El teólogo argentino esboza una visión de la “omnipresencia de la política” como algo que rodea y constituye a la existencia humana en todos sus ámbitos.
Siempre que se avecinan procesos electorales en los diferentes países latinoamericanos, en los medios evangélicos se reaviva el debate sobre el rostro que debe cobrar la participación política de los dirigentes y la militancia eclesial.
Y cada vez, casi siempre las mismas voces, advierten acerca de los riesgos de asumir unas u otras posturas en el marco de la decadencia de las (a veces también) muy endebles instituciones democráticas de nuestros países. Se recuerdan, cíclicamente, los casos de Brasil (siempre en primer lugar), Guatemala, Perú y Chile como los más representativos de una serie de esfuerzos por participar con una auténtica dignidad y representación evangélica o “cristiana”, tal como ahora se acostumbra tanto decir. La “bancada evangélica” brasileña en el congreso de aquel país se ha convertido en un auténtico contraejemplo, esto es, de aquello que no se debe hacer en nombre la fe otrora heterodoxa en el subcontinente. Y el recuerdo de personajes como Efraín Ríos Montt y Jorge Serrano Elías impacta todavía en quienes discuten este tema candente en tiempos electorales, también como una muestra de lo que no debería ser una práctica política llevada a cabo por el portador de la fe evangélica o protestante, aunque un debate paralelo consista en negarle esta nomenclatura a esos y otros personajes que protagonizaron episodios verdaderamente bochornosos de la historia latinoamericana reciente. La actuación de los evangélicos en la época de Alberto Fujimori es otra remembranza amarga.
En México, la voz de alguien como Adolfo García de la Sienra (doctor en Filosofía e investigador de la Universidad Veracruzana) resuena desde hace más de 20 años como un intento constante por armonizar lo que él llama “filosofía política cristiana” y las complicadas realidades que se viven en el país. Al margen de su muy diverso caminar personal por iglesias y denominaciones, este profesor evangélico se ha destacado por el interés en aportar reflexiones serias, aunque con resultados muy desiguales y desconcertantes, como lo fue su paso como “asesor religioso” de Vicente Fox y la promoción del llamado “voto útil” antes de las elecciones de 2000. Algo similar se puede decir de su muy peculiar interpretación (y hasta imposición de tono casi fundamentalista) de las ideas del jurista holandés Herman Dooyeweerd, las que él supone como “la auténtica tradición reformada”, parte más bien de una campaña por hacer ver en la “teología reformacional” la única representación del legado calvinista, muy en la línea de lo que en su momento hizo Abraham Kuyper, quien fue primer ministro en los Países Bajos, como si esas ideas y prácticas pudieran aplicarse a rajatabla en nuestro contexto.[1]
Por todo ello, es muy reconfortante y útil acceder a la versión castellana del “clásico instantáneo” Toward a Christian political ethics (Militancia política y ética cristiana), de José Míguez Bonino que en esta materia ha sido y seguirá siéndolo, por fortuna. A diferencia de García de la Sienra (y de Dooyeweerd mismo), Míguez Bonino contó con una formación teológica sólida que le permitió abordar el problema mediante una estructura de pensamiento que respondió ampliamente a las exigencias de su tiempo, verdaderamente complejas, pues eran los años finales de la dictadura en su país, Argentina. Precisamente, al observar dicha estructura, es posible percibir los alcances de su visión a fin de no quedarse en la superficie del asunto. El libro consta de ocho capítulos que esbozan y discuten los temas más cruciales en cuestión.
El primero se ocupa de la necesidad de una ética política: de la omnipresencia de la política y de los desafíos para los cristianos. El segundo trata “Las respuestas cristianas al dilema ético”, donde se pasa revista a los argumentos teológicos históricos, comenzando por el dilema de los “dos reinos”, además de la discusión de los genuinos principios cristianos. El tercero, “De praxis a la teoría y de vuelta a la praxis”, incluye también el análisis de modelos teóricos, así como las cuestiones sociológicas. El cuarto se acerca a la problemática latinoamericana y el tránsito del autoritarismo a la democracia; destaca allí su discusión de las “utopías abortadas”. El quinto, también dedicado a América Latina, profundiza en el tema de la seguridad nacional. El sexto discute la justicia y el orden, “el orden correcto de las prioridades”. El séptimo, “La esperanza y el poder”, analiza los aspectos utópicos del Reino de Dios y, llamativamente, las relaciones entre “los todopoderosos y los sin poder”. El último desmenuza los linderos de la convicción y la estrategia, además del despertar de la conciencia y la búsqueda de criterios éticos para la acción. Como se aprecia, Míguez Bonino casi no dejó cabos sueltos en esta discusión tan pertinente y obligada para los/as cristianos preocupados por responder de la mejor manera ante la situación política que les toca vivir.
Para Míguez Bonino, la política, “en el sentido más elemental del término, es la suma total de todas las relaciones que hacen a la vida en una sociedad particular” (p. 15). Esta definición preside toda su reflexión y perfila un análisis que dejará de ver en la arena de las luchas políticas un espacio corrupto por necesidad, con todo y que respeta su especificidad y autonomía, dentro de las cuales, por supuesto, se desarrollan prácticas que éticamente puedan resultar cuestionables. Más allá de la ingenuidad, que supone la posibilidad de influir en la vida política únicamente mediante el arma de la fe, pero también del escepticismo que acepte sin más cuanta práctica sea necesaria para conseguir los fines concretos, el teólogo argentino esboza una visión de la “omnipresencia de la política” como algo que rodea y constituye a la existencia humana en todos sus ámbitos. De este modo, el desafío para los/as creyentes consiste, no en sanear la praxis política como parte de una cruzada moral sino insertarse en ella con propuestas claras y viables. Eso mismo es un reto y una tentación, agrega, porque:
Sería fácil adoptar la falacia idealista —dado que el evangelio es la revelación del propósito divino para la humanidad— que podemos derivar directamente del evangelio una ética política, o peor aún, una ideología política y un programa político. Podríamos pensar que somos capaces de excavar de nuestro pasado de cristiandad algunas ‘doctrinas sociales’, desempolvarlas y restaurarlas y ofrecerlas como una solución a nuestros problemas actuales (p. 24, énfasis agregado).
Ni cinismo, ni ingenuidad, ni triunfalismo cristiano: la tarea política para los creyentes consiste en actuar con plena conciencia de que al sumarse a tal o cual propuesta que flote en el ambiente se corre el riesgo de equivocarse, pero eso no necesariamente en nombre del Evangelio, puesto que más bien lo que se arriesga es la libertad de pensamiento para optar por determinadas orientaciones, exactamente igual que cualquier otro ciudadano, pues la fe no hace mejor ciudadano a nadie, per se, si no es a través de un proceso en el que se valoren las trayectorias y los resultados concretos de las acciones específicas que superen las tentaciones de una suerte de “maquiavelismo inconsciente”:
Precisamente necesitamos con urgencia una ética cristiana de la política para evitar una politización errada del cristianismo. Pero sin atrevernos a olvidar la rica herencia de la ética cristiana que nos viene del pasado —elaborada en las tradiciones católicas y protestantes— no podemos más obrar dentro de los parámetros (las presuposiciones, las comprensiones de las sociedades, las opiniones sobre la naturaleza y sobre la naturaleza humana) que guiaron la articulación de esas tradiciones (Idem).
Ya en el segundo capítulo, Míguez se plantea la necesidad de que los creyentes articulen teológicamente una confesión activa que les permita “contribuir al triunfo de la fe, la esperanza y el amor sobre el egoísmo y el conflicto” (p. 31), un ideal que suena todavía ingenuo, pero que deberá medirse en el terreno de los hechos fácticos al lado de las demás propuestas sociales. En ese aspecto aparece la dificultad expuesta por Lutero al referirse a los “dos reinos”, esto es, a las esferas de influencia de lo religioso y lo político, como variables autónomas y que obedecen, prácticamente, a leyes distintas, aunque confluyan continuamente en el impacto real sobre la vida de las personas. “Este dualismo latente y a veces no tan latente es el que se de una manera rígida a la relación entre iglesia y Estado y a la relación entre la vida personal y la vida pública y que eventualmente traerá ciertas consecuencias que cuestionarán la totalidad de la doctrina de los dos reinos”.
[1] Cf. Herman Dooyeweerd, Las raíces de la cultura occidental: las opciones pagana, secular y cristiana. Traducción de Adolfo García de la Sienra. Terrassa, CLIE, 1998, www.iglesiareformada.com/Dooyeweerd_Raices_Cultura_Occidental.pdf.
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