A principios del siglo XVII, cuando la novela irrumpe en el panorama literario español, el reino de Aragón tenía unos 300.000 habitantes, de los que 25.000 vivían en la capital, Zaragoza. Barcelona contaba con 35.000 almas.
Al cumplirse el cuarto centenario de la segunda parte de EL QUIJOTE, aparecido en 1615, estoy escribiendo algunas cosas que allí figuran, especialmente las relacionadas con las andanzas de caballero y escudero camino de Barcelona.
La segunda salida de Don Quijote de aquél lugar de la Mancha de cuyo nombre Cervantes no quería acordarse, concluyó con una escena cruel, desgarradora.
El cura y el barbero –cuyos nombres los borren los rayos de Júpiter- contrataron los servicios de un carretero de bueyes. Hicieron una jaula de palos capaz que pudiera caber en ella Don Quijote, lo ataron de pies y manos mientras dormía, le encerraron dentro de la jaula y clavaron fuertemente los maderos para que no se pudieran romper a dos tirones. Luego tomaron la jaula, la acomodaron en el carro de los bueyes y emprendieron el camino de la aldea.
Seis días tardaron en llegar. Entraron en el pueblo un domingo por la mañana, cuando la gente estaba en la calle y pudo presenciar la llegada del héroe en aquellas condiciones humillantes, ya desenjaulado, pero arrojado sobre un haz de heno en la carreta de bueyes.
Así acabó la segunda salida del caballero y la primera parte de EL QUIJOTE.
Estas pinturas, estas parodias, el triste desenlace del retorno forzado a la aldea producen un inmenso dolor. Y el alma, lastimada, vierte lágrimas.
Pero el idealista no llora. Ni se deja morir cobardemente. Vencedor o vencido, la persona de ideales nunca cede. Schiller decía que en la vida se repite todo. Lo único que se mantiene eternamente joven es la fantasía del ideal. Según Tourgueneff, Don Quijote representa la fe, lo eterno e inmutable, la energía del sacrificio. En el esquelético y bondadoso personaje hay una fuerza que le impulsa a proseguir su misión.
El ama lo advierte. Alarmada, acude a Sansón Carrasco: “Señor bachiller de mi ánima, que quiere salir otra vez, que con esta será la tercera, a buscar por ese mundo lo que él llama venturas, que yo no puedo entender cómo les da este nombre. La primera vez nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vez vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que estaba encantado”.
Nada detiene a Don Quijote. Cuando llevaba un mes muy sosegado en su casa grita aquello de “caballero andante he de morir” y planea nueva escapada. Tres días estuvo preparando con Sancho la salida, al cabo de los cuales, “al anochecer, sin que nadie lo viese, sino el bachiller, que quiso acompañarles media legua del lugar, se pusieron camino del Toboso”.
Esta vez no cabalgan al azar. Hundido en las simas de su cordura quiere ver a su señora Dulcinea. La dama es personificación viviente de su fantasía. El verano de 1883, dos años después de graduarse en la Universidad de Viena, Freud lo pasó estudiando español con la sola intención de leer EL QUIJOTE en su versión original. Freud se sintió atraído por la personalidad de Dulcinea. Dijo que en la dueña de Don Quijote se daban todos los elementos de la fantasía sublime y de la realidad querida.
Visión imposible.
Amor inalcanzado.
Dulcinea no se manifiesta.
La fantasía se esfuma.
El ideal no se materializa.
Don Quijote se resigna: “Ahora torno a decir y diré mil veces que soy el más desdichado de los hombres”. Con este hondo quejido se cierra la búsqueda de Dulcinea.
En lo que se conoce como tercera salida, Don Quijote y Sancho dejan Castilla y se dirigen a Cataluña pasando por Aragón.
Caballero y escudero ponen rumbo al noroeste de la península. Cervantes elige Aragón y Cataluña para las aventuras extramanchegas de Don Quijote.
A principios del siglo XVII, cuando la novela irrumpe en el panorama literario español, el reino de Aragón tenía unos 300.000 habitantes, de los que 25.000 vivían en la capital, Zaragoza. Barcelona contaba con 35.000 almas, y unas 400.000 la totalidad de Cataluña. La España en la que nació Cervantes albergaba una población global de seis millones de habitantes.
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