Don Quijote y Sancho llegaron a las playas de Barcelona “la víspera de San Juan, en la noche”. Originarios de las tierras secas de La Mancha, ni caballero ni escudero habían visto jamás el mar.
La primera parte de EL QUIJOTE se publica en 1605. La segunda, diez años después, 1615. Por lo mismo, este año se está conmemorando el cuarto centenario de esta segunda parte. En sus capítulos me estoy basando para destacar algunos de los hechos más relevantes que en ellos se cuentan.
El capítulo LX en la segunda parte del Quijote se abre con esta prosa emotiva y sentimental: “Era fresca la mañana y daba muestra de serlo asimismo el día en que Don Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho camino para ir a Barcelona, sin tocar Zaragoza” (Segunda parte, capítulo LX).
Aquí le tenemos, alto, enjuto, vestido de vieja armadura, figura majestuosa y abatida a un tiempo, caballero sobre un flaco rocinante, camino del mar. “Somos o no somos”, había dicho Don Quijote. Ser o no ser, la preocupación fundamental del pensamiento humano. El sabía quién era y quién podía ser. Embarcado en un nuevo viaje iba a demostrar a la gentil Barcelona quién era Don Quijote de la Mancha. A Barcelona iba “el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el deshacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso” (Segunda parte, capítulo LXXII).
Y Barcelona estaba preparada para recibir a tan ilustre personaje.
En la entrada de Don Quijote a Cataluña hay un equilibrio inestable de razón y locura, de lógica y desvarío, que es, de hecho, el gran secreto de la vida humana. En el palacio de los duques, donde residían personajes de la elevada sociedad española, a Don Quijote lo consideraron un loco, bueno para divertirse con él. Aquellas almas cortesanas habituadas al fingimiento y a la mentira no comprendieron a Don Quijote y se burlaron sin compasión del caballero del ideal.
En Cataluña encuentra Don Quijote gente más noble. Es cierto que aquí tiene lugar “la aventura que más pesadumbre dio a Don Quijote de cuantas le habían sucedido”. Pero otras se le presentaron como tentación, como campo propicio para la distracción y la felicidad.
¡Qué realismo, qué notas tan emotivas, qué delicadeza de sentimientos, qué cuidado estilo en el acento poético de la cántabra Concha Espina!
La junta de Damas de Barcelona invitó a la escritora para que pronunciara una conferencia en la sala Mozart el 19 de diciembre de 1916. Concha Espina disertó sobre Don Quijote en Barcelona.
La conferencia se publicó en un cuadernillo de 20 páginas. Al describir el encuentro de Don Quijote con el mar, la mujer poeta entona un canto bellísimo. Dice: “Aire tibio, fragancias de los huertos maduros, tribu de árboles gentiles, mullida senda, cantares de las fuentes acompañan al viajero en la noche hacia la costa. Y bajo el hechizo de tantas novedades, oye un hondo murmullo desconocido, encuentra el vago perfil de la llanura azul; ¡descubre el mar! No es la suya una visión lograda y objetiva, es un atisbo enorme, el tácito contorno de una imagen absorbente, la vislumbre de una existencia monstruosa”.
Don Quijote y Sancho llegaron a las playas de Barcelona “la víspera de San Juan, en la noche”. Originarios de las tierras secas de La Mancha, ni caballero ni escudero habían visto jamás el mar. “Parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto… El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, sólo tal vez turbio del humo de la artillería… Comenzaron a moverse y a hacer un modo de escaramuzas por las sosegadas aguas”.
El mar, que ha sido desde siempre la gran aventura de España, seduce a los personajes de Cervantes. En aquella hermosa mañana del día de San Juan el mar les apareció grande y desmesurado, espectáculo interesante y maravilloso. Salido de la humilde aldea en un lugar de la Mancha, donde la tierra es toda la vida, el hidalgo caballero llegó al mar azul del Mediterráneo, que le sonreía con dientes de espuma y labios de cielo, como dibujó García Lorca.
Y Sancho Panza, siempre allí: unas veces al lado y otras detrás de su señor y amigo. Disfrutando la visión del mar, la mar de Rafael Alberti.
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