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Una novela de (des)amor

Alguien ha hablado de Nataša Dragnic como una especie de nueva Moccia, este fenómeno (en el sentido popular, no cualitativo) que ha llenado de candados los puentes de media Europa y ha provocado una diabetes colectiva. Sería un error.

PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Jordi Torrents 05 DE MARZO DE 2015 22:25 h
Nataša Dragnic Nataša Dragnic.

Me aburro en Port Aventura. De hecho, me da pánico la posibilidad de no tocar con los pies en el suelo. No soporto hacer cola. Y menos para sufrir. Mi mejor momento en los parques de atracciones es cuando cierran las puertas, cuando los cachivaches dejan de surcar rieles, castillos o lagos artificiales y las risas y chillidos acumulados se van disolviendo como vitolas de humo. En ese momento, las figuras que han atraído a tiernos infantes transforman su faz en grotesca y en terrorífica. Con gente o sin ella, siempre me da pánico.



Lo más curioso es que estoy rodeado de verdaderos fans de este submundo y alguna vez me ha tocado ir. Y no se crean, soy el acompañante perfecto: voy a por comida, vigilo las mochilas y las chaquetas y sondeo los puntos con menos cola. A cambio, dedico las esperas a leer algunos de esos libros que los japoneses definen con una deliciosa palabra inexistente en otros idiomas: tsundoku. Tsundoku viene de tsumu, apilar, y  doku, leer. O sea, apilar sin leer, esa tendencia compulsiva a acumular libros y revistas, puro fetichismo que se topa de bruces con la falta de tiempo.



En mis tres últimas visitas al parque de los horrores (en distintos años, tampoco crean que tengo un pase bonotortura) he atacado un diccionario sobre Tintín y un delicioso libro de Alfons Cervera que me regaló el bizarro Daniel Jándula. Eran dos opciones a caballo ganador, pero la última vez sirvió para adentrarme en un terreno pantanoso una novela que muchos críticos definían como ¡sentimental!. Sí amigos, y (re)descubrí que a los críticos hay que hacerles un caso relativo.



 



Portada del libro.

Hablo del libro Cada día, cada hora, debut de la escritora croata Nataša Dragnic en 2012. A ver, no es una obra maestra. Para que me entiendan: hay libros que, al acabarlos, te dejan un regusto que se podría definir como "me hubiera gustado escribir esto". Otros, no. Y este, no, pero necesito defenderlo. Hablar de Cada día, cada hora como de una historia de amor sería simplificar en exceso, caer en la trampa de la novela sentimental que tiende a la sensiblería (y que no se debe confundir con la novela romántica o Dumas y Hawthorne volverán con espíritu de venganza) y que asociamos más con una moda como aquella de los vampiros crepusculares que, más que la sangre, les gustaba la Coca-Cola con extra de azúcar.



Alguien ha hablado de Nataša Dragnic como una especie de nueva Moccia, este fenómeno (en el sentido popular, no cualitativo) que ha llenado de candados los puentes de media Europa y ha provocado una diabetes colectiva. Sería un error. El debut de esta políglota (lo demuestra el hecho de haber escrito el libro en alemán a pesar de ser croata) profesora de idiomas y literatura nacida en Split no versa sobre el amor, sino que lo secuestra, lo captura como excusa para hablar sobre la falta de él, sobre las decisiones que se toman en la vida.



Dragnic utiliza un estilo directo, con frases cortas y ágiles herederas de la tradición de la escritura automática de Kerouac, aunque es capaz también de adentrarse en, pocos y bien escogidos, ejercicios de conjunciones y subordinadas de subordinadas, que rompen el ritmo y se enfrentan a los signos de puntuación de toda la vida.



El libro nos cuenta la historia de Dora y Luka, dos niños que no se separan en las playas de rocas de un pequeño pueblo de pescadores de la costa croata, aunque lo harán cuando los padres de ella se van a vivir en Francia. Años más tarde se reencuentran en París cuando él hace una exposición de cuadros. La complicidad se mantiene y los recuerdos les hacen aquella mala pasada de idealizar aún más lo que uno ha perdido. Sus vidas se van separando y reencontrando durante los siguientes años por diferentes circunstancias, marcadas especialmente por la decisión de Luka de no abandonar a Klara, madre de su hija Katja. La historia se inicia en el capítulo 40, con el enésimo reencuentro entre los protagonistas ya alrededor de la cincuentena, tramando un hipotético futuro escrito en un directo presente que desafía esa paradoja que dice que cualquier situación escrita ya debe haber pasado.



Reitero, está mejor escrito de lo que en la misma promoción del libro pueda parecer, ya que se nos vende otra novela empalagosa, cuando la autora no se limita a narrar una historia de amor (aunque algún episodio juega con fuego y abusa del dulce). Nos emociona cuando Dora (que se convierte en actriz) descubre que, cuando Sartre muere, sus obras quedan y las podrá representar toda la vida; o cuando los poemas de Neruda (autor del que se ha abusado, sí) hacen de hilo conductor del vínculo de la pareja; o cuando Luka tiende al desmayo espontáneo en situaciones estresantes, o cuando descubrimos que para percibir las cosas con detalle hay que bajar un poco los párpados hasta que sean unas rendijas.



Dragnic prefiere relatar la vida de dos amantes felices que no tienen final ni muerte; narrar el dolor de la separación más que la dulzura de las reencuentros, y las dudas por las decisiones nunca tomadas más que la seguridad de lo que uno quiere. Como si, en el fondo, nos contara la vida de la caballa, uno de los peces citados en la obra (el aire marinero de la costa dálmata y sus islas es un referente constante), y que se debe estar moviendo para no morir.


 

 


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