El reciente estreno del último trabajo de Andrey Zvyagintsev es un buen motivo para reivindicar o dar a conocer la obra del cineasta ruso más importante de su generación.
Los dos sustantivos con los que doy título al presente dossier, y que nunca asociaría Chéjov como atributos complementarios, enuncian con precisión el equilibrio que preside la obra del cineasta ruso Andrey Zvyagintsev.
Sus cuatro largometrajes son hermosos. Los son gracias a la rigurosidad en el encuadre y a la medida duración de cada plano. Los son gracias a su capacidad de extraer de una previa y honda reflexión, una imágen/idea certera que transmita la sensación adecuada para estimular y así activar al espectador. Lo son gracias a su unión con el principal responsable del aspecto y fotografía de su cine, Mikhail Kritchman, que con su servicial labor, consigue una textura reconocible y un tono hipnótico que otorga atractivo a cada film. Preciosista, pero nunca gratuíto, porque contribuye con significado en todo momento, además de persuadir e invitar al vidente a practicar uno de los rasgos fundamentales , que parece en peligro de extinción, del séptimo arte: pensar sin palabras.
Sus cuatro largometrajes son graves. Cuatro constantes aparecen en cada guión y parecen obsesionar al autor, algo que además permite celebrar una coherencia interna que por su densidad y consistencia llama poderosamente la atención. Un trabajo de escritura admirable que desde su segunda película practica a cuatro manos junto a Oleg Negin. Un trayecto creativo que desde la predominante abstracción de las dos primeras propuestas de Zvyagintsev se ha ido acercando a una sensibilidad más cotidiana a la occidental. Los cuatro temas recurrentes que en mayor o menor medida sacuden su filmografía son:
La naturaleza. El paisaje y la climatología no cesan de aportar sensaciones y reflejar el estado anímico y psicológico de los personajes. Algo que ha vinculado inevitablemente, geografía ayuda, su cine con el de Tarkovsky.
La contradición. Principal y peculiar característica de la condición humana, tan presente en la obra de los maestros de la literatura rusa y que Zvagintsev disecciona magistralmente y exhibe con pudor, preocupación y responsabilidad en su escaparate.
La muerte. En especial las consecuencias que tienen que asumir los involucrados de alguna manera con el difunto.
La Biblia. Extractos de su mensaje, ya sea como germen o motivo del relato ("El Regreso"), tratando de explicar lo que se nos está contando ("El destierro"), excusando equivocadamente una acción ("Elena") o vertebrándo el argumento y su significado ("Leviatán").
2003. EL REGRESO
"¿Te da vergüenza llamar padre a tu padre?"
La primera situación a la que nos acerca con su cámara Zvyagintsev es toda una declaración de intenciones. El sentido de su cine es tratar de comprender. Para ello, va a ser frecuente encontrarnos ante circunstancias que someten a sus protagonistas y de las que parece imposible optar por una alternativa satisfactoria, ya sea por incapacidad, impotencia o miedo. Andrei y Vanya son dos muchachos que junto a su pandilla están probando su hombría saltando desde un mirador de madera situado en un acantilado. Vanya, el menor del grupo, no se atreve, pero no hacerlo y bajar por las escaleras supone sin remedio el insulto y la exclusión del grupo. Un precioso traveling subraya lo inabarcable del horizonte comparado con el insignificante cuerpo del muchacho helándose en lo alto de esa torre. No acepta saltar, ni rendirse. La poderosa sensación de indefensión va a plantear sin esfuerzo numerosas cuestiones existenciales, y la que el director va a elegir para meditar es la importancia y necesidad implícita que como seres humamos tenemos de disponer y sentir la figura de un padre guía y protector.
Al llegar a casa la madre les pide silencio, porque su padre está durmiendo. Ellos se muestran sorprendidos, ya que no le conocen. La única referencia que tienen de él es una vieja fotografía que Vanya, para aegurarse de que es él mismo, extrae, siendo la clave del relato, de una Biblia ilustrada. En concreto de las páginas que cuentan la orden que dió Dios a Abraham de sacrificar a su propio hijo, Isaac. Desde ese momento, una de las lecturas que tiene la compleja película es la de ser una gran metáfora de la percepción usual que hoy día se tiene del Dios del Antiguo Testamento.
La llegada del padre (interpretado por Kostantin Lavronenko) supone la repentina aparición de un desconocido al que hay que someterse, porque posee toda la autoridad familiar. Una hábil secuencia muestra la extrañeza de la primera vez que se sienta el padre a comer en la mesa, un nuevo miembro que desde ese momento, preside y decide. De igual manera ocurre cuando nos hablan de Dios por primera vez y nos planteamos su existencia y consecuencias. El padre es alguien de pocas palabras, frío y muy exigente, al que rodea el misterio. Con él, los dos hermanos, emprenden un viaje que se revelará iniciático a una isla, a modo de representación de ese núcleo en el que debemos aislarnos como almas para tomar las decisiones más importantes, por trascendentes, de nuestra propia vida.
"¿Cómo se yo que es nuestro padre?, ¿Por qué confías en él?"
La singladura es un pulso constante entre el padre y el hijo menor. No le gusta cómo les trata su padre y la convivencia se convierte en un desafío por parte del pequeño. "Si papá ha dicho que comeremos mas tarde, yo quiero comer ahora", dice a su hermano. Pero cuando llegan al restaurante no quiere entrar porque dice no tener hambre. No le gusta como les trata su padre, ni el simple hecho de que exista y le desplace de lo que conoce, la protección de su madre y su zona de confort.
Un episodio en el que esperando a su padre son atracados violentamente y cómo el padre lo soluciona, sirve para contrastar el diferente concepto de justicia que tienen. El padre sale tras el responsable del robo, recupera lo robado y pone al ladrón a disposición de sus hijos para que le hagan lo que ellos quieran. El "si los encuentra los mata, yo los mataría" que el hermano mayor le dice a Vanya, se convierte en un no querer hacer nada y pedir que lo suelte. Pero lo que molesta más a Vanya es, ante la aparente omnipotencia del padre, por qué no evitó el robo y dejó que sucediera.
La indignación de Vanya se va incrementando. Sus planes, los que él tenía cuando salieron de casa, lo que el se figuraba que ocurriría en ese viaje idealizado, se va truncando y el no entender el por qué, les genera a ambos hermanos importantes preguntas: ¿Son ellos los culpables?, ¿Será que su padre realmente no los necesita? Cuestiones que el hombre se ha empeñado en contestar con los silencios de Dios.
"Si vuelve a tocarme, le mato"
La actitud de los dos hermanos es muy diferente, uno, el mayor, prefiere ser contemplativo, hace fotos y disfrutar de la presencia de su padre. El otro, el menor, tiene como objetivo tratar de comprender, más que explorar, espía la conducta de su padre, y en vez de una cámara de fotos, prefiere unos prismáticos. Nos son en realidas posturas contrarias, sino complemenarias. Pero la insistente expresión de descontento de Vanya provocará que llegue el padre a detener el vehículo, sacar las cosas del pequeño y dejarle en medio de ninguna parte, bajo la lluvia, desamparado. El padre, insisto en la metáfora, no se ha cansado de escucharle, pero sí actúa otorgándole la libertad que en el fondo reclama, para que vaya por su propio camino, ya que no acepta su protección y cuidado. Por su puesto que el padre regresa, Vanya sube al coche, pero lejos de agradecer su accesibilidad de nuevo, rompe a llorar lanzando de nuevo preguntas.
El último tramo del trayecto deben hacerlo en barca, el motor falla y se ven obligados a remar. El padre ordena a sus hijos que lo hagan entre los dos, "¡hazlo tu que eres más fuerte!", exclama Vanya, pero el padre les anima porque sabe que pueden hacerlo. Nadie dijo que el viaje fuera fácil. El padre, ya en la isla, les enseña una mirador de madera desde el que se puede divisar toda la isla, recuerda a la torre en la que se inició el relato y no presagia nada bueno. La relación entre el padre y Vanya se sigue tensando y provocará el fatal desenlace: la muerte del padre, la muerte de Dios.
No es habitual toparse con un debut resuelto con tanta maestría y profundidad. Una propuesta realmente valiente, multigenérica y que con sinceridad plantea una necesidad intrínseca en el ser humano como es la existencia de Dios, sus características, aunque en esto la película no pase de la imágen tópica que hoy día se suele tener de Dios Padre, y las razones por las que la sociedad, representada en Vanya, lo rechaza. Una sociedad que mata a Dios sin dejar de acudir una y otra vez a él. Es desgarrador el grito que los dos hermanos dan: ¡Papá!, al ver como se sumerje el cuerpo y no podrán recuperarle.
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