atajo de la interpretación individual
Esa es la idea de que podemos encerrarnos en nuestro despacho para interpretar la Escritura por nuestra cuenta, como si fuéramos las primeras personas que hayan recibido la Palabra de Dios. Sin embargo, esto no es así, el predicador está obligado a rendir cuentas ante otros, tanto vivos como muertos. No estamos sujetos a someternos a las interpretaciones de otros cristianos, ya sean contemporáneos o antecesores nuestros, pero sí que estamos sujetos a escucharlos con humildad. No debemos adolecer de una pereza idiosincrática: necesitamos llevar a cabo la difícil tarea de escucharnos unos a otros, entre otras cosas para permitir que los demás nos muestren nuestras lagunas culturales.
2. Cuidémonos del atajo de la interpretación vicaria
Cuidémonos de la idea de que basta una búsqueda rápida en Google para encontrar buenos materiales para un sermón, o que escuchar las grabaciones de otros predicadores nos permitirá preparar un sermón aceptable en poco tiempo. Internet es un lugar peligroso si lo consideramos la panacea para una preparación rápida.
Todavía me da escalofríos recordar una charla que di como un joven ponente en la Unión Cristiana de una escuela. Había oído una charla brillante acerca del mismo pasaje (el del Buen Pastor en Juan 10) que un famoso predicador había dado en un contexto distinto. Era tan buena, y yo estaba convencido de ser incapaz de superarla, que —me avergüenza reconocerlo— la transcribí y pronuncié tal cual. Se hundió como una piedra en un pozo por dos razones principalmente. En primer lugar, el contexto en el que hablé era distinto del de la exposición original. Pero, en segundo lugar —y este es el fondo de la cuestión—, al copiarlo, fracasé completamente a la hora de entender el pasaje de tal forma que me llegara a la médula. Y así, cuando hablé, no solo hubo un salto de eje con respecto al contexto (una audiencia distinta) y el estilo (el de un predicador famoso en lugar del mío), sino que mi exposición adoleció de una superficialidad terrible. Hablaba conforme al guion, pero no conforme a mi corazón, que no había quedado moldeado y cambiado por las horas dedicadas a la comprensión personal del pasaje. Jamás volveré a cometer semejante error. La experiencia me dejó con una gran renuencia a escuchar grabaciones de otros predicadores en las que se exponga el mismo pasaje que yo esté preparando, al menos hasta haber lidiado yo mismo con el pasaje, haberlo descifrado y haber orado al respecto.
3. Cuidémonos del atajo de la autoridad mística
No existe atajo místico alguno en virtud del cual el predicador perezoso pueda esperar alguna clase de unción que revista la falta de preparación de sus palabras con el poder de Dios.
Quizá queramos apropiarnos de la promesa del Salmo 81:10, donde Dios dice: «Abre tu boca, y yo la llenaré». Si abrimos la boca sin habernos molestado en prepararnos, la llenará sin la menor duda; ¡pero, tal como dijo alguien, lo hará de aire caliente! Y, por supuesto, el Salmo 81:10 no versa acerca de la predicación, por lo que lo estaremos tergiversando en todo caso. Necesitamos desesperadamente que el Espíritu Santo de Dios nos llene de forma renovada al predicar, y no podemos conseguir nada sin su poder soberano; pero, por regla general, ese poder no desciende sobre los predicadores que no se han molestado en prepararse. Y ser llenos del Espíritu no es una compensación divina por la ociosidad deliberada.
Escribía Calvino: «Si subiera al púlpito sin haberme tomado la molestia de examinar un libro, imaginando frívolamente: “Bueno, cuando llegue allí Dios se encargará de darme algo que decir”, y no me dignara en leer o pensar acerca de lo que debo declarar, y viniese aquí sin ponderar con detenimiento la forma de aplicar las Sagradas Escrituras para la edificación de las personas, sería un osado charlatán y Dios se aseguraría de confundirme en mi audacidad»34.
Las implicaciones: perseveremos en un arduo ministerio expositivo.
Toda la idea de la autoridad otorgada consiste en que debemos recurrir constantemente a su fuente. Por eso la predicación expositiva y autoritativa no es cosa desdeñable, y por eso los predicadores deben ser ordenados para dedicarse a la obra apostólica de la oración y el ministerio de la Palabra (Hechos 6:4), y persistir en ello.
En un sentido, es perfectamente cierto que todo cristiano puede profetizar (Hechos 2:17ss.). Todos nosotros podemos hablar a los demás para su edificación, ánimo y consuelo (1 Corintios 14:3). En la medida en que la Palabra de Cristo more en abundancia en una iglesia, podremos enseñarnos y amonestarnos unos a otros (Colosenses 3:16). Sin embargo, no debe haber demasiados maestros (Santiago 3:1); algunos tienen el don y se les elige para que sean pastores y maestros (Efesios 4:11), y se les encomienda la labor de la predicación y la enseñanza (1 Timoteo 5:17). Es preciso que se les libere para dedicarse a ello plenamente, puesto que se trata de una labor muy exigente. Conlleva tiempo, oración, sudor, lucha, dolor, confusión, honda reflexión y persistencia. Por eso la predicación expositiva es tan necesaria ahora como en cualquier época.
La predicación expositiva permite a Dios sentar el procedimiento, al abrir la Palabra escrita en el orden, la forma y los libros que ha elegido darnos. No convertimos los pasajes dispersos de una web de sermones, o un puñado de temas escogidos por nosotros, o la predicación de nuestra teología sistemática o de aquello que consideramos que nuestra iglesia necesita, en la dieta básica de nuestra predicación. Al convertir la predicación expositiva en nuestra dieta básica permitimos que sea Dios quien establezca el procedimiento.
Perseveramos en la dura disciplina de sumergirnos en un libro de la Biblia a efectos de predicar una serie de sermones para que la Palabra penetre en el predicador tal como él penetra en ella. Luchamos y contendemos con la Palabra. Tal como lo expresó un predicador amigo mío, nos tendemos sobre el yunque y salimos doloridos de nuestra preparación y nuestra predicación, al quedar expuesto nuestro propio pecado; nosotros mismos volvemos a la fe y el arrepentimiento al sentir el dolor de un mundo rebelde y moribundo. Eso es lo que sucede cuando permitimos que un libro de la Biblia llegue al fondo de nosotros y nosotros nos sumimos en él. Quienes se deleitan en la tranquilidad de su despacho y piensan que la preparación es una experiencia grata no han entendido lo que implica; existe una especie de estudio y de preparación que puede ser simple autocomplacencia. Año tras año me lamento de lo lento, refractario y espiritualmente obtuso que soy y, por tanto, del largo tiempo que le cuesta a Dios atravesar mi piel encallecida para depositar su Palabra en mi corazón. La preparación piadosa es una lucha, pero no existen sustitutos para el tiempo y el dolor que entraña esta implicación con la Palabra.
Y, sin embargo, al forcejear con la Palabra, empezamos a hablar con todos los diversos tonos de voz de la Escritura, de una forma renovada y variada; nuestra predicación no tendrá nada de previsible o banal, ni habrá asomo de fidelidad monótona en ella. No existen atajos místicos, no existen atajos vicarios y no existen atajos individualistas.
Quienes piensen que esta doctrina de la autoridad envanece al predicador no atisban a imaginar el horror absoluto de tal posición. Piensan que los predicadores desean ocupar el púlpito. Bueno, algunos lo hacen, pero ningún predicador que desee ocupar el púlpito debe hacerlo. Nadie al que le guste ser el foco de atención debe ser predicador. No queremos en nuestros púlpitos a hombres como Diótrefes que deseen la preeminencia, que quieran llevar siempre la voz cantante (3 Juan 9). No, ser un predicador es una de las experiencias que más humildad pueden infundir en el mundo. La predicación nos pone de rodillas, nos llena el estómago de mariposas y nos hace clamar: «Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?».
Esta autoridad otorgada es costosa, ¡pero qué galardón comporta! Tal como lo expresó Calvino, el motivo por el que un hombre sube al púlpito es «que Dios pueda hablarnos por boca de un hombre». John Jewel, obispo de Salisbury entre 1522 y 1572, escribía lo siguiente: «No desprecien, queridos hermanos, oír la Palabra de Dios declarada. Si quieren cuidar de sus almas, sean diligentes en oír sermones; porque ese es el lugar habitual donde se conmueven los corazones humanos y se revelan los secretos de Dios. Porque, por débil que sea el predicador, la Palabra de Dios sigue siendo tan potente y pujante como siempre lo ha sido».
Tal como lo expresaba William Sangster, «no puede haber un sustituto para un hombre lleno del Espíritu de Dios mirando a los hombres a la cara y hablando de la Palabra de Dios a sus conciencias y sus corazones». Esto debería ser un gran estímulo para nosotros al prepararnos para el domingo. Al dirigente descorazonado podríamos decirle: «No hay nadie que pueda traer la Palabra de Dios a este rebaño en este domingo que cuente con tu posición única y privilegiada». Predicar ante esta congregación de la iglesia local es un privilegio maravilloso. Al escucharte a ti, lo escuchamos a él.
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